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jueves, diciembre 30, 2010

El trance hipnótico de la verdad.

Desde los albores de la civilización el hombre occidental ha intuido una forma directa de acercarse a la verdad que prescinde de las vías convencionales del razonamiento mortal. Platón hablaba de un último estado del conocimiento en el que era posible suprimir o saltar las estrategias argumentativas para alcanzar la contemplación directa del Bien. Si bien desde Kant comienza una tradición de rechazo, duda o cuestionamiento de semejante capacidad cognoscitiva, en el mismo Kant queda aún un resquicio de aquellos elementos platónicos que son patria dudosa de la razón, delegada ya a otras labores en vistas de que lo propiamente cognoscitivo era materia propia del entendimiento.

Mas este rechazo encontró luego otras modos de hacer presente lo que el discurso había relegado, y esta presencia tomó en ocasiones una fuerza violenta que en el discurso hubiera quedado controlada. Surge así la explosión de la locura, como oposición lúcida ante una razón enfriada y analítica, excesivamente mesurada, de la que tenemos noticia tanto en los personajes dostoievskianos, siempre al límite, en esa región donde la fiebre se confunde con la lucidez y viceversa, o en las migrañas de Nietzsche, desde las que un dios que desprecia el discurso del logos se le ofrece y le da la capacidad para “partir la historia de la humanidad en dos pedazos”. Expulsado del reino del entendimiento, los fantasmas kantianos de la razón, que conocen verdaderamente la última naturaleza de las cosas, retornan envueltos en la fiebre, la niebla, en la región oscura que siempre teme el entendimiento, mas también respeta por superior y revelado.

La energía no suprimida de lo aórgico retorna pues, con mayor fuerza, pero con dudosa legitimidad, en ese estado espiritual que Max Weber llama desencantamiento del mundo moderno. En esa situación de nivelamiento espiritual y resignada parsimonia, se mueven los personajes de Ordet, el film de Dreyer basado en la obra de teatro de Kaj Munk, estudioso de Kierkegaard. Johannes, el loco místico que pronuncia extrañas palabras de desgracia y salvación, consigue, mediante el contraste, describir el desapasionamiento de unos cristianos que ya han dejado hace tiempo de serlo. Mas si desde hace tiempo se viene fraguando, en el espíritu de Occidente, ese rechazo de lo suprasensitivo en el discurso, el retorno de lo divino es asimismo puesto en duda y sometido al conocimiento clínico- representado en el film por el espíritu cientifista del médico-. Así, la noesis deviene enfermedad, la razón demencia, la experiencia de lo nouménico desvarío – desviación, en sentido estrictamente geométrico- de la pasión desencantada. Pues la pasión desencantada misma no puede concebir un estado del espíritu superior, tal que proceda a incluir en este mundo sin dioses un dios que no podría ser sino producto del delirio. Tan firme es esta certeza en la desdivinización definitiva de la existencia moderna.

Mas la fe cristiana, cuyo objeto más íntimo- al menos en la tradición protestante- finaliza su recorrido allí donde también lo hace el dios kantiano – y por ende, los objetos del conocimiento respectivos a él- no permite semejante desencantamiento. La esquizofrenia- en rigor, partimiento o disyunción- del cristiano moderno viene a ser, pues, la distancia entre el objeto verdadero de su fe, y el descreimiento de un entendimiento que sabe incalcanzable la región metafísica del alma. Tal esquizofrenia, que puede evitar el científico ateo, no se cura en el cristiano moderno, que ha de vivir su dilema entre dos mundos, el de la fe y el milagro y el del conocimiento científico desapasionado, que imbuye por doquier su mundo. En ese instante Johannes hace la función del hombre que trata de destruir semejante locura-¡también mediante una supuesta locura! Johannes quiere sacar de esta vida escindida al cristiano y conquistarlo para la causa auténtica del cristianismo. Johannes- como Kierkegaard- nos dice que no es posible un cristiano que piense con el cerebro y ame con el corazón. Pues es preciso conocer con el corazón, es preciso escuchar la voz que desde el monte Moriah lanza un Dios inextricable y oscuro. Este demonio- nos viene a decir Johannes- no hay que olvidar que otro de los sobrenombres de Kierkegaard es Johannes de Silentio- no es algo con lo que haya que mediar, sino precisamente la esencia misma de la fe, el sentido mismo del cristianismo, y, por ende, de la existencia humana.

