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martes, abril 27, 2010

Rimbaud vs Alekhine

¿Qué tienen en común un poeta visionario y maldito, antirromántico en su rechazo del yo y romántico en su capacidad creativa, exiliado de la poesía y fundador de la misma en la época moderna, con Alekhine, uno de los grandes maestros del ajedrez de todos los tiempos? Más allá de su afición común por la ebriedad, ambos se ocupan del enriquecimiento de lo real mismo, en dos de sus infinitas modalidades: la poesía y el ajedrez. ¿Y qué puede tener en común este juego, cartesiano en su esencia, excesivo en su ebriedad lógica, con la discontinuidad intelectual de la poesía, que fuerza a la mente a renunciar a sus consortes lógicas? Ambos se alimentan de la misma fuerza, esa fuerza que logra que estas dos actividades sean dos de las grandes maravillas del espíritu humano, dos de sus grandes posibilidades. Ambas trabajan desde categorías metafísicas, desde la comprensión de la actualidad-entendida como este poema concreto, esta jugada específica- como deducción de un todo absoluto inabarcable, que representa- si esta palabra tiene aquí sentido- la categoría metafísica de la posibilidad: posibilidad como todo dado antes del acto, posibilidad positiva desde la cual Ernst Bloch ha levantado su gran himno a las posibilidades del hombre en su Principio Esperanza. La poesía, como el ajedrez, se situan pues en esa mediación entre lo infinito y lo finito, lo posible y lo actual, que representan, en un caso, el escenario del lenguaje, y en otro, el del tablero de ajedrez.

La introducción de lo infinito en lo finito: lo finito en cuanto infinito, tema que agradaría a Hegel: en la partida de ajedrez el deslizar concreto de las piezas adquiere tal profusión de ideas y de realizaciones múltiples, que del ajedrez mismo se ha podido construir toda una ciencia, no menos compleja que la metafísica misma. Esta manifestación finita de lo infinito reproduce no el “infinito malo” hegeliano, sino lo que él consideraba la realización misma del Espíritu, en una perfección progresiva a medida que se conoce y se profundiza en el contenido del juego. Así la poesía realiza un “buen infinito”, no un mero sucederse de palabras, sino devenir históricamente controlado del progreso del verbo, en el tablero del lenguaje, confirmando que no son posibles dos poemas idénticos, a la vez que, ajeno a esa misma historia de la que nunca del todo se puede desligar, se afirma en su infinitud temática a pesar de Adorno y de Auschwitz.

El ajedrecista y el poeta tienen un idéntico problema: la jugada que aparece en los análisis posteriores de los especialistas de ajedrez con un signo de admiración- o dos- (¡), ¿No implica un paralelismo con lo que llamamos el acierto de la rima, que tras una dura tarea da con la palabra exacta, del mismo modo que, en el análisis sobrio y paciente de la partida, se da con una combinación que no puede permitirse errores de cálculo? Está aquí toda la esencia de la estética, de lo bello que no es sino la capacidad del hombre por forjarse en posibilidades cada vez más altas- si desde el discurso antropológico hablamos- o de decir el Ser en su riqueza progresivamente superior- si hablamos, como Rilke o Heidegger, desde la ontología-. La jugada que hace historia se convierte en materia de ciencia y pasa a depositarse como peldaño y hallazgo de lo humano, o como manifestación nueva del encuentro del hombre con el ser. La jugada o la combinación exitosa pasa a formar parte del aprendizaje del ajedrecista, y la rima famosa se convierte en proverbio de la gente culta: “Yo es otro”, en Rimbaud, coloca sobre lo real el mismo valor que e4 Nc6, el “hallazgo” de Nimzowitsch, para el ajedrez.

La paradoja de un absoluto realizado en lo finito, que era para Mircea Eliade el distintivo de toda religión, se produce sobre el tablero y sobre el marco del lenguaje. Allí, como burla incandescente contra el rigor de Descartes, se ensayan las variedades de la imaginación más esquizofrénicas que pueda realizar el ser humano. Allí, como en el instrumento de música, finito y temporal, cuyas cuerdas se pudren con el paso del tiempo y cuya muerte se avecina desde su construcción inicial, se reproducen todos los movimientos del universo, en fantasías que no permiten traducción. El aporte y enriquecimiento de lo real en Rimbaud, Alekhine o Beethoven, ponen sobre el ser la evidencia de una posibilidad siempre más rica en las realizaciones “finitas” del absoluto. En ello coinciden todos sus posibles virtuosismos. Pero El barco ebrio, Moonlight o la escuela hipermoderna en ajedrez, son ininteligibles entre sí. Sólo la pasividad total, la escucha de sus lenguajes, la entrada, en definitiva, del espíritu en su goce estético, puede comprender estas melodías dispares y embriagarse con ellas. Y allí ciertamente, como dice Rimbaud, yo sólo se puede comprender, finalmente,  como "otro".







