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domingo, mayo 30, 2010

En ningún lugar y por doquier


Toda la historia de la filosofía bascula en torno a dos concepciones fundamentales acerca del hombre: una, que lo pone como algo derivado de otro del que depende profundamente, otra que confía en su propia salvación y autonomía. Pero ambas plantean siempre al hombre como sujeto, sea un sujeto emancipado como el sujeto ilustrado, o un sujeto caído en la noche del ser, como en el misticismo o el naturalismo. Siempre el hombre: he ahí la desgracia del misántropo, que por esencia ha de ser un negador de la esencia de la filosofía, un antifilósofo.

Aturdidos por el discurso de nosotros mismos; pero un nosotros mismos que hemos despreciado después de habernos desentrañado; en nosotros, coincide el conocimiento con el rechazo del conocimiento, el desvelamiento con el desprecio por el objeto desvelado. Nada hay más vergonzoso que la destrucción de la intimidad. La desnudez es siempre fea y aborrecible. Lo que se encontró el hombre al abrir su propio cajón era primero una luz brillante que indicaba un futuro prometedor, pero más tarde, ese destello derivó a una pureza casi destructiva: la ausencia de barreras nos desveló un mundo tan detallado, tan conocido, que no dejó nada sobre su superficie. El conocimiento de uno mismo, valorado por un Sócrates que desde la torre de vigía de la Antigüedad observaba las neblinas de la individualidad, se revelaría asco y desprecio, vergüenza propia y humillación, ante lo que reservaba el enigma preferido de la filosofía.

Sigmund Freud nos dio la llave definitiva para acabar con la eterna confianza en el enigma del buen corazón humano: lo que el Espíritu de Hegel confiaba al ser genérico de Marx no era el paraíso utópico y la grandeza feuerbachiana del ser humano, infinito como Dios y perfecto en su imaginación, sino un amasijo incomprensible de traumas y circunloquios psicológicos,  todo un laberinto de maldades y egoísmos que convertían los grandes ideales ilustrados en palabras vacías. El conocimiento se traslucía en un nuevo modo de enfrentarse a la vida, que, lejos del pretendido pero aún insuficiente conocimiento de un Hegel acerca de la esencia del hombre, imponía un desencantamiento general y un rechazo absoluto de las pretensiones ilustradas. No, es preciso vivir a la luz del día, pero una luz del día que no es la de Ortega, “la luz clara de la conciencia en el mediodía”, sino la fría constatación de un Horkheimer en el abismo siempre insuficiente de la finitud, frente a la incomprensible tara que informa el corazón de sustancia infinita y justicia sin límite.

He aquí el giro del naturalismo en nuestro siglo, que toma conciencia de nuevo del otro ser del que los ilustrados abjuraron: la naturaleza cobra una nueva significación en el siglo que comienza, y no cesan aún las críticas contra la imagen hipostatizada del hombre. El hombre, ya muerto como ser genérico, despedazado como representante de una clase social alienada, decide destituirse y desaparecer de un mapa filosófico problemático en el que siempre ha estado presente. Pues sobre él gira toda ausencia y toda presencia, el cielo y el infierno. El hombre, como Dios, aparece como protagonista lo quiera él o no lo quiera; en última instancia, siempre debe él decidir y de él es la batuta; la acción no significa nada para las plantas y los animales. Si el hombre no fuera consciente de este hecho, probablemente decretaría oficialmente su extinción inmediata. No tiene sentido el mundo si el hombre no puede actuar. Y como de cualquier manera ha de actuar, su libertad se convierte en determinismo, su acción en imposición.

Mas pese a todo no podemos liquidar esas otras instancias, en las que la esencia del hombre, nefasta, inexistente, crepuscular o simplemente excéntrica, sigue perforando todos los lenguajes, todos los idiomas. Nos repugna el discurso sobre el hombre como nos repugna nuestro cuerpo: no queremos experimentar la soledad, y nuestro cuerpo es el mejor representante de ella. Desnudos, nos sabemos más que nunca limitados a su extensión y partícipes de una carnalidad insustituible. La desnudez nos recuerda nuestra finitud y nos aleja momentáneamente del señuelo que pone el corazón. Adán mismo no pudo soportar esta desnudez y fue corriendo a taparse en cuanto tuvo conciencia de su estado. Esta es la verdad que no puede resistir el hombre. Y cuando todo el mundo conocido, todo el conocimiento, todo el ser, está repleto por doquier de la acción del hombre, cuando no queda resto desconocido o enigma por resolver- que es la esperanza misma del conocimiento, su objeto siempre sin resolver- entonces él mismo vuelve la cabeza a lo que dejó atrás, para olvidar lo conocido. Entonces mira con anhelo y nostalgia el caos informe de la naturaleza, el abismo místico, la inconsciencia, como único lugar para olvidar su verdadera condición. Que es la soledad.

lunes, mayo 10, 2010

El medio frágil



Fragilidad,  término que evoca una premisa sin la cual no podemos enfrentar la comprensión de nuestro mundo actual; fragilidad del ser, pero también del devenir, del modo en que debemos inscribirnos en el mundo en cuanto sujetos de un mundo, pero también objetos mismos de ese mundo. E incluso fragilidad de nuestro mundo técnico, fragilidad del horizonte sobre el que el hombre ha construido su futuro; en tantos ámbitos, pues, es imposible prescindir de este término.