Mas el hombre desencantado no quiere- no puede- participar en esto. Su razón le dice que no es posible el milagro, su corazón dice “sí” a algo que su cerebro ha de decir “no”. La fe se convierte, pues, en un residuo, en la expectoración de un sentimiento desarraigado de su razón fundamental, una concepción típica en el romanticismo y que culmina en la Einfühlung de Schleiermacher. Pero la verdadera paradoja es que la fe en el extravío- en la locura de Johannes, pero también en todos los mensajes que nos vienen desde la esfera de lo sublime, el terror, la oscuridad, y en definitiva, Dios- es la única forma de romper el círculo de tensión inhumana que afecta al cristiano desencantado, al cristiano moderno. Por eso Johannes representa literalmente la salvación, pues en él se expresa la definitiva coherencia de un alma que no está enfrentada a su entendimiento, sino que incluye en él la experiencia de lo sublime. Ni siquiera Kierkegaard se veía liberado de esta fatal escisión. Su teología se resuelve en una apelación a lo sublime a expensas de la razón.

Pero si Kierkegaard no hubiese sufrido la experiencia de la secularización, no se habría obligado tampoco a sublimar el contenido “religioso”- por hablar con sus palabras- en expensas del entendimiento. Entonces hubiera adquirido el conocimiento de los antiguos, donde Logos y Theos confluían en una armoniosa solución. El rescate que Kierkegaard quiere hacer del cristiano moderno es un rescate desesperado. Lo nouménico, lo sagrado, ya no puede revestir en nuestro mundo la experiencia de una contemplación serena y sabia. Y el precio que tiene que pagar el hombre moderno es la pérdida absoluta de la fe. Pero al mismo tiempo, con esa pérdida, el hombre renuncia para siempre a la adquisición de lo verdadero. El hombre moderno ve en Johannes al extraviado, al místico, al loco, y no ve allí la verdad. Reconocerlo supondría un salto demasiado peligroso para él. Por eso ha preferido la calma de la mentira y de la finitud, antes que el trance hipnótico -mas doloroso y abismal- donde se revela la Verdad.

martes, noviembre 30, 2010

Fragmento del proyecto Swank (novela).


La civilización moderna nos privó del goce de expirar despacio. El arte de expirar despacio se ha perdido. Aquellos melancólicos crepúsculos en los que el viejo enciende su última pipa, antes de dar el abrazo definitivo a su mujer, no podrán ser repetidos en nuestras contemporáneas pantallas de plasma, frías y funcionales. Todo esto tiene que ver con la maldad aviónica de la que hablaba antes, pues también esta maldad nos priva de lo mismo, del arte de la expiración, de la inteligencia en comprender desde un horizonte especial todos los días de nuestra vida. Eso que Kierkegaard llamaba instante, que es la recapitulación de lo eterno en el último vórtice del tiempo, ha quedado ya para siempre oculto para nuestras futuras generaciones- todo por culpa de la filosofía aviónica y su civilización correspondiente-.

Tampoco es lo mismo la locura. La locura de un Van Gogh es una locura de tranquilidad y pipa; la del poeta contemporáneo es la de la píldora y el cigarrillo. No me gusta ese frenético impulso que anima las palabras de los modernos, pareciera que se hallan en constante agitación. Como si las alas aviónicas no solo surcaran los cielos, sino también los labios de los poetas, cada día asistimos a una desfiguración del verbo a manos de la velocidad. Veo pájaros ahogados en un cigarrillo- decía un poeta amigo mío- y es que los poetas no son sino pájaros ahogados en el humo veloz del cigarrillo. Algo propio del malestar, desde luego, que incita siempre a desviar la atención al instante futuro, al instante aún no decidido. Se ve ahora que mi labor mesiánica no es solo un asunto de ética, sino de percepción y conceptualización del tiempo, o, si se quiere, de aprehensión- que dirían los filósofos- de un tiempo nuevo.