jueves, abril 22, 2010

Velo vs Crucifijo

También el filósofo ha de bajar de la montaña y de vez en cuando intervenir en los asuntos del pueblo. Por eso hoy vamos a hablar del muy discutido debate en torno al velo islámico, que está causando cierto furor entre la población, a causa del reciente caso de la niña de Pozuelo de Alarcón que ha deseado colocarse esta prenda para ir a clase. En primer lugar, nuestra opinión es la de un ciudadano cualquiera, no la de un experto. Aunque este caso se presta precisamente al análisis de uno o más expertos, pues lo primero que se puede destacar de él es su complejidad. Así por tanto, como ciudadanos y no expertos, sólo podemos optar por la “vía negativa” que tanto agradecemos a la Escolástica. Si no podemos formar una opinión decisiva en este asunto a causa del poco espacio y de la necesidad de información más precisa, sí podemos rebatir, al menos en cuanto a lo que la opinión común ha demostrado en los comentarios vertidos de diversos diarios, las tendencias que en torno a este tema no comprendemos o no vemos legitimadas. Dos falacias aparecen de pronto en la mente del observador, y son las que siguen

1) La falacia de la “sumisión”. Se ha podido leer en algunos sitios que el velo representa un acto de sumisión ante el hombre, lo cual en medio de una cultura laica y abierta no debería permitirse. En el asunto que nos ocupa, tal argumento es una falacia evidente, pues no se trata aquí de las convicciones particulares del sujeto en cuestión, sino de si la ley constitucional que ampara tales convicciones choca y de qué forma lo hace con la regla particular del centro de no permitir prendas sobre la cabeza.

2) La falacia de la “gorra”. Afirma que, de igual modo que no se permiten en el centro prendas sobre la cabeza, el velo, en cuanto que tal prenda, no debe ser permitido. Esta falacia se basa en el subsumir bajo la misma categoría objetos con significados distintos.

Pues en la medida en que el llevar una gorra sobre la cabeza no está relacionado con la ley constitucional que ampara el derecho a la libre expresión de las convicciones particulares, el velo sí lo hace, y esto es una evidencia de que no se trata de lo mismo. En efecto, el velo es expresión de una creencia religiosa (en este caso, de una cultura que se define en términos de religión), mientras que la gorra no lo es. Podría afirmarse, llevando ya el argumento a su límite, que también la gorra es un elemento, símbolo o expresión de una forma de vida determinada. Pero en este caso la diferencia es que en el asunto del velo se trata de un sentido de cultura “fuerte”, (esto es, bien determinada en sus hábitos, creencias, modos de enfrentarse a lo real y de organizarse socialmente), frente al caso de la gorra, que debe pertenecer al concepto de una cultura en sentido más bien “débil”. Aquí no se trata de discernir si una cultura “fuerte” es superior a otra “débil”- en virtud, podría decirse, de su mayor complejidad y contenido para enriquecer lo real-, sino que se quiere poner de manifiesto la diferencia, la alteridad, bajo la cual podemos afirmar que no nos enfrentamos a la misma categoría de objetos.

El asunto principal en torno a este tema es de origen legislativo: lo que tiene que establecer- en este caso el experto en leyes, no el ciudadano- es la relación entre la regla particular del centro y la ley constitucional, y determinar cuál debe prevalecer. Sólo entonces se otorgará el veredicto adecuado. Por otra parte, hay otro problema, uno de tipo subyacente. Si el debate que ha generado este asunto se ha declarado en términos de crítica en su mayor parte, es porque quizás lo que aquí se juega es la oposición, más o menos agudizada, más o menos directa, entre una forma de vida y otra, es decir, entre un sistema cultural y otro. Aquí no se está diciendo que existe tal oposición, sino que se actúa como si realmente existiese

Ahora bien, es evidente que bajo la idea de laicidad y de “modernidad”, no se destruyen los menos fervorosos sentimientos nacionalistas y de arraigo. En otro momento consideraremos el mito del desarraigo, pero este mito, podemos decirlo de una vez, nos engaña al creer que de nuestro cosmopolitismo posmoderno, nihilista y sin raíces se deriva una completa falta de identidad del sujeto, identidad que sólo puede resaltarse al contacto con el otro. Y cuando ese otro aparece, es entonces que se evidencia nuestra identidad, cuando nuestra identidad aparece como algo determinado y distinto a lo otro, que nos sobreviene desde el exterior. Lo que entonces tiene que plantearse la democracia es que el otro, en su vertiente menos democrática, ha de ser sin duda cobijado y respaldado por ella misma, pues ella misma se funda en la idea de la tolerancia y la acogida de todo pensamiento. 

