Quien
visita Tübingen puede muy bien recrear el escenario en el que debió
vivir el famoso poeta a lo largo de treinta años. Allí- imaginamos-
bajo la vieja torre, este anciano con gesto perdido deshoja una flor
y continúa su paseo matinal. De vez en cuando se detiene, da la
vuelta, niega con la cabeza, se vuelve a detener y prosigue su
camino. Al cabo, vuelve a la torre, sube al último piso y, como un
espectro, se queda quieto ante la ventana mientras observa
detenidamente el fluir del río.
No es
difícil imaginar cómo debió ser la vida de Hölderlin tras su
reclusión en la torre de Tübingen. Es tentador pensar que el
Rousseau de las Ensoñaciones hubiera elogiado este escenario
como el propio de las almas sensibles y los espíritus sublimes;
sabemos por sus amigos cómo transcurría la jornada del poeta:
largos paseos, momentos de soledad, y muchas horas delante del viejo
piano. Pero la otra cara de este paseante solitario era menos
luminosa; una gran confusión mental abate a la tercera luminaria
filosófica de Tübingen; devorado por el rayo de Apolo, el indigente
espiritual rota ahora, como los restos de un asteroide en la órbita
equivocada, en torno a un único planeta: el Hiperión que
está siempre abierto sobre su escritorio. La resurrección de Grecia
se ha cobrado una víctima singular, y, como en el caso de Nietzsche,
tenemos de nuevo ante nosotros el cadáver mesiánico del
Cristo-Dionisos. Ícaro ha vuelto a volar demasiado cerca del sol.
El
'caso' Hölderlin- como quien dice el caso Artaud, Nietzsche o tantos
otros- nos recuerda siempre, como en una advertencia impresa en
láminas de fuego, el peligro del pensamiento y la fragilidad de la
carne que lo produce. Elevados en pedestales de gloria, fama y
reconocimiento, muchos olvidan que la amenaza de la ruina es parte
íntima de la misma potencia que da a luz las obras más bellas del
arte y del pensamiento. Como la vejez y la muerte, la ruina mental es
hija natural de este árbol del que quisiéramos seccionar solo lo
que nos interesa. Pero también todo esto es un aviso a escala
individual de un destino mayor, que nos incumbe a todos: la amenaza
de la desaparición de la especie, la montaña de cenizas en que
puede terminar nuestra civilización, el desgaste, la gratuidad y el
absurdo de las miles y miles de víctimas de la historia que ya no
podrán nunca más alzar su voz. La perspectiva de la reconciliación
hegeliana enmudece ante los sacrificios bárbaros que exige nuestro
propio devenir ; nada parece satisfacer a este Baal.
Parte
de este sombrío destino es la manera en la que aceptamos
progresivamente lo que en algún momento pasado de mayor lucidez nos
hubiéramos negado a consentir. Y es que es bajo esta serie de
concesiones progresivas como se va tejiendo el hilo de nuestra
existencia real; el niño que no puede concebir la vida sin la
presencia de su madre será el adulto que asistirá a su entierro; el
joven que se niega a soportar las injusticias termina aceptando su
ley de hierro, y es de este modo como permitimos que en el mundo
exista el absurdo, el crimen, la ruina y finalmente la muerte. Pues
nuestra propia muerte- algo impensable para el niño en el júbilo de
su fuerza y potencia infinitas- es lo que acabaremos por aceptar como
lógico e inevitable.
Mas
precisamente gracias a este amargo conocimiento tiene sentido la
existencia de la rebeldía, de la esperanza a contrapelo, de la
persistencia de la utopía. En efecto, la ceniza y la utopía están
íntimamente ligadas, como los extremos de una misma cuerda: solo por
la gravedad de la ceniza y su conciencia adquiere la utopía sus
derechos más firmes. Para negar y superar la ceniza, la utopía y
sus potencias deben afirmarla en su existencia más nítida; no hay,
como sabía Hegel, un camino hacia la síntesis -por imperfecta o
imposible que ésta sea- que se pueda pensar al margen de la muerte.
La utopía coloca en primer lugar el problema de la finitud, de los
derechos de la inconsciencia, la ruina y la muerte, para luego
enfrentarse a ellos y concebir estrategias con los que vulnerarlos.
Es un recorrido tan trágico y terrible como necesario: sin su
brújula, estamos perdidos y ahogados en el ensimismamiento del presente.
La
utopía -en contra de lo que muchos dicen- no consiste en la
postulación imaginaria y morbosa de un mundo feliz sin
contradicciones, sino, en primer lugar y ante todo, en la
problematización de una carencia, en la conciencia de una herida que
hay que subsanar. Es a través de este nombramiento como la utopía
desvela la naturaleza real de aquello que, debido a la persistencia
en nuestra retina, hemos aceptado como natural e inevitable. Esa
naturaleza es oscura y siniestra, y he ahí por qué tantos quieren
desoír el nombre de la utopía. No porque les moleste escuchar los
cuentos de un mundo feliz e imposible, sino porque el planteamiento
de la utopía exige como condición el desvelamiento de la esencia
real de nuestro mundo. Y he ahí el punto de máxima fricción y
dolor: donde se encuentran ceniza y pensamiento. Es, sin embargo, la
misma cima desde la que podemos ver el horizonte más allá de esta
montaña de cenizas. Y por esa misma razón, el horizonte de su
superación.