Porque yo utilizo el instante previo al malestar como interrogación radical sobre lo que ya damos siempre por supuesto. No es una labor nueva, de hecho, es la tarea principal de los filósofos. Solo que los filósofos se quedan en palabras. Yo doto a la mente humana contemporánea de una convicción, de un contenido, de un mensaje específico, de aquella metafísica o cosmovisión propia de los filósofos antiguos en la que cada elemento del universo tenía su sentido, origen y definición. Esta mente humana contemporánea, esa pizarra sin contenido que simplemente flota en el éter del devenir, toma de pronto un rumbo, una misión, una palabra, y se hace a sí misma luz en medio de una bruma y oscuridad total. La filosofía aviónica, que pretende acumular y consumir tiempo, queda pues sustituida por mi propia filosofía, que es la de aprehender el mismo tiempo, la de quedarse en el tiempo y construir con él algo de utilidad.

Consumición es aniquilación. El avión no hace otra cosa al extender sus alas y aniquilar el espacio celestial. Lo aniquila con la violación del tiempo, pero también con la violación del espacio e incluso del sonido, y, esto no hay que olvidarlo, con el rapto temporal del pasajero. ¿Pero de veras es temporal? ¡Oh, no, he aquí lo grave! Desde el instante en el que el pasajero se introduce en el avión, sus manos quedan presas, sus pies no le sirven de nada, solamente su voz, para poder gritar en caso de catástrofe, tiene alguna libertad. Esto es un rapto de la acción humana, que sin disposición de sus extremidades nada es, y no solo un rapto temporal, pues este rapto se convierte en eterno cuando ocurre la catástrofe. Allí quedaron prensados los restos de lo humano posible, en mitad de un amasijo de hierros procedentes del infierno, en el vientre demoníaco de un ave artificial.

¿Qué recupero, yo, con mi filosofía? Precisamente la libertad, que no renuncia siquiera temporalmente a sus extremidades- y menos aún cuando esa temporalidad está sujeta a la siempre viva posibilidad de convertirse en algo definitivo, en un rapto absoluto- y una libertad que no es sino la capacidad de poseer algo más que mera información: me refiero a dogmas, pensamientos, acciones, ideas...La libertad no consiste pues en elegir, sino en poder desarrollarse espiritualmente, fin para lo cual el medio ideológico es el mejor. No, la idea no es el fin, la idea es el medio, el medio, en fin, para la libertad. Frente al Rapto Absoluto mi filosofía propone la Libertad Absoluta. Frente a la Aniquilación Temporal, el Goce de la Temporalidad en el instante de lo Eterno.

***

Molton y su nueva iglesia pelícana. Estas fueron las primeras palabras que me vinieron a la mente tras recostarme unos diez minutos sobre mi sofá. Tenía muy claro cuales eran las claves de este dilema: Quien fuera capaz de demostrar primero la ausencia de fundamento de las cosas, ganaría la batalla. Quien pudiera poner sobre la mesa las cartas del malestar-oh, palabra esencial de nuestro tiempo- ganaría. Era muy sencillo, y Molton había comprendido todos mis trucos de magia: se pone en claro la ausencia de un sentido que se supone dado, y a partir de ahí cualquier cosa puede ser puesta en cuestión. Porque en efecto no hay sentido dado, y eso es lo que el mago ilumina sobre el espectador, a fin de que una vez se vislumbre esta terrible verdad metafísica, también las demás verdades, como piezas de dominó, caigan haciendo mucho ruido sobre la mesa.

Me ducho, me visto. De nuevo ese olor, ese profundo olor cavernario sobre mis hombros, logra que mi alma caiga de su campanario hasta los pies. Medito. ¿Debería reconciliarme con este olor? Es evidente que si lograra dominarlo, podría incluso venderlo más tarde. Al menos esa era la lógica. En cualquier caso, siempre existía la posibilidad de recurrir al maravilloso aroma de Elisa, este sí, magnífico sin lugar a dudas. Pero comprendía que del “magnífico sin lugar a dudas” al “olor cavernario” de mi propio olor, mediaba un abismo. Quizás debido a ese abismo no serviría únicamente empaparme de licor eliseano, pues mi propio olor era ciertamente tan nauseabundo como intenso, y desde su exhuberancia indiscreta parecía retar a todo posible aroma a una lucha extenuante. No, no me podía caer, ahora no. Instintivamente fui a ver a Elisa. Su fragancia era tan hermosa que me quedé un rato a su lado; los gusanos ciertamente habían desaparecido de allí. Pero esto no es todo; tras observar un cierto picor en mi espalda, descubrí allí lo que parecían ser huevas de gusano. ¿Así que de esto se trataba? ¿Habían mudado esos monstruos a mi propio cuerpo? Oh no, no, nada de esto era bueno, me sentí víctima e inocente, pequeña diana agujereada por todo tipo de temores y de vidas ajenas...me duché de nuevo, en actitud desesperada, cuando pareció que aquel olor me había dado un respiro. Pero cuando miré hacia la habitación, no estaba Elisa.

