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jueves, mayo 31, 2007

4 apuntes sobre Hegel

"El poder del espíritu pensante está en que, no sólo se aprehende a sí mismo en su forma peculiar como pensamiento, sino que, además, se reconoce a sí mismo en su exteriorización a través de la sensación y la sensibilidad, se comprende en lo otro de sí mismo, en cuanto transforma en pensamiento lo alienado y con ello lo conduce de nuevo haca sí. En esta ocupación con lo otro de sí, el espíritu pensante no es infiel a sí mismo, como si se olvidara o gastara, ni es tan impotente que no pueda comprender lo distinto de él, sino que se comprende a sí mismo y a su contrario. Pues el espíritu es lo general, que se conserva en sus momentos particulares, que se abarca a sí mismo y lo otro, y en esa forma es el poder y la actividad de superar de nuevo la alienación, hacia la cual está en movimiento." (Hegel, Estética).

1

Si no se comprende correctamente la idea hegeliana de alienación, corremos el peligro de creer que existen contradicciones allí donde sólo la extensión del concepto en su otredad es la que está ejerciendo su fuerza. Así pues es necesario entender que ciertas ideas o actos necesitan volverse sobre su antítesis como instrumento para alcanzar su propia definición. Tal curiosa estratagema nos hace comprender aquellas cosas que en primera instancia serían paradójicas; así pues, la filosofía habla de la existencia y parece fundirse en ella pero nunca de hecho ha saltado ese límite. O el espíritu moral se ve obligado a negarse a sí mismo para afirmarse frente a la ausencia de moral. Lo racional mismo ha de ser irracional para lograr su verdadera racionalidad. Pero al mismo tiempo tal estrategia nos ayuda a desenmascarar donde bajo la alienación una fuerza determinada está ocultando su verdadero principio. Cómo debajo de muchas actitudes irracionales se oculta una tensión puramente idealista, cómo debajo de lo aparentemente racional se libran conflictos contradictorios, cómo la filosofía que se vanagloria de fundamentar la existencia fáctica en contraposición con el idealismo anticuado no es sino un abstraccionismo que impide que su propio tema defina el impulso primero de abstracción. Ver qué cosa se despliega en cada desarrollo, saber delimitar donde empieza y donde acaba una cosa aunque ella diga ser lo contrario, es una labor en la cual el concepto de alienación es un útil imprescindible. Esa correcta delimitación es la delimitación de la esencia, es por tanto una delimitación no meramente lógica, sino ontológica; es aquello de lo cual beben sus restantes manifestaciones.

2

La alienación es siempre el deseo de realización de una cosa en su opuesto. El amor es pues, la mejor forma de la alienación. La tensión que provoca la alienación es la causa de su posterior significado negativo. El no estar en uno no sería malo si realmente pudiera uno completarse en lo Otro. Eso otro no se puede completar sino por medio de la destrucción de lo Uno en lo Otro. Ello impide por tanto que en la medida en que exista alienación de lo Uno en lo Otro haya consumación, y por ello, permanece lo Uno en el sufrimiento de su otredad inalcanzable. En cuanto que lo Uno tiende a lo Otro como medio de conocerse a sí mismo, se puede decir que el Uno está siempre agujereado por el deseo de lo Otro. Y sin embargo lo Otro no es sino el medio para conocerse el Uno a sí mismo. Lo que sucede que tal desarrollo no llega nunca a ese fin, y por el contrario el Uno se pierde en su propio espejo, sin cerrar el ciclo que Hegel quería para su Espíritu Absoluto. Al no existir superación, el Uno se enfrenta en el desgarro que significa haberlo dado todo a su enemigo con la consecuente destrucción de su identidad inmediata. En esa tensión lo que se manifiesta como lo Otro no es sino lo Uno, que no acabó de cerrar el ciclo de su infinitud. El movimiento del pensamiento se pierde en el trance hacia su victoria y el proceso de su desarrollo deviene hacia el proceso de su destrucción.

3

El objeto alcanzado por la conciencia ha cristalizado en el concepto. La conciencia no puede acceder al objeto sino se elimina momentáneamente a sí misma, si no naufraga en la experiencia del objeto. En el naufragar no puede existir la autoconciencia. Por eso no existe una síntesis que elimine la contradicción. La extensión de la conciencia va primero desde sí misma al objeto, y el salto hacia el ser mismo del objeto significa romper la extensión que cobijó al objeto en la conciencia bajo la forma del concepto. Tal salto significa hablar de un nuevo principio. Ya no hablamos de la conciencia, sino de la inconsciencia. En tal salto no se puede pensar una síntesis final, porque la extensión del primer principio se partió. Ello no quiere decir que la conciencia no pueda naufragar en su antítesis: pero es una antítesis menor, una antítesis que pertenece al principio propio del movimiento de la conciencia. Entre esta antítesis y la verdadera antítesis hay más distancia que entre la conciencia y el principio que se le opone, pero en el cual la conciencia aún queda como conciencia. Por eso es tan difícil distinguir donde comienza y donde termina la extensión de la conciencia en su alteridad pero sin embargo es fácil distinguir aquello que está fuera, sin lugar a dudas, del movimiento de la conciencia.

4

La tesis más importante de Hegel es aquella que define el pensamiento como un movimiento. Pero ello es lo que frustra de alguna manera toda estaticidad del pensar al tiempo que es condición de que exista. Existe la filosofía porque la filosofía no puede tener fin, porque es un problema cuya condición es que ella misma siempre esté abierta. Si se rompiera esa condición la filosofía sería religión o dogma. La filosofía sólo tiene la forma de la indicación, de la insinuación. Es una prostituta romántica que insinúa una presencia cuando en su fondo sólo hay pura indeterminación. El pensamiento, por tanto, es un movimiento. La duda y el pensar son ejercicios de un algo que se mueve de un lado a otro, evaluando, inquieto. Eso es lo que hemos llamado lucidez o autoconciencia. No existe un estado superior a éste sino en su opuesto, aquel otorgado a los poetas y a los sacerdotes. El estado místico de subsunción en lo divino, donde del espíritu primero ya sólo queda la carne exterior. Si tuviera razón Hegel, todo filósofo debería transitar la locura como medio para llegar a la sabiduría. Pero no se transita la locura para llegar al saber, pues no hay desarrollo entre uno y otro, sino sólo ruptura. Hay que distinguir el desarrollo de una unidad en su diversidad, y en este caso decir que no se tiene experiencia de la absoluta exterioridad, (y por ello podemos desmantelar tesis que dicen ser sus antítesis), y la diferencia absoluta; esta diferencia no es susceptible de saltar por ninguna dialéctica.





martes, mayo 29, 2007

Decisionismo filosófico

Carl Schmitt ha establecido el discurrir de la historia en base a centros de sentido que habrían ido modificando su preponderancia a lo largo de diversas épocas, que a su vez pasarían por la teología y la metafísica a la economía y la técnica. Tales centros son agujeros de decisión en torno a los cuales se reúnen los demás sentidos de una época, sectores gravitatorios bajo cuyo influjo se definen las actividades humanas de un tiempo determinado.

