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lunes, mayo 16, 2016

Ceniza y utopía

Quien visita Tübingen puede muy bien recrear el escenario en el que debió vivir el famoso poeta a lo largo de treinta años. Allí- imaginamos- bajo la vieja torre, este anciano con gesto perdido deshoja una flor y continúa su paseo matinal. De vez en cuando se detiene, da la vuelta, niega con la cabeza, se vuelve a detener y prosigue su camino. Al cabo, vuelve a la torre, sube al último piso y, como un espectro, se queda quieto ante la ventana mientras observa detenidamente el fluir del río.

No es difícil imaginar cómo debió ser la vida de Hölderlin tras su reclusión en la torre de Tübingen. Es tentador pensar que el Rousseau de las Ensoñaciones hubiera elogiado este escenario como el propio de las almas sensibles y los espíritus sublimes; sabemos por sus amigos cómo transcurría la jornada del poeta: largos paseos, momentos de soledad, y muchas horas delante del viejo piano. Pero la otra cara de este paseante solitario era menos luminosa; una gran confusión mental abate a la tercera luminaria filosófica de Tübingen; devorado por el rayo de Apolo, el indigente espiritual rota ahora, como los restos de un asteroide en la órbita equivocada, en torno a un único planeta: el Hiperión que está siempre abierto sobre su escritorio. La resurrección de Grecia se ha cobrado una víctima singular, y, como en el caso de Nietzsche, tenemos de nuevo ante nosotros el cadáver mesiánico del Cristo-Dionisos. Ícaro ha vuelto a volar demasiado cerca del sol.

El 'caso' Hölderlin- como quien dice el caso Artaud, Nietzsche o tantos otros- nos recuerda siempre, como en una advertencia impresa en láminas de fuego, el peligro del pensamiento y la fragilidad de la carne que lo produce. Elevados en pedestales de gloria, fama y reconocimiento, muchos olvidan que la amenaza de la ruina es parte íntima de la misma potencia que da a luz las obras más bellas del arte y del pensamiento. Como la vejez y la muerte, la ruina mental es hija natural de este árbol del que quisiéramos seccionar solo lo que nos interesa. Pero también todo esto es un aviso a escala individual de un destino mayor, que nos incumbe a todos: la amenaza de la desaparición de la especie, la montaña de cenizas en que puede terminar nuestra civilización, el desgaste, la gratuidad y el absurdo de las miles y miles de víctimas de la historia que ya no podrán nunca más alzar su voz. La perspectiva de la reconciliación hegeliana enmudece ante los sacrificios bárbaros que exige nuestro propio devenir ; nada parece satisfacer a este Baal.

Parte de este sombrío destino es la manera en la que aceptamos progresivamente lo que en algún momento pasado de mayor lucidez nos hubiéramos negado a consentir. Y es que es bajo esta serie de concesiones progresivas como se va tejiendo el hilo de nuestra existencia real; el niño que no puede concebir la vida sin la presencia de su madre será el adulto que asistirá a su entierro; el joven que se niega a soportar las injusticias termina aceptando su ley de hierro, y es de este modo como permitimos que en el mundo exista el absurdo, el crimen, la ruina y finalmente la muerte. Pues nuestra propia muerte- algo impensable para el niño en el júbilo de su fuerza y potencia infinitas- es lo que acabaremos por aceptar como lógico e inevitable.

Mas precisamente gracias a este amargo conocimiento tiene sentido la existencia de la rebeldía, de la esperanza a contrapelo, de la persistencia de la utopía. En efecto, la ceniza y la utopía están íntimamente ligadas, como los extremos de una misma cuerda: solo por la gravedad de la ceniza y su conciencia adquiere la utopía sus derechos más firmes. Para negar y superar la ceniza, la utopía y sus potencias deben afirmarla en su existencia más nítida; no hay, como sabía Hegel, un camino hacia la síntesis -por imperfecta o imposible que ésta sea- que se pueda pensar al margen de la muerte. La utopía coloca en primer lugar el problema de la finitud, de los derechos de la inconsciencia, la ruina y la muerte, para luego enfrentarse a ellos y concebir estrategias con los que vulnerarlos. Es un recorrido tan trágico y terrible como necesario: sin su brújula, estamos perdidos y ahogados en el ensimismamiento del presente.


La utopía -en contra de lo que muchos dicen- no consiste en la postulación imaginaria y morbosa de un mundo feliz sin contradicciones, sino, en primer lugar y ante todo, en la problematización de una carencia, en la conciencia de una herida que hay que subsanar. Es a través de este nombramiento como la utopía desvela la naturaleza real de aquello que, debido a la persistencia en nuestra retina, hemos aceptado como natural e inevitable. Esa naturaleza es oscura y siniestra, y he ahí por qué tantos quieren desoír el nombre de la utopía. No porque les moleste escuchar los cuentos de un mundo feliz e imposible, sino porque el planteamiento de la utopía exige como condición el desvelamiento de la esencia real de nuestro mundo. Y he ahí el punto de máxima fricción y dolor: donde se encuentran ceniza y pensamiento. Es, sin embargo, la misma cima desde la que podemos ver el horizonte más allá de esta montaña de cenizas. Y por esa misma razón, el horizonte de su superación.