Corrí por toda la casa y finalmente la encontré en el vestíbulo; ¿Qué demonios hacía allí? Algo me afectó...Una sombra, una especie de sombra penetraba por una pequeña ventana que yo utilizaba en otro tiempo para observar el sexo de la vecina. Esa sombra, desplegada hasta mis narices, llevaba consigo una extraña fragancia...el malestar. Oh, sí, todo esto era perfectamente absurdo, mucho más absurdo que la falta de sentido que insufla el mundo. Esta verdad, a la cual no solo no había prestado oído nunca, sino que era para mí perfectamente ajena, vestía su propio olor, su propia esencia, algo así como una mezcla de trufas, nueces y excremento animal. ¿Debía reconciliarme? ¡Reconciliarme! ¡Qué perfecta estupidez! No, aquí había algo más grave, resultaba de hecho que yo había sido más papista que el Papa, y que, pretendiendo hacer de juez lógico al desvelar la falta de consistencia de este mundo, había de hecho puesto pies en la locura más enervante y desquiciada, la locura de la lógica absolutamente pura.

Bien, verdad temible, a la que sin embargo un instinto aún más temible, procedente de mis vísceras, no iba a dar crédito. No porque no estuviese de acuerdo, faltaría más, sino porque en ocasiones las leyes más inflexibles y férreas no ceden al débil tribunal de las palabras, sino que ellas mismas crean la ley. Esta ley, indiscutible, convierte en vana toda palabra y todo tribunal. No hay juez para el juez, solo culpables e inocentes. Con ello también se desprendía un poco de esa agresividad con perfume propio que traía esta verdad. Lo interesante era, sin embargo, que había acontecido un cambio fundamental en mi propio ser: en efecto, ahora era capaz de adivinar el olor de una verdad. La verdad, que se me presentó esta vez en forma de sombra, tenía su peculiar olor. Mas ahora yo estaba en medio de un enigma. Yo había captado perfectamente el olor de Elisa, pero...¿Qué verdad se me anunciaba en este olor? Este secreto, esta clase de pregunta, era la que ahora podía definir perfectamente como el Enigma Elisa. Debía interpretar ese olor, mas no podía. Peor aún, también debía interpretar mi propio olor, puesto que en él, era claro, se debía apreciar alguna verdad subyacente. Pero más tarde me daría cuenta de que este misterio solo me sería revelado hacia el final.

lunes, noviembre 08, 2010

La tentación de la fusión

Desde los albores de nuestra existencia, penetramos en el famoso mundo simbólico. El estatuto ontológico de este mundo debe quedar, empero, fuera de los límites de nuestra dicción posible. Lo que se quiere decir con ello es que lejos de someter la existencia de este mundo a una región óntica determinada, debemos comprenderlo más bien como el límite o la condición limítrofe que permite nuestro habla. A partir de la llegada a este mundo, podemos olvidarnos de un auténtico contacto con la Cosa. Y con la ausencia de este contacto, la presencia de la Locura, la Locura que se encuentra bajo el discurso como condición del mismo.

No hay término más vago que el de Locura. Sin embargo, esta indeterminación tiene solo sentido en cuanto apelación del término ausente de contexto. En realidad, nada con más determinaciones que la Locura. Si la Locura no es algo determinado, no obstante toma cuerpo en las más variadas representaciones. La Locura, respecto de nuestro mundo discursivo entendido como un todo, es entonces lo que garantiza la ausencia de la Cosa. Mas aquí la Locura no se contenta con mantenerse alejada de la Cosa: la quiere dotar de existencia real, quiere retornar a su contacto. No otra cosa es la apelación al Eros desde la filosofía de Platón. Pero esta apelación cobra formas muy diversas. Una de ellas, la que quisiéramos denominar la obra de arte más monstruosa de la Locura, se da precisamente en la concepción del dios neoplatónico.