La época contemporánea es definida por Carl Schmitt como la “época de las neutralizaciones”. La neutralización opera rompiendo el centro de validez del sentido de toda época y tal acción no podría por menos que repercutir en la manera de entender la política, que ahora no depende de la teología ni de la metafísica, y que por ello mismo puede comprenderse desde la pura decisión del soberano.

Hay que pensar, en base a este modelo político, un modelo filosófico basado en él. En la época de las neutralizaciones no puede faltar la neutralización filosófica, aquella que se caracteriza por una descentralización y trayecto como modo propio de ser del pensamiento, y que se transforma indirectamente en la insensatez de aquello que está indeterminado por definición. Bajo el rigor filosófico de la tradición actual se oculta una lucha por escapar a todos los modelos posibles, que en lugar de constituir un lugar propio del pensamiento acaban por convertirse en mediaciones no resueltas entre los dualismos que animadamente pretenden, sin éxito, superar.


La mediación, en cierto modo, sigue el patrón de un comportamiento “democrático”. En nuestra época en la que se caracteriza como virtud el temple de la mesura, de la corrección política, del intento inútil de encontrar vías intermedias a una pro-posición violenta que se mantiene impávida ante nuestras ridículas estrategias, cabe pensar o comprender tal posición desde la incitación a la violencia, desde la incitación a no destruir ni incorporar un nuevo dualismo, sino a desbaratarlo respondiéndolo. La mediación que trata de destruir el dualismo no lo supera en realidad, sino que sólo se queda en medio de sus mares, buscando un lugar más acá o más allá, hasta que cínicamente termina por interpretar que su verdadera búsqueda es un camino de bosque confuso donde la tesis es el principio que hay que evitar, todo ello en un lacónico despliegue de refutación contradictoria en la que la contradicción revela y nunca refuta el proceso que se trata de elevar.

La imposición de la pregunta en la estructura que ella decide implantar sobre nosotros no puede ser a su vez modificada o superada por nuestra voluntad sin más. Mucho menos cuando se niega el poder de la voluntad. Por eso el pensador actual se introduce en la tiniebla de la huida, en la lucha desesperada por superar una violencia exterior que le impone una decisión, una vez que hemos penetrado en el seno de la época de las neutralizaciones, donde la mediación no deja de ser una conducta sospechosamente democrática y alojadora de actitudes cínicas e indeseables. Carl Schmitt sitúa el centro gravitatorio de nuestra época en la propia decisión. Es el propio acto de desmantelar el dualismo violento en la forma de la pregunta mediante un acto que constituye la propia subjetividad la que da aliento, fuerza y soberanía al gobernante. Lo mismo con el filósofo. Sólo un acto gratuito, sólo una comprensión del pensamiento que coloque el acento no en el contenido, sino en la mera decisión, puede hacer estallar desde dentro la imposición violenta de la pregunta, que nos requiere en todo momento desde nuestra misma constitución. No hay que comprender la subjetividad como refugio, pues, sino como ataque en un estado de guerra. El estado de guerra proviene del propio espíritu de la época, que en su conciencia propia de historicidad olvida al mismo tiempo su propia historicidad.

El peso neutralizante de la tradición y de la época sólo puede tener un ajuste correspondiente en la decisión pura e irracional del pensador. La idea de que este acto, en cuanto que se admite a sí mismo como irracional, sería propio de un cierto romanticismo tardío, es nada más un postulado de la misma época que se quiere la superación de todas las épocas. Nada más lejos de la realidad. La época de las neutralizaciones requiere la decisión soberana de valorar la toma de posición del pensamiento por su intrínseca reacción a lo que se establece como norma.

viernes, mayo 25, 2007

Extracto del Libro del Insomnio (II)

182. Tradicionalmente se considera que el pensamiento en general es aquel lugar inalienable por excelencia, allí donde nadie nos puede usurpar nuestro derecho a la privacidad e individualidad. Se argumenta que no podemos viajar a través del tiempo, pero podemos hacerlo a través de la imaginación. Se dice que no podemos viajar a este o a aquel país, pero que mentalmente podemos lograrlo. Todo este argumento es tan cierto que su revés negativo no podía dejar de influir en la filosofía. Y de ese modo el pensador ingenuo cree acceder a la esencia de las cosas por pensar las cosas, cree agotar el sentido de la realidad pensando el sentido de esa realidad, y descuida por completo el hecho de que solamente está imaginando, como el viajero que mentalmente recorre Venecia, y por tanto, puede tener una idea de la misma, pero nunca podrá escuchar el sonido de las góndolas al golpear contra el agua de los canales sus paletas, o el ruido de unos pájaros asustados por el paso del comerciante que se levanta para trabajar. Tan sólo le quedará ese reflejo en la imaginación, y nunca podremos igualar su imaginación de Venecia con la experiencia real de Venecia. Este caso es aplicable en general a toda la labor de la filosofía, que tan sólo es un discurso sombrío sobre el luminoso y único ser.

197. Yo una vez tuve ideas, pero se me derritieron. Poseer una idea no es muy diferente de tener entre las manos un helado en el verano abrasador.

198. Los conceptos son jaulas donde el pájaro que habita en ellas señala una realidad que no puede jamás alcanzar.

199. La realidad que buscamos con tanta ansia está ya siempre supuesta por nosotros, de otro modo no podríamos tomarnos nada en serio. De manera que, ¿qué es lo que buscamos? La pregunta por la pregunta es más esencial que la pregunta por el mundo.

200. La vida, entendida como flujo del devenir artístico, que se crea y se destruye, es la causa de que la tematicemos en un concepto; pensamos la vida porque ésta se halla continuamente en cambio, y a causa de la perplejidad que nos provoca ese cambio tenemos una materia acerca de la que meditar. Es la vida la causante de nuestras incapacidades más sublimes.

201. Bienaventurado es aquel que aún cree en algo, pues de él será el reino de la tierra.

202. Mi cabeza no es mucho más que un establo vacío donde lo único que queda es el olor rancio de las ideas que lo habitaron.

203. Amor fati: Pero, ¿cómo le vas a pedir al trabajador alienado, sometido a la gran máquina del Estado, envuelto en las cadenas de una vida sin sentido, que todavía tenga que amar la vida con toda la complejidad de su tragedia?

204. La vida no camina por ahí, lejos de nosotros, ni duerme mientras estamos en vigilia, ni se halla en vigilia cuando dormimos. La vida es la patencia permanente que nos acompaña en cada momento de la existencia y cuya luz inunda nuestra conciencia. Por eso no se puede predicar ninguna propiedad de la vida que sea muy diferente de lo que podamos decir de nosotros mismos.

205. El hombre es monstruoso, la vida es monstruosa. El hombre es injusto, la vida es injusta. Dónde empieza el hombre y dónde acaba la vida.

206. El punto central de la filosofía de Kierkegaard debe comprenderse como un trascendental kantiano; sólo porque nos preocupamos de nuestra vida, y esta preocupación toma la forma de la pregunta por la comprensión, accedemos a la vida en general, a la filosofía como saber del hombre acerca de sí mismo. La filosofía a menudo olvida que, más allá de su origen instintivo, parte de la experiencia real de cada hombre que experimenta la vida en cuanto que es ya siempre su propia existencia.