La fragilidad fue primero, como siempre que se trata de cualquier atributo humano, referida a Dios: del Dios apoteósico judaico al Cristo yaciente, débil y desprotegido, al cristianismo decadente del Nietzsche “noble y fuerte”: el ser en cuanto decadencia de sí mismo, en cuanto disminución de la fuerza y en cuanto testimonio jurídico de la muerte de lo absoluto. Lo que muere aquí, en la filosofía, es el Dios como fundamento del ser, pero también todo lo que se asocia anteriormente a la fuerza y a la determinación: los atributos absolutos son asimismo destronados, para dar paso a esa subversión que cobra fuerza, pero que proviene en realidad de lo débil y de lo marginado: tal es el movimiento contra la Ilustración, movimiento en el que Nietzsche mismo se sitúa como una punta de doble filo, pues en cuanto ilustrado Nietzsche no desprecia la fuerza, sino la debilidad; aunque su condición vital enfermiza y marginal estuviese enfrentada a su teoría: el que ahora reclama la legitimidad del mundo-el poder, en definitiva-, no viene del enfermo Pascal, que todavía era un creyente, sino del nuevo débil, el que afirma su debilidad y su marginación; es decir, no del que habla en nombre del trasmundo, y que en su enfermedad aparece como fuerte, sino el verdaderamente débil, que tras su afirmación explícita de debilidad pretende, mediante el simple derecho, alcanzar de forma astuta la posesión de la fuerza.

La fragilidad del ser se asocia con la fuerza del devenir mismo extendido a lo largo de su propio cuerpo inmanente. Se nos exige la fe en esta fuerza, y se otorga el poderío que era propiedad de Dios a la masa amorfa de lo finito, a la pluralidad de la experiencia, a la afirmación del devenir. Incapaces de encontrar un espacio, un cajón donde guardar la inmensa experiencia alucinante de lo absoluto, agotando todos los huecos y todas las trascendencias ocupables, hemos aterrizado en la realidad más clara y más difícil de afrontar: la que afirma el devenir sin más, la nada de la muerte que nos espera y la finitud del ser humano. Ahora estamos en el discurso del escudero de Bergman en El séptimo sello: no hay nada que preguntar a la muerte, y la bruja que arde en el madero no teme a causa de la carga semántica que ya observa en el tránsito hacia el más allá, sino a causa misma de la nada, como se encarga de señalar el propio escudero: “Teme al abismo de la nada”.

Lo que se propone, por tanto, desde el “discurso de la fragilidad”, está ya en la lengua del escudero de Bergman. Un intento del que salió muy escaldado Nietzsche, pero que, diríamos, nuestro tiempo nos obliga a encarar sin tanto temor. Pero, ¿de veras es tan fácil realizar esta tarea? ¿O no sucumbiremos a los temores metafísicos del caballero? No es fácil la asunción de la finitud en la medida en que ella representa esa fragilidad. Lo decisivo es evitar a Nietzsche: no es posible traspasar la solidez del fundamento metafísico- inaccesible, fantasmal- a la fluidez de un devenir finito: si hemos de hacernos responsables de esa finitud, que sea sin la fe en la fortaleza de la misma. Pues tal cosa sería un sucedáneo más de la actitud metafísica, que pone en otro algo una fuerza que no existe.

El devenir es frágil y finito y el escándalo de la razón es que a pesar de ello hemos de confiar en él: todo se absorbe en esta fragilidad y en ella sobrevivimos. Una supervivencia que no deja de tener sus comparaciones odiosas y paradójicas en la vida real: el enfermo terminal dura en ocasiones más tiempo que el sano, el idiota ve más cosas y acierta con mayor puntería que el sabio o el inteligente. Nuestra razón está abocada a una eterna contradicción: la que reside entre la experiencia y la expectativa, la que se cobija entre el deseo de certeza y de fundamento y el objeto real de esa certeza y fundamento: un ojo eterno enfrentado a un devenir frágil y finito, una inteligencia infinita cuyo objeto es materia inanimada. La única tarea- inabarcable, en cuanto dura toda nuestra vida, y en cuanto ni en mil vidas podría realizarse- es sólo ésta: aprender a vivir sin solidez en medio del fluido vital. Aprender a moverse en la fragilidad misma.

lunes, mayo 03, 2010

Bajo el fuego de lo trascendente

Nuestro mundo está conformado en torno a acontecimientos singulares, islas instantáneas en medio del gran océano del tiempo que dan, aparentemente, un sentido a la temporalidad: hablamos del acontecimiento singular, cuya esencia no es aportar sin más un sentido positivo a la historia, sino hacer circular la temporalidad misma en torno a la dirección que aquel ha querido proyectar sobre el vacío infinito del tiempo.