Este es el riesgo que ha de correr y es su responsabilidad. De nuevo, no estamos afirmado que exista ese riesgo. Pero si en el futuro la democracia tuviera que albergar ideas incompatibles con su esencia, no obstante ella debería hacerlo, bien que no se presenten bajo la violencia de las armas y de la amenaza de ataque inmediato. Mientras tanto, la democracia ha de cobijar, como se ha dicho, tales ideas y formas de cultura. Tampoco afirmamos que la democracia sea el mejor sistema, simplemente, es nuestro sistema. El verdadero conflicto surge allí donde hemos de defender un nuestro que realmente no aceptamos- que, incluso, no podemos aceptar-.Pero ese ya es otro asunto.





sábado, abril 10, 2010

Del intelectual al friki

Es una novedad relativa, ciertamente ya conocida por todos si es que se puede decir que no vociferada a lo ancho y a lo largo de nuestro mundo. Pero ya se puede gritar abiertamente: “Ha muerto el intelectual, ha nacido el friki”. Espantosa sustitución que convierte en legítimos los derechos de los mal llamados nostálgicos. La figura del friki, independiente de la del intelectual, ha acabado por subsumir el estereotipo del segundo en el del primero, con terribles consecuencias para aquel. Pues como tal el friki  puede ostentar su independencia y su particularidad con todo derecho. Mas el problema surge cuando el intelectual mismo es considerado como friki, cuando de él se esperan las mismas cosas que podemos esperar de aquel.

El intelectual de hoy no quiere ser reconocido por su estereotipo. Ya no fuma en pipa, no lee periódicos, no juega al ajedrez. El intelectual rechaza este papel y se abisma en su singularidad, desestimando incluso su propio nombre. Aquí no hay problema excepto para nostálgicos. El problema se presenta cuando la misma palabra intelectual representa una grosería para el que pretende acometer tal función, y entonces este intelectual renegado rechaza todo interés y toda virtud particular bajo el pecado- este sí moderno- del orgullo.

El ascenso del igualitarismo-social, económico, intelectual- ha sido uno de los causantes de este mal menor, a saber, que el precio de que todos los hombres pudieran acceder a la cultura general y proveerse de aquellos medios que satisficiesen sus necesidades era precisamente una igualdad en la cultura, igualdad que se ha acelerado con la llegada de la información e Internet. Pero también podríamos recordar las críticas de Adorno y pensar en la otra cara de esta amable globalización, que no representa sólo el triunfo de los principios del liberalismo democrático-fundamentalmente egoísta y sin interés en algo así como el “género humano”- sino que implica la consideración del sujeto como un elemento más del sistema, reducido al cálculo global de la estadística, en la que su singularidad y diferencia quedan abortadas en el anonimato del sistema.

Si en los totalitarismos el delito moral era ser inferior –racial, culturalmente- en el democratismo actual el delito moral  es aspirar a ser algo más que la media impuesta por la homogenización global. Pero la diferencia es que, frente a la explícita ética de ciertos totalitarismos- el comunista, por ejemplo- o la moral siniestramente nihilista del nazismo, en el democratismo lo que se da es una inhibición de tal moralidad; es decir, se niega que exista tal moral, luego de que con el fin de poder subsumir en su totalidad todas las diferencias se requiere un programa débil  enfilado a alcanzar la máxima expansión mundial. Esta es la verdadera cara siniestra del nihilismo, que plantea como obligación moral implícita lo que explícitamente aparece en cuanto voluntad del hombre liberado- de la religión, de las ideologías, etc-. ¿Cómo exigir el nombre de intelectual al pensador consciente que se solidarice con semejantes principios?

Las consecuencias inmediatas, en nuestra convivencia cotidiana, del triunfo de semejante maquinaria moral nihilista y tramposa son evidentes: la inconsciencia del intelectual, el rechazo del intelectual de su propia identidad y la huida a elementos más aceptados por la sociedad, la lucidez y la profundidad existencial comprendidas como neuroticismo y aislamiento, etc. Todo ello converge en la nueva imagen que tenemos hoy del intelectual: neurótico, aislado, siempre abstraído en cuestiones cuando menos repulsivas, embrollado en asuntos extraños, con una sexualidad dudosa y con habilidades sociales nulas.

