“Porque el que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado”. (Luc 14,11).
Alejaos, sabios, de vuestra pretensión de conocer. Pues no conoceréis nada de valor, ya que lo único valioso está en el conocimiento del Creador. Ésta es la primera enseñanza de Jesucristo frente al que confía en su razón para explicar la realidad que lo rodea.
El débil, el enfermo, el tarado, creen en Jesucristo porque necesitan a Jesucristo. Cree el leproso, cree el ciego, cree la prostituta. Nadie más que ellos tiene esa necesidad en cuanto urgencia manifiesta. Y nadie más que ellos se acercará con tanta facilidad a la solución de un maestro que dice sanar a los enfermos y que es mucho más que un simple profeta.
En su desesperación, el hombre aquejado de males infinitos busca ayuda incluso en los fantasmas. Si echando sal en las junturas de las puertas o llenando de sangre varios sacos de trigo es posible la curación inmediata de su hijito enfermo, no hay duda de que lo hará. Nadie puede resistir el dolor cuando éste se manifiesta en sus formas más duras y terribles.
Por el contrario, el hombre medianamente sano buscará algo más de ese maestro, no se rendirá a él incondicionalmente (pues sólo se entrega a un desconocido quien se halla en completa desesperación), y, dado que su caso no es de extrema penuria, dudará más de él. En la medida de las necesidades está la causa de la fe, y no en la condición espiritual del hombre.
Regalemos al leproso un imperio de riquezas a cambio de olvidarse de las buenas obras, curemos al ciego y bendigámosle con posesiones y bienes a cambio de rechazar a Jesucristo. ¿Qué tipo de excelencia es la fe cuando ésta se halla comprometida por necesidades inmediatas?
¿Quién no seguirá a un profeta tal que nos promete curar nuestra ruindad y regalarnos vida eterna? El pecado permanece después de la conversión, porque el acto de la conversión mismo no está limpio de falsas intenciones. El pecado es difícil de limpiar precisamente a causa de esto, y sólo por este doble juego del perdón interesado cobra su sentido.
Esto lo sabía bien el Cristo, quien curaba físicamente a hombres moralmente arruinados. Pero no se cura el pecado del hombre. La diferencia entre los discípulos de Cristo y los no creyentes es que los primeros son pecadores con conciencia, es decir, perversos que una y otra vez se abalanzan sobre su alma para reconocer su mísera condición. No hay duda: estamos eximidos de la libertad a causa del pecado, y sólo Jesucristo puede curarnos de él. No hay alternativa. Sólo queda reconocer nuestros pecados y dejarnos en sus manos.
Ante esta situación, el hombre queda ciertamente rebajado: lo que recibe el hombre de la enseñanza de Jesucristo es el valor de la humillación. Cuanto más se humille uno, más será luego ensalzado. Jesucristo viene de alguna manera a pisar el orgullo de un hombre que, sin dioses, arrojado a una tierra baldía y cargada de dolores, por una causa que no ha cometido, por un pecado amañado, ha tenido que realizar todas las obras del mundo con su única inteligencia y sus medios limitados. Y, en lugar de una muestra de respeto por ello, Jesús se aprovecha de su calidad sobrehumana para rebajar la condición del hombre que desde el Génesis ha estado ya en perpetuo sufrimiento.
Solamente el que reniegue del hombre será salvo; sólo el que se cause repugnancia a sí mismo será santo, ¿qué tipo de morbosidad monstruosa ocultan estas enseñanzas? (Nietzsche). Jesucristo quiere poner en ridículo la labor humana del conocimiento. Despellejar los esfuerzos sensatos de los hombres y burlarse de los insensatos. Cuando en cierta ocasión un fariseo le invita a cenar a su casa, Cristo le responde con estas duras palabras: “vosotros, los fariseos, limpiáis lo exterior de la copa y del plato; mas vuestro interior está lleno de rapacidad y maldad”. (Lc 11,39)
No hay duda, ¿cómo podrían los sabios de su tiempo escuchar las palabras de un hombre que sin previo aviso menosprecia el valor personal de sus esfuerzos?
Y si eran pecadores, o ciegos debido a su falsa sabiduría, ¿ por qué no se centró primero en ellos, en lugar de sentarse con las prostitutas y los enfermos, quienes tenían más razones para creer en él y darse a su bondad que los fariseos y estudiosos de la Ley?
La filosofía de la humillación oculta la superioridad implícita de su origen. No se puede ser Dios sin sentirse Dios. ¿Qué es el orgullo del sabio frente a la prepotencia del que se hace llamar dios? ¿Qué es toda la vanidad de la ciencia frente a la vanidad del saber divino?
El señor Cristo, lleno de orgullo frente a los sabios y los doctos, elige las criaturas más débiles para demostrar a los doctores de la Ley que él es de otra casta. Y esas pobres criaturas le siguen, sin haber entendido nada, cegadas por una fe absurda y gratuita.
Jesucristo vino a la Tierra a escupir la labor de un hombre majado por el dolor casi cinco mil años. Y aún nos basamos en él para nombrar los días de nuestra Historia, dos mil años después de su muerte, dos mil años de oscuridad y tinieblas, lucha incesante y partos trabajosos en los que el hombre no ha dejado de luchar por su existencia, sin la ayuda divina de un Dios temible y oscuro, que es capaz de afirmar que “perderá la sabiduría de los sabios y anulará la inteligencia de los prudentes” (1 Cor 1,17).
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