207. O digámoslo de este modo: no tiene sentido que el individuo concreto se preocupe por los problemas de la filosofía si éstos no definen con prioridad el sentido de su propio ser. No se puede imaginar a nadie que con independencia de esto pueda seguir el camino del pensamiento por su valor en sí mismo.

216. La vida, en efecto, no puede ser injusta simplemente por el hecho de que a ti te haya tocado una mala posición en ella. La vida sólo puede ser injusta si hay un principio teleológico en ella o un absoluto que la guíe desde el exterior. Tal cosa, creemos, no existe, luego la vida es puro azar. Del azar no se puede predicar que sea justo o injusto, pues no elige a unos a propósito para beneficiarlos frente a otros, ni decide que estos otros deban ser perjudicados. Precisamente porque es azar no elige a sus víctimas ni a los verdugos, y pueden cambiarse a lo largo de la historia los papeles de ambos. La conclusión es que uno no puede llamar a la vida “injusta” porque a él le haya ido mal, a no ser que también la llame injusta aunque le haya ido bien. En todo caso, llamar injusto al azar es como llamar injusta a una piedra o a un árbol solitario.

217. La creación como expresión de la libertad es un concepto rancio, algo en lo que nuestros contemporáneos han dejado de creer. Sólo salva la libertad la idea de gratuidad, de hacer algo sin objeto, por pura expresión de la voluntad. La idea de la gratuidad puede además configurar una ética.

218. Un Dios no puede dar razones de lo que hace, ni poner fundamentos de lo que dice. La soberanía de demuestra por su absoluto, por su incondicionalidad. Por eso Dios no pertenece al hombre, como aquel ente cuya esencia es la razón.

219. La conciencia histórica como conciencia de la vida significa: no podemos saber qué sea la vida, no podemos adjudicar propiedades a la vida como si se tratara de un objeto más, pues deberíamos salir de la vida para poder hacer una cosa así. La vida es el horizonte que nos engloba, el aire en que vivimos, lo inobjetivable por excelencia.

220. Claridad en las ideas al mismo tiempo que sujeción en la difícil cuerda de la cordura. Tal cosa es una de las misiones más difíciles que a un hombre se le pueden encomendar.

221. La claridad y la coherencia de las ideas van de la mano con una pérdida del asiento en la realidad cotidiana, con un peligroso perderse en las lindes del bosque abrasador, y entonces entramos en un abismo en cuyo seno sólo nuestras leyes pueden ser guías, sólo nuestras leyes pueden constituir nuestra próxima destrucción.

222. En este sentido, pensar no difiere mucho de existir.

223. Pensar es una forma de existir.

224. El poeta es un hombre que se caracteriza por su desesperación. La desesperación de ser capaz de no considerar los medios para llegar a los fines, de olvidar el peligro con el objeto de dialogar con el Absoluto. En su deseo de plenitud pierde la individualidad que caracteriza al sujeto, y en el trance del éxtasis deja de ser hombre para pertenecer a la madre Naturaleza de la que emergió.

225. Pensar es constatar, elaborar un tablero de juego, vislumbrar un horizonte, saber que hay un juego que jugar, un juego en el que va la sangre y va la vida.

226. Pensar es una forma de pedir auxilio.



martes, mayo 22, 2007

Indeterminación

Es propio de la arquitectura de todo saber el hecho de admitir un significado como término de una relación aún cuando éste tenga como esencia la pura indeterminación, con el fin de comprender una sentencia, del tipo que sea. Ello quiere decir que para comprender es preciso poner entre paréntesis aquellos términos que sujetan el razonamiento, de modo tal que el acto de la comprensión se ve abocado a un círculo vicioso insalvable, donde cada comprensión remite a una previa comprensión de lo ya dicho, y donde finalmente el círculo hermenéutico se convierte en insuperable.

Toda relación conceptual se basa en este hecho, a saber, en la necesidad de suponer la determinación conceptual de uno de los términos de la relación para poder completar una sola relación, que en realidad depende precisamente de los términos de los que ella misma está formada. Tal circularidad es otro de los trascendentales de la existencia del hombre, y está basada en la estructura propiamente indeterminada del ser.

El ser nos impulsa, por un lado, a determinar su significado, y por otro, a dejarlo en la más completa indeterminación. No hay un ser de la vida como tal, (y no sólo de la vida como Erlebnis, como concepto metafísico), no hay un ser de aquello que se presencia como la totalidad y sin embargo subsiste, utilizando para su subsistencia todo lo ente, todo lo presentificable como tal, aquello que con su apariencia oculta la fuerza que lo hace posible, y de ahí la respuesta del hombre en su doble vertiente, como pregunta que no puede satisfacer lo actual, lo presente, y como imposibilidad de determinar lo que por esencia se halla precisamente ausente.

Esto también significa que no podemos determinar el último sentido de la vida, y por ello, que no cabe imaginar un ser (en el sentido clásico del término)de esta vida, un ser del propio ser, pues en cuanto ausencia disgregada en la multiplicidad de los entes no cabe imaginar su forma, su figura, su razón. Es por ello que no podemos trabajar con los conceptos habituales cuando queremos enfrentarnos al problema del ser, pues éste mismo ser bajo la óptica de la razón se vuelve inmediatamente resbaladizo y opaco, hasta el punto de desaparecer bajo la mirada escéptica del que pregunta.

El ser, pues, se caracteriza por su indeterminación. Es verdad que existe una dialéctica de memoria y expectativa que produce objetos perdurables en la memoria y que podría dar un significado de la vida. Pero dado que nuestra existencia es finita, no puede cerrarse el diagnóstico y habría que esperar una infinita cantidad de tiempo para poder hacerlo. La suposición de que la eternidad tampoco sería suficiente nos conduce a desgajar el problema del ser del marco categórico en el que su sentido estaría ligado a una consecución causal de acontecimientos vitales. Por el contrario, el mismo sentido de la vida perece y renace a cada minuto, y por tanto el tiempo mismo no es capaz de apresarlo en la forma de un significado vital absoluto.

El dilema del hombre es en este caso que el ser mismo le pide dos conductas contradictorias, dos actos irresolubles. Por un lado, la guía misma del ser conduce al hombre a comprenderle siempre desde el punto de vista de su propia indeterminación. Pero al mismo tiempo el ser exige que el hombre determine de alguna manera su sentido, la dialéctica de su aparición/ocultación. Y es esta misma dialéctica la que de nuevo vuelve a consagrar el sentido del ser como lo absolutamente indeterminado, como aquello de lo cual ni siquiera cabe el silencio, pues el ser mismo nos obliga a perpetuarnos en la dirección de sus huellas, de su rastro, que no es otro que el de la forma de la pregunta.

viernes, mayo 18, 2007

Libertad y facticidad

El gran descubrimiento del postidealismo es la conciencia de facticidad. Desde Kierkegaard hasta Heidegger se va elaborando progresivamente una conciencia en la que la subjetividad trascendental kantiana va apareciéndose cada vez más como el modelo de conciencia ingenua. Lo que “descubrimos” con Gadamer y con Heidegger es el trascendental del horizonte del ser, (en Heidegger), y el trascendental de nuestros prejuicios como realidades muy anteriores a nuestros propios juicios (en Gadamer). Tal es el aura de fatalidad que se respira en la atmósfera de la filosofía contemporánea.