La antigua creencia en que el alma podría confundirse con la cosa que ella representa es el fundamento de las filosofías de la fusión. La fusión también es posible en el sistema plotiniano, gracias a una escalera de movimientos que llevaría del alma a dios. Esta es la obra maestra de la Locura. El antiguo olvido de la Cosa pretende lograrse en esta existencia simbólica; la fusión sin embargo comparte otros extravíos. La diferencia y la singularidad, que son las principales víctimas de la fusión, como nos recuerda el viejo Kolakowski, sirven de antídoto a las propuestas totalitarias. Pero nuestra sensibilidad a lo singular es moderna, es actual. Si hay algo de salud en nuestro comportamiento moderno, debe provenir de esta sensibilidad. Ella es la que nos permite también comprender la Locura. La Locura ya está en el concepto mismo de Dios- no es preciso remitirse al dios neoplatónico-. Dios, en cuanto unión posible, trascendental en sentido metafísico y también kantiano, en cuanto engranaje común de todas las existencias singulares, es ya una Locura para nuestra sensibilidad contemporánea. En la idea de Dios hay el germen de un pensamiento Loco: mas es una locura posterior, creada por la misma locura. Pues la Locura se introduce con la escisión de la palabra, pero se supera a sí misma en el retorno imposible a la unidad perdida.

¿Es posible, sin embargo, rescatar a Platón en ayuda de la diferencia? La oposición entre episteme y pistis, entre mundo sensible y mundo inteligible, nos acercaría más a la comprensión de nuestro ser, tal y como hoy la mantenemos, es decir, en una dualidad indestructible que permite el “manejo de las contingencias”- para hablar como los de Frankfurt- que las metafísicas de la fusión a las que Bloch no duda en llamar “fascistas”. ¿Por qué entonces ese odio visceral contra Platón? 

El primer aprendizaje dentro de la Locura debe ser el de tomar conciencia de la imposibilidad de salir de su discurso. En esta Locura nos vemos obligados a manejarnos en la distancia- por no decir incomunicación, como Celan demostró- con la Cosa. Esta distancia, que deja el poso de una antigua unidad no demostrada- pero tan posible como impensable- nos tienta, sin embargo, a recorrer su trecho. Mas al fondo del ser desvelado no hay tal ser; puesto que el fondo ha desaparecido bajo la tiranía de la palabra. La Locura es entonces seguir la huella de ese ser, en lugar de hacernos – cada vez con más intensidad- cargo de la Dualidad Insuperable que constituye nuestro ser simbólico, dualidad que es condición inextirpable de nuestra responsabilidad en cuanto conciencias contingentes. Para ello Platón quizás sea de utilidad.

sábado, octubre 30, 2010

Apolo contra Dionisos

Ya solo un dios puede salvarnos”. Son palabras de Heidegger en una entrevista en Der Spiegel. Una de las dos actitudes que se han ejercido ante ese obsesivo tema que oscurece nuestro Occidente cristiano, el “nihilismo”...la otra es la de Ernst Bloch: el principio esperanza. Mas si Bloch quiere fundamentar la esperanza mediante la categoría metafísica de posibilidad, no deja de ser una esperanza utópica, irracional, la fe del creyente analfabeto en la esquina de la iglesia. La misma fe que los de Frankfurt. La esperanza no puede mover nada, la esperanza nunca puede ser sinónimo de fuerza. Ante la amenaza del nihilismo, las actitudes básicas han sido estas: la de la esperanza metafísico- teológica, o la de la asunción de la muerte, la desesperanzadora rúbrica de Adorno sobre Auschwitz.

La asunción de la muerte es también tesis del llamado postmodernismo en su versión de “pensamiento débil”: la muerte, como la enfermedad terminal, aniquila el organismo, lo reduce a su mínimo. La expresión bruta del silencio, la expresión de la muerte, manifestada abiertamente en Auschwitz, aniquila todo verbo, toda voz. El pensamiento débil solo puede tener su sentido bajo extensión del concepto de muerte: muerte de los grandes relatos, muerte del hombre, y, por supuesto, muerte real- las cámaras de gas como simbolismo de la desaparición de lo humano mismo-. Después de Auschwitz nuestra voz disminuye, se hace mínima, ante lo que el postmodernismo de raigambre nietzscheana no protesta, sino que celebra. Se trata de la celebración de los sin habla, de la apoteosis orgiástica que se regocija en su analfabetismo existencial. Una fiesta erigida sobre los escombros del hombre, ante la cual toda coherencia se disipa: a riesgo de caer en una metafísica de la nostalgia romántica, el postmoderno celebra los despojos del hombre y se cubre con ellos. La flaqueza de la voz no es lamentable, la flaqueza de la voz es motivo de celebración.

