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jueves, enero 25, 2007

Hybris y areté

El hombre es un ser de carencias. El fracaso principal de Sócrates, como sabemos, fue su incapacidad para definir la virtud sin caer en un círculo vicioso que identificaba tautológicamente lo bueno y lo virtuoso sin poder escapar de la cárcel de sus términos.

Por otro lado, todo el trabajo de su discípulo tuvo que acudir finalmente a un pedagogo universal que fuera la ley de todas las cosas. En Platón se termina la búsqueda de la virtud por méritos propios y se recurre dramáticamente a la Ley en cuanto designada por Dios; con ello se elimina la posibilidad de alcanzar la virtud por uno mismo. La experiencia del griego en Sicilia le llevó a desconfiar de la naturaleza bondadosa del hombre. La ingenuidad helénica comenzaba a dar paso a una nueva etapa de desencantamiento que alcanzó su punto máximo en la decadencia del espíritu helenístico.

En nuestro tiempo, la experiencia de la Ilustración ha sellado definitivamente el problema. El último hálito de esperanza para el hombre acabó pudriéndose en las estercoleras del siglo XX. Hemos desesperado del hombre, como manda la tradición: ahora nos buscamos en una fragmentación que se acerca más al movimiento de nuestra vida, que nos define con mayor exactitud.

La Historia se burló con ironía de los viejos griegos conservadores. La areté griega se convirtió a partir de la primera conquista de Alejandro en una loca carrera hacia la esencia de la brutalidad; la vida de Alejandro y su sentido quedan lejos de nuestra comprensión, pues escapan a todas las descripciones. En él se condensa el sentido de la virtud griega que bebió de su maestro Aristóteles y la capacidad de utilizar esa virtud con una perversión sin límites. Ni Dionisio de Siracusa había llegado tan lejos. En Alejandro la genialidad será inseparable de la brutalidad.

“La terribilidad forma parte de la grandeza”, dice Nietzsche en uno de sus fragmentos póstumos. Y también la carencia, la debilidad. El hombre prudente no llega a algo así como una madurez que le haga emanciparse de su infancia intelectual. El sueño de Kant no era más que un sueño; la prudencia es un ideal que presupone al superhombre, cuando ni siquiera, como decía Kraus, hemos llegado a ser hombres.

La virtud no contempla que el hombre, a su vez, ha de comunicarse de algún modo con los que carecen de tal excelencia. En el mundo griego esto se hallaba solucionado por el recurso a la violencia legal o bien a la esclavitud. Los grandes idealistas y pensadores helénicos fueron grandes dictadores. El concepto de democracia actual, la demagogia aristotélica, es propia de las masas sin virtud; ahora bien, ello no supone exactamente una condena de estas masas, sino más bien una observación acerca de lo que lleva implícita la “excelencia superior”.

En efecto, nada hay más peligroso que acercarse a la divinidad. Más exactamente: nada hay tan peligroso si poseemos un espíritu democrático, ilustrado. Yo, desde luego, no lo poseo, y nada me impide observar que toda virtud superior conlleva asimismo carencias, cargas superiores. El hombre superior no tiene ley, pues él es la ley, dice Aristóteles. Sólo el cristianismo comenzará a sospechar una inmoralidad en esta forma de pensar.

Si el hombre es un ser de carencias, jamás logrará la virtud por sí mismo. Ello le lleva a necesitar del amo, a necesitar de una guía más fuerte que él. La segunda carencia se logra alcanzando precisamente la virtud: es la ausencia de límites, la soberbia del erudito, la valentía ilimitada del guerrero. La carencia se dobla otra vez y aparece de nuevo; si el hombre de la masa necesita del virtuoso, el virtuoso necesita a su vez un límite que lo emplace y lo contenga.

El hombre que ha llegado al poder es como una tormenta desatada en medio del mar. Las carencias fundamentales humanas se revelan con especial precisión en él, pues su enorme soberbia no es sino la frustración de no ser como Dios. Por eso Nietzsche dice “si existiese Dios, ¿cómo podría soportar no serlo?” La carencia del virtuoso le condena a que la excelencia superior se pierda justo en el mismo instante en que se suponía haberla logrado.

De este trágico modo, el hombre se hallará siempre fluctuando entre los peligros de la sabiduría y la ignorancia, el poder y la sumisión. Toda decisión conllevará la carencia de algún tipo, el exceso de algún término. El humillado se alaba al humillarse, el virtuoso se pervierte con el uso de su fuerza. El hombre, en definitiva, se muestra como una peonza sin control, un astro sin órbita, un espacio sin centro. Es su peculiar naturaleza y su talento, y por supuesto, su carencia fundamental.

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