Esta es una situación de asfixia que como ha señalado Habermas no puede sino tener unas consecuencias políticas conservadoras. Pero dejando de lado esto, centrémonos un momento en el problema mismo de la conciencia, en el problema visto no desde la perspectiva abstractiva que en realidad supone la conciencia de una finitud obsesiva, sino desde el mismo problema de la conciencia, tomado en su totalidad.

El Verfallensein de Heidegger, la condición de “caído” del hombre que es una determinación trascendental de su ser, en este caso, una determinación sobretodo temporal, no es la condición definitiva del ser del Da-Sein; es un trascendental, pero un trascendental no define todavía sino las condiciones de posibilidad de aparecer de un fenómeno, y no la definición misma del fenómeno; es más bien la conciencia en cuanto determinación trascendental la que define el ser del hombre, pues “yo” soy “arrojado” a mi conciencia, ya que toda conciencia lo es de su propia facticidad, también, claro está, la conciencia de facticidad propia del historicismo, de Dilthey, de Gadamer y de Heidegger.

Es decir, que la conciencia no es aquel elemento cartesiano que divide el mundo en res cogitans y res extensa, sino que se trata de un trascendental al que ya estamos siempre arrojados, obligados, como dice Karl Otto Apel, Geworfenheit, arrojados a la razón. La razón no como una instancia crítica, como la entiende Habermas, ni una razón metafísica, ni siquiera una racionalidad. La razón de la conciencia es la razón de la constatación, y esta puede ser la de una cosa comprensible o la de una cosa incomprensible. Por eso la conciencia no puede ser un instrumento de conocimiento.

La conciencia puede, y de hecho es, conciencia de su propia determinación. En ese sentido la conciencia no “pone” nada, no comprende: sólo constata. Como la constatación es propia de la estructura práxica del hombre, podemos decir entonces que la conciencia es, en ese sentido una forma de la facticidad.

De la misma manera que estoy arrojado a la existencia, estoy arrojado a la conciencia. Esto significa que no puedo vivir sin constatar, sin ser consciente. Toda vez que vivo se abre en mí un horizonte problemático, cuya resolución ha de tener lugar en mi conciencia, aunque sea como patencia o resolución del ser. La comprensión, al contrario que la conciencia, es aquella relación constituida desde el ego hacia el exterior en la que yo “pongo” un sentido. Pero aquí no se trata de que “comprender” sea sinónimo de “comprender la verdad”. Al contrario, la verdad es que, en todo caso, comprendemos. Comprender es establecer una relación arbitraria en la que el horizonte indefinido del ser adquiere la forma, la figura, de algo definido. Lo único verdadero en este sentido, no se establece en la comprensión, que toma la forma de la figura de un pensamiento en la que la conciencia no existe ya como constatación sino con el reconocimiento afirmativo, sino en el hecho previo de una intrínseca problematicidad de la vida que se desarrolla en un horizonte móvil a cuya velocidad se mueve nuestra propia indeterminación.

Volvamos una vez más a la situación de asfixia. La polémica entre Gadamer y Habermas de los años 70 creo que puede ser paradigmática del peligro que existe con la asignación indiscriminada de determinados conceptos cuya solidez puede ser puesta en peligro con una mínima ojeada. Como todo juego, el juego filosófico tiene sus piezas, y uno puede sospechar que el problema de la partida, que parece no avanzar hacia ningún lado, no esté sino en haber adscrito ya de antemano a esas piezas determinados movimientos como, ahora sí, pre-juicios. ¿A qué viene todo esto?

Pues viene al hecho de que quizás sea preciso analizar los conceptos filosóficos en sí mismos antes de jugar con ellos una partida que a causa de sus trascendentales ya no puede ser jugada. La razón crítica como instancia emancipadora es ya un prejuicio ilustrado para Gadamer; la conciencia histórica como horizonte donado de la tradición es ya un prejuicio conservador para Habermas; aquí las piezas están oxidadas, están en realidad determinadas a priori. La posición de Gadamer, y más aún, la de Heidegger, conllevan un fatalismo determinista en el que toda posición de libertad se tacha de ingenuidad y vanidad desmedida; la posición de Habermas supone la creencia en una razón que no deja de ser utópica en buena medida. Ambas posiciones suponen ya localizaciones concretas de lo que significa cada concepto; la discusión ha muerto; aceptar jugar es aceptar ser determinado.

La tarea de la filosofía no puede ser, en consecuencia, aceptar acríticamente la configuración de las piezas del tablero y sus funciones como posiciones previamente decididas, intocables, trascendentales en definitiva. El pensamiento puede tacharse aquí de vanidoso, pero siempre si deja de serlo será a costa de perderse en un circuito conceptual que no define la complejidad plural y diversa del pensamiento. Hay que decir mejor, como Deleuze, que la filosofía es creación de conceptos. En ese sentido, habría que decir, sin miedo, que el mayor trascendental para un pensador no es sino la propia academia, que dicta el discurso del Amo suponiendo que sólo allí tiene sentido la filosofía, apropiándose el criterio del pensar. Dice Nietzsche, citado por Deleuze: “Los filósofos ya no deben darse por satisfechos con aceptar los conceptos que se les dan para limitarse a limpiarlos y darles lustre, sino que tienen que empezar por fabricarlos, crearlos, plantearlos, y convencer a los hombres de que recurran a ellos.”

El pensamiento es una experiencia única que no supone una subjetividad desencarnada de sus determinaciones, sino que es la única posibilidad del pensar por uno mismo. Hay que seguir por eso, antes que el peso absurdo de una tradición que nos deja vacíos, el consejo fulminante de Hölderlin a los poetas, cuando dice en An Die Jungen Dichter:

“Ni ebriedad ni frialdad, ni descripción ni lección; si os asusta algún maestro, pedid sólo consejo a la naturaleza”.

Pues el que verdaderamente está determinado hasta la médula, es aquel que acríticamente acepta la creencia en la absoluta determinación de su propia voluntad.

martes, mayo 15, 2007

El peligro

Un gran poeta como Leopoldo María Panero, en su supuesta demencia, ha sido consciente de lo que supone enfrentarse con la palabra poética, con el peligro consecuente de “ser tocado por Apolo”, tal y como le sucedió a Hölderlin, y estas claves del peligro se hallan en varias ocasiones en su propia poesía.

Así por ejemplo dice el poeta en “La poesía destruye al hombre”: “Sólo es hermoso el pájaro cuando muere / destruido por la poesía”, y en otro lugar dice “El martillo de la palabra ha quebrantado mis huesos”. El peligro de la poesía es como el peligro de la vida, como “el peligro de vivir de nuevo”. El poeta no se engaña sobre esta labor, no se engaña con el hecho de que el juego de la poesía es un juego peligroso, que es una lucha heroica con la palabra para arrebatar su ser, para hacerse dueño de ella, para poder decir, y que ello a su vez supone el delirio del héroe que se enfrenta a molinos de viento sin oportunidad de vencerlos, una batalla sanguinaria que acaba por despedazar al que la emprende.