Se trata de una necesaria, pero burda, reacción ante la muerte. Algo que no puede dejar de ser paradójico, porque no existe reacción coherente ante la muerte. Mientras el postmoderno alaba en esta fiesta catártica los despojos del hombre, el romántico se refugia en la Cábala y en una mística del dios ausente. Reafirma su muerte, no quiere hacer de ello una fiesta, pero tampoco dejará de recalcarlo: ante la muerte solo se puede hacer una cosa: retornar a los dioses o constatar su desgracia. Horkheimer prefiere la primera opción, Adorno la segunda. Ambas conjuran con la metafísica del silencio, ambas retornan a la flaqueza de la voz.

Mas la voz es manifestación, faino, poner en evidencia. Poner en evidencia es también acercar lo real a la conciencia, a la constatación- pues conciencia no es sino constatación-, y la evidencia se pone ante un público, ante una presencia. Sin voz fuerte, clara, indeleble, no puede haber manifestación. Y cuando lo real se oculta, comienza la verdadera muerte. La fiesta dionisíaca, sin embargo, sigue su juerga en la nocturnidad. El dios ausente -hölderliniano, heideggeriano- es un dios que no soporta la muerte. Mas el zombie postmoderno bebe de ella y de ella se vanagloria. La voz en la flaqueza es el fenómeno apagado, lo real abandonado a la oscuridad. Cuando predomina el secreto sobre la voz, entonces la muerte incluso se puede silenciar.

Nada más terrible. No solo que la muerte se haya dado, que la muerte sea algo irreversible. La noticia de tal muerte alivia su terror. Nada que alivie más que la voz, que la presencia, que la aparición ante lo público. Allí donde se da lo público, la palabra toma fuerza y el dolor la pierde. Mas el secreto perpetúa la traición de la muerte al ocultarla. La fiesta dionisíaca viste de vida lo que en realidad es muerte y excremento. Justamente en imitación de su Padre Nietzsche, quien vistió de fuerza y vigor lo que era proceso hacia la putrefacción espiritual, así los postmodernos celebran la falsa vida en las hogueras de la muerte silenciada.

No hay muerte que se pueda enfrentar sino evidenciándola y enfrentándola. Mas enfrentar la muerte es hablar de ella, no ocultarla bajo la celebración desesperada que se anega en sus cenizas. El postmoderno habla de la muerte en pasado, nunca en futuro: toda muerte es para él algo dado, él resurge ante la muerte-pero solo en la flaqueza de la voz, en la debilidad que se hace testigo de su donación-. Su falsa superación de la muerte hace que ya hable de la vida aún sin haber dado noticia verdadera de ella, celebrando su verdadera destrucción en la fiesta nocturna de Dionisos. No se puede hablar de la muerte, ella ya ha pasado-mas ella sigue aquí, está apenas en su inicio-. Y la lucha contra la muerte solo puede conseguirse mediante su exposición pública. La exposición pública quizás no cure las heridas de la muerte, pero nos pondrá en alerta ante aquella muerte que se calla y se oculta en la noche orgiástica. Por lo tanto, nada más necesario en nuestros días que luchar contra la flaqueza de la voz. Una voz que no por consciente se inclina hacia la desesperanza del silencio. Y mucho menos lo celebra, junto a aquellos que en la noche festiva e inconsciente toman el cuchillo y aprovechan el silencio para cometer sus crímenes. Es la hora de Apolo, no la hora de Dionisos.


lunes, octubre 18, 2010

2012 o el privilegio concedido.

Muchas son las tesis que señalan el año 2012 como el año del fin del mundo. Todas o casi todas circulan exclusivamente por internet. Frente a las que barajan un cataclismo cósmico, se encuentran las que cifran su esperanza destructiva en códigos o calendarios milenarios, junto con otras que interpretan alegóricamente ese fin como un cambio trascendental en la conciencia que el hombre tiene de sí mismo. 2012 ya aparece de hecho en Wikipedia, lo cual es un factor importante a la hora de comprender el impacto que esta noticia puede llegar a tener. Independientemente de esto, es interesante preguntar a la filosofía qué tiene que decir de todo ello, puesto que aquella no suele eliminar la legitimidad de toda pregunta, con independencia de si se trata de una cuestión descabellada, irracional o simplemente estúpida. No, la filosofía escucha todo, y responde.