Esa es la imagen del existencialista, del filósofo, del poeta ebrio en las cafeterías. Es decir, nada distinto del friki. Nada distinto, como consecuencia, de su causa fundamental: la expansión de la ideología liberal a nivel global, que implica que el conocimiento real se repliegue sobre sí mismo para recluirse en la soledad de los grupos aislados, de los sujetos solitarios, de aquellos que sólo pueden ser comprendidos por sí mismos. ¿No es esta descripción la que define esos excéntricos actuales que llamamos frikis?

martes, abril 06, 2010

La muerte del verbo

¿Cuál es el futuro de la palabra? Desde la Carta de Lord Chandos de Hoffmansthal hasta el Tractatus de Wittgenstein, el aspecto sagrado de la palabra está envuelto en un halo de peligro, en el que esta misma palabra se juega su aniquilación. Pero no sólo la palabra. En general, es el aspecto de lo sagrado mismo lo que no encuentra su lugar en un mundo secularizado. La idea ingenua de Mircea Eliade sobre la continuidad de lo sagrado en nuestro mundo es un último intento de recuperar una noción perdida. Y con la muerte de lo sagrado, también debe sucederse la muerte de la palabra.

¿Ha muerto realmente lo sagrado? Mircea Eliade detecta modos de sacralizar la vida humana contemporánea en muchas de las actitudes de sus hombres y sus costumbres. Pero esto es sólo una ilusión. Lo sagrado, arrancado por la fuerza de la ciencia y sus aplicaciones prácticas, puede ser quizá redimensionado en esos mismos poderes convertidos en los nuevos procedimientos mágicos de una edad desdivinizada. Pero rápidamente esto se oscurece al constatar que estas sacralizaciones internas a lo secular tienen su propia dimensión, que nunca podría adquirir el sentido primigenio de lo sagrado. La igualdad de funciones y sus vínculos sociales no identifican un modo de poder con otro. Esta redimensión actual de lo sagrado no puede rehabilitar el sentido perdido y primigenio. Puede tener funciones similares, mas no puede reintegrar todo el sentido de su esencia. Su sustitución misma- aún fuera por su propia identidad, su reflejo- lo confirma.

Lo que no implica que no existan intentos semejantes en esa dirección. La práctica filosófica nos demuestra que en la facticidad empírica de lo histórico no existe nunca una línea coherente que acumule tras de sí el resto de los fenómenos de su propio devenir. Habitualmente coexisten múltiples líneas de fuerza que registran una asincronía temporal tal que es preciso hablar de diversidad y pluralidad. Lo que no significa que las fuerzas ajenas a las líneas principales tengan su lugar. Y de esto es precisamente de lo que aquí queremos hablar. Pues el lugar es también el sentido; sin lugar no hay realización coherente. El objeto ha de encontrar ese lugar a toda costa, aún cuando ello signifique la pérdida de un gran sentido. Pero la palabra actual, réplica quizás de la fuerza originaria de lo sagrado, se encuentra perdida en su saturación. La palabra no tiene lugar.

Las consecuencias de la redimensionalidad actual de lo sagrado se vieron pronto: lo sagrado en el mundo contemporáneo no pudo ocupar el lugar que lo sagrado primigenio exigía. Su función sagrada fue, pues, una simple metáfora y quizás un grito de dolor ante la ausencia del sagrado original. ¿Sucederá lo mismo con la palabra? La palabra poética, esencia misma de la palabra, no tiene hoy lugar. La saturación de la palabra ha devenido una impotencia de la palabra, en un mundo en el que cada vez importa menos la función inicial de esa palabra. ¿Serían los grandes poetas conscientes de esa desvalorización? Recordamos al viejo Hölderlin, preso de su locura, tocando un piano roto, degradando a propósito una palabra que, tras alcanzar su cima, debía ser consecuente y descenderla a trompicones. O Celan, desestructurador de la lengua alemana, quien satura las posibilidades de la palabra a fin de que la palabra misma se agote.

En un mundo en el que predomina la imagen, la palabra deja de cumplir su función. En un mundo analfabeto ante lo sacro, la palabra ha de morir. Mientras en los países desarrollados de Europa, en el siglo XVII, el sistema feudal como teoría y estructura de lo social había perecido, gran parte del mundo campesino aún permanecía a oscuras de los grandes progresos de la civilización. Quizás la palabra sea ese viejo espíritu campesino, que en la hora de los avances tecnológicos sin límite sigue persiguiendo su arado, manifestación contemporánea de un último suspiro perdido para siempre en el tiempo. Este campesino, ahogado en el mutismo ante un mundo incomprensible, ya no sabe apenas arar su tierra. Este campesino, que camina lentamente hacia el silencio, es el poeta.