Esto no supone ni mucho menos una invectiva contra la poesía. Al contrario, es precisamente destacando su carácter de peligro como se puede describir el hecho de que la poesía no es cualquier cosa, que conlleva en sí misma la vanidad de pretender enfrentar la existencia con una seriedad con la que muchos no están familiarizados, con una seriedad ante la que el más cuerdo de los mortales huiría como de un ruido atroz. Dos razones hay que lleven al hombre a esta empresa mortal, una desde luego es la heroicidad, pero también los locos a menudo son irresponsables y son capaces de grandes hazañas, al estilo de la falta de prudencia griega, en la que el loco, por despreciar su vida, es capaz de acometer grandes empresas.

Es decir, que la empresa de la poesía tiene un carácter ético del tipo del que hablaba Kierkegaard cuando se refería al estadio religioso, un carácter en el que toda frivolidad se ha deshecho en favor de un enfrentamiento directo con la vida en lo que de más peligroso tiene ella. En el dominio del lenguaje, allí donde se configura el universo mental de los hombres, tiene lugar una batalla en la que el poeta trata de domeñar el mundo, a costa de su propia salud. Sólo con esta condición se puede hablar de compromiso poético. Los demás compromisos, (los sociales, etc), no son sino minucias frívolas en comparación con la consideración de la poesía como una actividad ética, en la que el hombre se ve a la vez condenado y a la vez libre para elegir su condenación, en la que, a la manera romántica, no es posible ver una absoluta cordura en su actividad (y por tanto, no podemos dejar de ver falsedad e inautenticidad en el poeta académico), condición que Platón ya conocía indispensable para entrar en el reino de la poesía.

Alguno que otro ha sido capaz de verter acusaciones muy graves sobre la poesía, como por ejemplo, que su escritura es más sencilla que la construcción de una novela, como que el concepto de poeta tradicional es un deshecho de la creencia romántica en el genio y cosas por el estilo. Reto a ese hombre a que se comprometa con la poesía al extremo de considerarla como la esencia de su propia existencia, como el acto mediante el cual se constituye lo más auténtico de su espíritu, sin que su propia desfachatez le impida lograr su empresa.

En ese sentido, el escritor como tal está herido, está atacado por un vicio peligroso, (el novelista, por ejemplo), el vicio de considerar esencial lo que es propiamente un medio (la escritura) para reflejar el pensamiento. El escritor no se ha parado aún a meditar, y es por eso que todavía no ha conocido la experiencia del pensamiento, que siempre conlleva un encuentro fatal, un acontecimiento fundamental, del cual es siempre mucho más consciente el pensador y el poeta. Pues que todo verdadero poeta ha trabajado de forma mucho más esencial el pensamiento que el “mero escritor” de novelas, y que por tanto su encuentro con la vida es más cercano y peligroso, y por ello, más consciente. Por eso es que, ante las frivolidades del mundo literario, frente al recorrido diario a través de escrituras inconscientes de sí mismas, podemos sentirnos ciertamente felices de no participar en esta orgía de la literatura y decir con Cioran: “si bien me pueden acusar de casi todos los vicios, no tengo por suerte el de ser escritor”.

sábado, mayo 12, 2007

Sospechas kantianas

El concepto de intencionalidad recogido por Husserl de Brentano nos revela indirectamente el carácter "inapresable"de la vida entendida ésta como totalidad. Por tanto, no se trata aquí de la vida como aquello que se oculta tras la expresión de los acontecimientos espirituales humanos, como Dilthey entendía, sino la vida como esa totalidad o referencia última que constituye el objeto del pensar.

Si lógicamente la nóesis estaba relacionada de forma fatal con el nóema, cabría esperar entonces que la propia conciencia aspirase o estuviera encaminada ya en su propia constitución a un objeto al que tendería regulativamente sin llegar jamás a agotarlo. Una ausencia del objeto colmado que siempre escapa a la conciencia, y que no puede ser en realidad un objeto susceptible de ser pensado, ni de ser representado, que es aquello a lo que llamamos totalidad.

Esa tensión entre la conciencia intencional y el objeto es precisamente el dominio desde el que se produce el entramado de la dinámica vital como acontecimientos superpuestos unos a los otros, como figura inconcebible por el pensamiento en su auténtico dinamismo. Este concepto de vida como totalidad, o mejor dicho, de totalidad cuya expresión más común es la vida, es en efecto inalcanzable por el pensar, que, implicado en su propia facticidad, no puede representar la totalidad en la medida de su propia determinación.

La tragedia es que, a pesar de esta composición, la totalidad aparece en el pensamiento humano como un objeto susceptible de ser representado, bien psicológica o conceptualmente. Y esta necesidad de representar la totalidad, es en principio la causa del origen de la filosofía. Pues aquello que permanece como horizonte de cualquier pensamiento es ese ámbito distinto de los entes que los hace posibles en su aparecer como entes, es en realidad el objeto de la reflexión filosófica propiamente, y visto desde la facticidad humana, el desenvolverse de la vida en sus dominios infusionables, en los cuales la conciencia es un mero cruce, condenado a una eterna referencia que no puede jamás colmar.

Quizás Kant no se equivocara al trazar unas condiciones de posibilidad del pensar humano, es decir, en sospechar una génesis a priori en la constitución de la conciencia que evoca un ámbito estrictamente delimitado donde poder experienciar los acontecimientos. Ello daría sentido al hecho frustrante de que la conciencia misma sea capaz de representarse una totalidad que no coincide con la totalidad real, al margen de la posibilidad de la experiencia, y que no por ello estaría en un mundo nouménico de entes, pero que es el conjunto de todas las experiencias posibles de los hombres y su acontecer efectivo en su dimensión temporal.

En realidad, la totalidad no puede ser desplazada del discurso filosófico, pues de hecho es una condición suya. Todo discurso tiene que tener como condición el hablar de "algo", y ese "algo" es aquí esa totalidad que precisamente por no aparecer completa puede hacer posible la continuidad del pensamiento en otros hombres, en otros pueblos, en otras épocas. Y ello a su vez indica el carácter inacabado de la vida, y la idea, quizás un tanto terrorífica, de que el objeto que hemos colocado en el centro de nuestra reflexión como aquella luz que permite hablar acerca de "algo" no es en realidad un objeto que nos espere al final de todo pensamiento con los brazos abiertos, sino, muy al contrario, aquello que de continuo se está formando, sobre el hilo delgado y problemático del tiempo.

miércoles, mayo 09, 2007

Invectiva anti-fenomenológica

La sensibilidad contemporánea ya no puede ser imparcial al ingenuo efecto del concepto de "ciencia", cuando resuena en los oídos. Es decir, nuestra estructura espiritual actual, nos coloca a tal distancia de aquella que haría falta para considerar severamente la palabra "ciencia",que es muy difícil que esto suceda, de manera que lo que queda al oír semejante palabra es una impresión de ingenuidad o desinformación que atribuimos a quien la profiere.