Acontecimiento singular que rompe y destruye el sentido inmanente de lo temporal. Acontecimiento singular que tampoco se da nunca como algo empírico, mundano e inmediato- esto solo es la forma externa en la que se presenta lo temporal mismo- sino que pertenece, por naturaleza, a lo intemporal, a lo eterno, a lo trascendente. De hecho, tal acontecimiento destruye lo inmediato mismo, la cadena del tiempo, y por tanto, si puede otorgar identidad al devenir, también puede sustraerla. Así, podría considerarse que la venida de Cristo al mundo no tiene sentido si queda desprovista de la resurrección de su persona. Lo que significativamente quiere indicar la resurrección se condensa en la negación del sentido de lo histórico después de Cristo mismo, si Cristo no cierra el paréntesis trascendente que ha introducido en la historia profana. El acontecimiento significativo mismo, pues, puede tanto introducir como sustraer el sentido: todo depende de su capacidad para ordenar lo mundano y temporal en torno a su centro. Cuando esta capacidad fracasa, el hombre experimenta el vacío y el sinsentido.

Así pues, podríamos decir que la exigencia del discípulo de Cristo en torno a la supuesta resurrección de su maestro es justa. Pablo tenía razón cuando decía que la fe del cristianismo sería una ilusión sin la resurrección del Cristo. El acontecimiento singular no puede irse sin más después de perturbar el equilibrio mundano y temporal. La irrupción de lo trascendente en el mundo sólo puede servir para enlazar ya desde siempre este mundo al sentido superior que lo ha perturbado, a costa de destruir para siempre la confianza y la fe en el mundo mismo. Los reproches al cristianismo oficial que desde Feuerbach y Kierkegaard preparan la crisis mundial del cristianismo- y de la civilización asociada sus bases- provienen de esta carencia de lo trascendente para iluminar la contingencia temporal. Pero, en otro sentido, hemos recibido la gran contrapartida de la teología salvífica cristiana en ese otro acontecimiento singular sobre el que ahora gravita todo nuestro pensamiento: Auschwitz. Acontecimiento esta vez negativo, reverso real del mensaje de Cristo, que si proclamaba la salvación y la creencia en el amor, ahora se disuelve en la maldición y la apuesta por el odio. Auschwitz reduce de hecho la propuesta cristiana a cenizas en el mismo sentido en que disolvió millones de cuerpos humanos en ceniza: su poder simbólico y significativo pone punto y final, pues, a todo un mundo basado en la noción de esperanza cristiana y salvación del hombre en la redención de un Cristo futuro. Si Dios ha terminado con Auschwitz, es porque Auschwitz mismo ha roto el mundo de Dios, para establecer el suyo. Las sospechas de ateísmo se convierten en certezas, y, en un sentido muy particular, el ateísmo contemporáneo tiene que dar las gracias a Auschwitz: pues fue el mejor teólogo, el mejor pensador de la muerte de Dios, más allá de Nietzsche.

Lo que arrastra consigo todo acontecimiento fundador es una esperanza, la esperanza que perturba el equilibrio temporal profano y mundano en la ilusión, siempre contradictoria, de lograr en el futuro un mundo que unifique la trascendencia inmaculada de lo divino con la inmanencia mundana e imperfecta. Cuando esa esperanza no puede cumplirse, el acontecimiento fundador cae en crisis. Pero, a su vez, el acontecimiento en sí arrastra todo el sentido y fuerza inmanentes a la temporalidad para hacerlos suyos: la época del cristianismo no termina en el siglo I, sino que comienza allí una vez muerto el Cristo. El acontecimiento singular destruye, por tanto, toda la ganancia de la misma temporalidad aún cuando en sí mismo – o precisamente por ello- obtenga su legitimidad de categorías fantasmales e ilusorias. Toda la fuerza del mensaje cristiano tiene- se ve obligada a- que radicar en la epoché con la que Cristo mismo desliga un mundo anterior e inicia uno nuevo. Su temporalidad carnal es etérea, su espacio, un espacio fuera del espacio. Como en Sacrificio de Tarkovski, el tiempo del milagro y de lo sacro destruyen toda temporalidad y sumergen al sujeto en el aura virgen de un mundo trascendente. Después del acontecimiento, lo que sucede después no tiene importancia: el sucederse temporal de los millones de individuos que fabrican, en su anonimato ontológico, el futuro de un nuevo acontecimiento que devore literalmente unos cuantos siglos más. Tal es la naturaleza del acontecimiento. Mas lo sacro- no hay que olvidarlo- no es únicamente positivo. Lo trascendente no es sólo la imagen virginal del niño Cristo en la cuna. También- por desgracia- lo es el campo de concentración, elevado ya a la categoría de intemporal. Y bajo su sombra corren nuestros instantes temporales irrelevantes, en un presente que espera la esperanza del futuro, sea salvadora o mensajera de aniquilación.