Y sin embargo no han faltado intentos de criticar la ciencia no por lo que ella implica en su concepto riguroso y por tanto ingenuo, sino precisamente a causa de que aquella empresa que un día llevó su nombre no se adecuaba a lo que el concepto puro de ciencia exigía. Y esa es la razón por la que la palabra "ciencia" se ha mantenido desde Hegel hasta Husserl, y de que cada uno de estos autores, pasando por Dilthey, hayan concebido un ejercicio de la ciencia que según ellos sería el verdadero representante de lo que la ciencia usual ha considerado como tal. Es más, entre aquellos cuyo lema era volver a las cosas mismas, como en el caso de Husserl, la idea rectora de una ciencia, que, en todo caso, era un saber más fundamental y anterior a la ciencia normalizada no ha dejado de ser buscada como lo esencial y la meta del pensamiento filosófico.

Ahora bien, es de estimar primero si acaso esa búsqueda de un saber anterior no destruye en su misma esencia aquello que pretende salvar. Y es que si entendemos toda ciencia como aquello que está a la base de una serie de acontecimientos, lo que puede reunir una serie de fenómenos dados bajo un concepto no puede ser otra cosa que la reducción de las diferencias a la identidad. Es decir, que todo discurso, ya sea acerca de la realidad entendida como regularidad de las leyes espacio temporales, o del mundo de la vida (Lebenswelt), anterior a toda reflexión, ha de buscar una serie de principios que por muy oscuros o escondidos que estén, reúnan una serie de entidades capaces de formar un lugar común. Ese lugar común, sea del tipo que sea, exige como condición de posibilidad una cierta destrucción de las condiciones originarias que constituyen el objeto de ese saber. En ese sentido, se hace difícil concebir cierto tipo de saberes, así como es difícil concebir cierto tipo de actividades, por ejemplo, mirar sin ojos, o escuchar sin oídos. La selva en la que se pierde la fenomenología parece pretender una actividad de ese tipo, con el consecuente riesgo de perder el contenido en la pura forma, la esencia en el puro fluir de un lugar a otro.

Incluso podríamos ir más allá y discutir siquiera si es posible un discurso, ya no científico o filosófico, sino legible, cuyo objeto sea el propio fluir de la vida, el propio devenir en su inmediatez fenoménica, en el sentido en que se entiende la dación fenomenológica, por ejemplo. Desde mi punto de vista, he aquí el fracaso del arte en su búsqueda del absoluto. El absoluto que busca el arte no es el eidético, sino el fenóménico. Ese es el concepto griego de la poesía, que no busca la Idea platónica, sino narrar el flujo del devenir en la forma de la apariencia. Si la poesía es un constante acercamiento a ese flujo, un acercamiento tangencial que nunca agota la esencia, (y por ello la labor del poeta es inacabable, y no hay poema que sea su propia conclusión), es precisamente porque hay una mínima distancia entre su dicción y la cosa que dice, un mínimo alejamiento (distanciación alienante) que permite tal dicción.

Lo que demuestra la actividad poética es la dificultad de apresar el flujo del devenir, y esa es la razón por la que la poesía como tal es inagotable. Por tanto, lo que es preciso criticar en este caso no es una forma de entender la ciencia, separándola de su metodología clásica o contemporánea y recluyendo su esencia en una especie de saber, por muy poco universal o fluctuante que quiera ser, pues todo saber en cuanto saber es ya reunión de aquello que ha de extrarse a la plenitud de la presencia.A lo que habría que renunciar es al concepto mismo de ciencia, al concepto mismo de saber; y ello con las consecuencias propias de tal renuncia. Pues quizás el engaño consista en elevar una crítica radical bajo la que poder introducir nuevas esencias, y de ese modo, superar sólo ilusoriamente ( es decir, intelectualmente), el verdadero abismo entre el ser y el pensamiento.

lunes, mayo 07, 2007

El precio de la gratuidad

Aguijoneados por el peso de la tradición, hundidos por el discurso que nos habla y de cuya acción sólo se salva una conciencia que se quiere pura ficción, quizás el único lugar en el que podamos descargarnos de esta alienación que ejerce de forma absoluta el control de lo que somos, sea el lugar del no-lugar, el sitio paradójico que, fuera de toda historia, fuera de toda determinación posible, se plantea gratuitamente, sin razón previa que lo sustente, como única concepción posible de la libertad.

En su relato sobre Erzsébet Báthory, en el que se describe la historia terrible de la “condesa sangrienta”, Alejandra Pizarnik concluye sentenciando: “Ella (Báthory), es una prueba más de que la libertad absoluta de la criatura humana es horrible”. Si no horrible, al menos la libertad absoluta demuestra su falta de arraigo a cualquier tipo de suelo, su vuelo sin límite que a menudo puede degenerar también en una violencia infinita, alentada quizás en un orgullo desmesurado (hybris), o en el extraño goce del masoquismo y la destrucción.

Sin embargo, lo que interesa aquí es esa concepción o definición de la libertad como lo que no se somete a un arraigo previo, como lo absoluto sin fundamento cuyo sentido reposa en su propia autoposición. En definitiva, entender esta libertad como un acto gratuito, que no por gratuito tiene que llevar, como en el caso anteriormente mencionado, a la violación de todo derecho humano o al libertinaje anárquico, sino que bien se puede entender como un espacio en el que seamos capaces de generar un sentido nuevo que no dependa de ningún tipo de causalidad.

Se puede pensar que esto es una ilusión, que no existe el no-lugar desde el que narrar la historia, desde el que asignar o constituir el sentido. Lo cierto es que tal gratuidad no está paradójicamente absuelta de un cierto absurdo, un absurdo positivo, que, como cualquier absurdo, va justo en contra de aquello que lo predetermina, como la rebeldía sin causa que se agota en sí misma, y justo este agotarse en el acto en sí es lo que lo define como libertad, como acto auténticamente independiente, dentro del texto o tejido de la historia continua e indefinida, que no permite un sentido independiente que no quepa a su vez en la medida de su determinación.

Pues el precio que todo acontecimiento paga por escapar a ese sentido es justamente su carácter de absurdo, de gratuidad; y sin embargo, es lo que éticamente se puede valorar como supremo, como garantía no dependiente de ninguna otra razón. Tal es el caso, más allá de la supuesta ilusión con que sucedan, de los actos de amor desinteresado al prójimo o de un dar absoluto al otro, que no es amor cristiano, pues según el concepto que quiero exponer de gratuidad, el acto del puro otorgar cristiano no puede nunca tener conciencia de su absurdidad, de su absoluto oponerse al devenir lógico de los acontecimientos. Que la acción tenga este carácter de absurdo no la revela inmediatamente como imposible. El acto de libertad total sólo puede lograrse reduciendo al mínimo su sentido, pues si se aferrara a él no sería libre, y por tanto no podría construir un sentido nuevo. Es este sentido nuevo que se produce una vez admitida la gratuidad del acto lo que hace que no se disperse en un mero sinsentido.

Que nuestra habla no puede, no debe agotarse en la recepción insensible de los discursos que hemos recibido, que debemos acceder a un no-lugar aunque sea precisamente bajo la negación de su racionalidad, y sin embargo, aún así, concebirlo como posible, es la única posibilidad, teniendo en cuenta el grado de conciencia histórica que hemos logrado a lo largo de los últimos siglos, de un cierto margen de libertad, que éticamente se podría concebir como esa gratuidad de donación cuyo precio es el momento (y no la totalidad) del absurdo.

Tal sentido es posible; diríamos incluso: una vez disuelto el mundo ideal, como dice Nietzsche, también hemos roto con el mundo aparente. La ficción es la condición aquí de la pura creación, una ficción que lejos ya de tener que parangonarse con un ideal rector, con una realidad según la cual tomaría su sentido más propio, puede construir nuevos mundos de sentido, superponiéndose a las determinaciones que muchas veces construimos nosotros mismos por el miedo contemporáneo a la pura ingenuidad.

domingo, mayo 06, 2007

Extracto del Libro del Insomnio

1.Todos nuestros sufrimientos provienen de esperar algo aún de la vida. Y su contrario, el que no espera nada (el desesperanzado), sería en verdad feliz, sino fuera porque la felicidad es un estado que cuesta en exceso mantener, así como la borrachera no es eterna, sino que tiene su noche de felicidad. El que conoce tal felicidad se convierte un dependiente de tal cosa, pero, de la misma manera que el alcohólico, cada vez sufre más para llegar a mantener durante más tiempo ese estado. Lo que falla aquí no es el hombre, sino el devenir, que modifica necesariamente lo que en el pasado (o hace unos minutos) era una gran felicidad en algo ya no susceptible de mantener, dado que la circunstancia nueva ha despojado de toda importancia a la que era condición de posibilidad de la felicidad.


2.La madrugada que nos levanta del sueño despierta también nuestras angustias. La noche es la hora de la honda confesión. El insomnio es juez de nuestras oscuridades. Y nadie hay de testigo, estamos solos, así se nos llama al tribunal de la verdad. Pues es en la soledad donde también nos mostramos puros, y donde no existe apelación posible, donde se hace justicia sin ninguna compasión.


3.Principio lírico: no se piensa cuando se escribe. No se siente. Se sueña. Y a veces se pierde uno entre los sueños.

4.La vanidad nos ciega, nos hunde, nos precipita. La opinión, esto es, el tener una idea certera sobre algo ( actitud que evitaron siempre los escépticos) nos coloca en un camino, nos convierte en andrajos teatrales o pantomimas. Tener una opinión es ya estar errado. Aunque también es vivir. Y en cierto modo vivir no es otra cosa que creer de veras en un sueño.

5. Lo que se vive en el sueño ( es decir, no el contenido, sino el pathos, la experiencia sentida), no es un sueño.


6.En un sueño he vuelto a verme consciente de ese mismo hecho pero sin poder dar razones para asegurarlo, es decir: de alguna manera mi conciencia avivó la angustia por el hecho de reconocer que quizás ese sueño en el que estaba inmerso no fuera la realidad. Para el que de pronto toma conciencia en el sueño, se le hace imposible reconocer la veracidad de su condición ontológica. Ahora aplíquese esto a lo que llamamos realidad o estado de vigilia.


7.¿Se equivoca el sueño cuando nos obliga a padecer cosas de las que no tenemos experiencia alguna? ¿cómo entonces puede figurarlas? ¿ es que se trata sólo de lo que imaginamos en la conciencia tal como debería ser eso imposible o inefable, de lo que no tenemos vivencia? Pero no coincide tal vivencia con la que el sueño nos transmite. Pero también: ¿cómo comprobar si el sueño está teniendo razón?


8.La realidad no entiende de contradicciones; el ser se solapa a los dos lados de los términos de una contradicción como una vaina que se rasgara por la mitad, sin dejar de ser ella misma; la realidad sigue manifestándose aún en la misma contradicción, y para llegar a ella hay que dejar de considerar la propia paradoja como paradoja, y verla como una máscara más de la propia realidad.

9.Lugares comunes de mis sueños: un templo situado en el fondo de un paisaje, al que se accede a través de unas ruinas; una puerta tras la que se encuentra un pequeño lago, en un pueblo siniestro; un ascensor que baja por canales estrechos hacia un laberinto bajo el subsuelo, que se extiende infinitamente hacia abajo, catapultado por millones de puertas, todo bajo la atmósfera de un olor nauseabundo. Este último paisaje es ciertamente atormentador, pero algo creo vislumbrar de su sentido. Ese olor cavernoso de las profundidades que nunca terminan, como si allí estuviera registrada la historia del Universo, como si fueran miles de archivos que siempre tienden hacia atrás sin límite, ocultando el sentido primero, el origen. La memoria cadavérica del mundo.

10.Nadie sabe por qué: pero nos agitamos en el lecho y sin hallar razón alguna, hemos de levantarnos. Ya no es posible dormir, y en medio de la oscuridad nos asaltan mil ideas terribles. Nunca has estado tan lúcido, y ahora conoces el peligro de la vigilia. El sueño es indoloro y suave, la vigilia es lucha ácida contra el abismo.

11.El hombre se pasa la vida o bien creyendo en un Dios que no existe o bien luchando contra la convicción de que Dios existe.

12.Entender la radical descomposición que es el hombre es comprender cada una de las partes de su naturaleza contradictoria.

13.Sujetos siempre a nuestra temporalidad y finitud, ¿cómo se produjo en nosotros la idea del Absoluto? Sólo tengo dos respuestas para esto: o bien el absoluto existe, o bien no existe y entonces nuestra tendencia hacia él ilumina la hipótesis de un desajuste natural en la raíz misma del hombre.

14.Y esta es mi única convicción filosófica; la idea de la falla originaria, la sospecha de que existe una naturaleza afín a todas las cosas, constituyente de todas las cosas, que se halla atravesada por un desfiladero insalvable, raíz de la comprensión y de la incomprensión, y el hombre es el espejo fiel de este rompecabezas fabricado sin solución.

15.La forma principal de la comprensión del hombre es muy singular y concreta: es la de la ficción que se da en la conciencia cuando ésta replica un mundo exterior a ella y en realidad falsea su verdadero aparecer. Creer que se salta cuando no se salta. La imitación del mundo por la conciencia es el pilar primero de toda falsa comprensión.

16.Los insomnes bien lo saben: no hay nada más terrorífico que la privación del sueño. El insomne preferiría sufrir las más terribles pesadillas de los sueños que no la aún más insoportable de la vigilia indestructible.

17.Andamos por la vida como semiciegos; el momento de mayor lucidez se asemeja a una débil ceguera o miopía.

18.Misión de la autoconciencia: hacer relevante la existencia indeterminada, la opacidad de la vida particular de cada uno. El yo ya sabe quién es con tal de que se sepa sólo un reflejo de su pregunta. Concebirse como el reflejo en el espejo del hombre que pregunta es el mayor conocimiento de uno mismo al que podemos aspirar.

19.Toda la letra del hombre es la lucha infinita contra el pavor de la nada que subyace bajo las palabras, bajo los actos, bajo la Historia misma. La escritura es el mecanismo neurótico que protege al hombre de su disolución en esa nada que es el fundamento de todo lo que existe.

20.Yo creo que es en el sueño cuando de verdad existimos. Por eso el insomne es un cadáver perfecto, y la luz de la vigilia la lámpara cenagosa donde se alimentan los ya cercanos a la muerte.

21.Lo molesto del filósofo es que no deje ya de ahondar sin límite en la pregunta. Este ahondar ya debería ser considerado un comportamiento dionisíaco. Lo molesto del poeta es que no deje de escribir versos, como si nunca pudiera alcanzar la perfección que guía su labor. Pura neurosis, diríamos, con todo nuestro respeto para los neuróticos.

22.Qué cerca del ensueño está el creyente en la razón. El delirio duerme en las sábanas del raciocinio.

23.Muchos mitos tenían mucho más sentido que la mayoría de las filosofías de nuestro siglo.

24.La lógica es aquella creación poética del hombre en la que éste se idealiza como plenamente racional, libre y con la conciencia clara de enfrentarse a un mundo cristalizado en el concepto. La poesía es aquella lógica del hombre en la que éste se olvida de la ciencia que es el suelo de su idealización como ente poético y ensoñador.

25.La cuestión no es que relación hay entre la locura y la razón, sino en qué se diferencian la razón y la locura.

26.Qué sospechoso es que Dios haya creado todas las cosas en mutua oposición: el hombre y la mujer, la tierra y el cielo, la noche y el día, la locura y la cordura. Qué sospechoso que si Dios es bueno haya decidido esta forma lógica para nuestro mundo, habida cuenta de que esa forma ya en sí misma es una falla insuperable en el seno del ser mismo, y en fin, la causa de la infelicidad y de la tragedia del hombre.

27.La falla originaria no se comprende no porque no seamos capaces de comprenderla, sino porque en su naturaleza reside como principio originario la incapacidad o la futilidad de toda comprensión. Entender entonces la comprensión como algo secundario, posterior a la incomprensión.

28.El juego del lenguaje más molesto es el juego de la metafísica, que lleva su por qué como un lastre de por vida.

jueves, mayo 03, 2007

La condición humana

La “contradicción fundamental” de Marx que según Hannah Arendt recorre toda la obra del filósofo alemán y que se condensa entre su definición del trabajo como necesidad eterna impuesta por la naturaleza (reino de la necesidad), y su deseo de que el hombre pueda emanciparse de tal necesidad, (reino de la libertad), puede ser entendida, en cierta manera, como un reflejo de la tensión dialéctica entre la actividad del espíritu y la pasividad del ser, entre la finitud y fragilidad del primero y la eternidad omniabarcante del segundo.

Este ser que no se deja decir, como lo absolutamente otro y de lo que brota el hombre como una planta ajena, es a su vez aquella solidez que nos atrae a su seno y que materializa la lucha necesaria entre el ser y el espíritu, entre la vida y el mundo del hombre, y más en general, entre el mundo y la conciencia, como momento irreducible de la tensión entre el sujeto y el objeto.

Este mundo humano producido en “la acción y el discurso”, como dice Arendt, está por tanto constantemente amenazado por el ser, en su forma dinámica del devenir y del olvido. La ciencia, en este caso, nos sirve de paradigma como aquella actividad perfecta que ejemplifica el comportamiento humano frente al ser. Lo que parece una regularidad científica no es la extracción del ser de sus rasgos ejemplares, algo así como la “definición” socrática, sino más bien la jaula en la que nos emplazamos frente a la nada que es el ser, resguardados de su violencia y su imposición, que en el hombre acaece en la forma de la pregunta. De este modo para Arendt, igual que para los griegos, el espacio público es aquello en lo cual una cosa comienza a tomar su existencia, mediante su comportamiento regular, mediante el lenguaje estructurado en el que se dispone del espacio regulado de la confrontación dialógica, frente a la existencia débil de lo privado o lo individual, aislado del “gran mundo” de las decisiones de la polis.

De manera que aquí se entiende la regularidad como comparecencia de lo ente; en la acción y el discurso comparece aquel ente que es el hombre en su manifestación más sublime, a saber, aquella que representa la presencia de su espíritu frente a sus iguales; en lugar del ideal de la Época Moderna, no se trataría, para Arendt, de la identidad de los miembros de una sociedad, sino de la igualdad a partir de la diferencia que somos cada uno. Esta comparecencia es similar al trabajo propio del científico en la medida en que se considera la presencia de lo entitativo como el criterio para diagnosticar el ser. El científico toma su muestra como aquel espacio que por virtud de la inteligencia resulta ser el espacio propiamente inteligible, y la sede misma de lo inteligible se convierte en la sede de aquello de lo cual se puede predicar que precisamente es.

Y sin embargo, esta actividad productiva humana, el “trabajo” de Arendt, no “inaugura” el mundo, sino que es permitida dentro ya de aquella madre que nos alberga, la vida en su cíclico no acabar que es una trascendencia para el hombre individual, pues siempre lo supera, aquella por la cual el animal laborans de Arendt siente especial predilección. Y es que la acción humana, el edificio de la producción del mundo humano no puede sino separarse paulatinamente del “arraigo a la tierra” que al tiempo que es condena del hombre es suelo propio suyo, lugar donde sellar su primigenia identidad. No otra cosa refleja esa actividad humana sino la lucha, el pulso de la temporalidad con la eternidad, y de ahí el “carácter frágil de los asuntos humanos”. Esta iniciativa del espíritu, que para Arendt es la condición precisa de la acción, tiene un paralelismo en la forma del espíritu más sublime, en la poesía y en el arte, en la lucha propia del poeta.

La escritura es el edificio que se levanta en el seno del ser con la intención de trascenderlo. Con la escritura comienza la existencia de un nuevo yo; el poeta que lucha contra esa plenitud que a un tiempo es la nada y el ser ( o el ser en cuanto nada, objeto, si acaso, pero nunca conciencia, como en Sartre), y que se opone a la actividad del hombre mediante la pasividad y el silencio, y deja, agotado por esa tarea titánica, de rebelarse contra la nada, perece en la batalla y pasa a pertenecer al ser mismo, “nada”, y entonces sobreviene la locura. Desde este ángulo, la locura no es sino ser vencido por esa absoluta opacidad del ser ( y tan cara a nosotros), que a un tiempo se demuestra rotunda en la solidez de su ininteligibilidad. De ahí que se pueda considerar la narración en general (como figura sobresaliente de la acción), en cuanto hilo débil de la razón que lucha por no ser fagocitada por el ser, pues todo aquello que pertenece al propio ser (la muerte, la nada, lo Otro), es inenarrable.

En la solidez de la nada, en la rotundidad del silencio, en la que el ser se nos muestra como otro mudo y sin habla, (y es este el caso del ser cuando se manifiesta a través de la vida enfrentada al espíritu y a la acción), la voz del hombre es sólo un eco en la montaña solitaria. Nuestro mundo perece de continuo; cada acción lleva en sí su muerte, pero la muerte continua del mundo es lo propio de la vida en su dimensión ontológica más propia. Y de ahí, nuestra “condición humana”: la lucha, la tensión en la forma de la acción y la poiesis que conforman el mundo de los hombres, un ruido de fondo sobre el silencio del ser inabarcable.