El cataclismo cósmico ha hecho desde siempre las delicias de los profetas más fanáticos o de los hombres con imaginación morbosa. El Apocalipsis de San Juan es quizás el mejor ejemplo de cómo la humanidad desde antaño ha dejado seducirse por el fin total de todo lo humano. Lo que la imaginación religiosa ha interpretado como acontecimiento físico, ha sido sin embargo entendido, desde una perspectiva histórico-hermenéutica, como la alegoría de una mentalidad acabada o el fin de un ciclo humano ya agotado. Sin embargo, desde la experiencia del siglo XX, vuelven a imponerse las interpretaciones literales. La era atómica ha traído un nuevo monstruo a un escenario en constante riesgo de aniquilación. La posible aniquilación de todo lo humano es ya preparada anticipatoriamente por la experiencia inenarrable de Auschwitz. Si bien San Juan pudo pensar en un cielo negro y en espadas cayendo literalmente de los cielos sobre las cabezas de los hombres, no disponía de un instrumento para destruir físicamente el mundo. Tal cosa era impensable. Hoy, sin embargo, es más que probable.

Pero los filósofos ya habían hablado, mucho antes de que Einstein nos trajera su maléfico regalo. Nietzsche declara en los albores del siglo XX, la muerte de Dios. Foucault, en su pleno apogeo, la muerte del hombre. ¿Qué significa todo esto? Solo puede significar una cosa: la muerte alegórica escenifica y da paso a la muerte física, material. Mas no hay que dejarse engañar: una cosa no prepara la otra, como si la primera fuera acaso menos importante que su cristalización consecuente: una cosa es de hecho el residuo de la otra, la consecuencia acaso secundaria de una muerte significativa y fundamental. La muerte del fundamento no liquida de una vez la vida espectral del fenómeno, mas su ausencia desvaloriza la vida carnal de lo fenoménico y la conserva como un cuerpo marchito que camina hacia la muerte. Lo que Nietzsche diagnostica y que Foucault ejecuta, es la declaración de la muerte de todo fundamento, de toda esencia en lo humano. En efecto, el hombre muere simbólicamente o no muere.

Pero la muerte cósmica del hombre plantea unos problemas que nos acercan más a la idea oriental de la conciencia enfrentada a una nada ausente de significado. La total aniquilación es metafísicamente también el atributo más cercano a la esencia de Dios, desde los orientales hasta Eckhart. Uno de los atributos de la perfección, dice Kafka, influido por sus lecturas hasídicas, es el mutismo. El pensamiento de una total destrucción cósmica de la humanidad representaría una donación absoluta de sentido para un hombre siempre inscrito en una metafísica de la finitud y de la incompletud de sentido. El sueño de Dilthey-ver la totalidad de la existencia, más allá de la historia, más allá de sus sentidos parcialmente constituidos- sería satisfecho en un acontecimiento ante el que no sería más sensato llorar que reír, estremecerse que alegrarse. La venida del meteorito destructivo es la venida del Mesías, o el Mesías carece de sentido.

La idea de un fin próximo del mundo por cataclismo cósmico no solo desafía la noción imposible de la venida del Mesías- que cuenta con su aplazamiento indefinido fuera del tiempo de la Historia a fin de proteger su sentido- sino que representaría un privilegio para unos afectados que estarían presentes ante algo que se encuentra más allá de toda semántica pensable: el privilegio de ver el acontecimiento más grande de la historia de la humanidad, incluso de la historia del Ser mismo-pues el vacío de significado que dejaría el fin cósmico de la humanidad sería tan grande como su apocalipsis físico, tan grande como la magnitud total y absoluta de su catástrofe-. Y, sin embargo, este acontecimiento absoluto coincidiría con la noticia más irrelevante jamás pensada: allí coincide el absoluto, su pavor, su silencio, su total trascendencia, su total inanidad.

Y, sin embargo, nada moriría. ¿Cómo es posible? Porque si la muerte del hombre ya ha acaecido, si la muerte de Dios ya se ha ejecutado, no muere ni el hombre ni Dios, sino la sombra que su muerte ha ocasionado. Queremos ver el absoluto, queremos ver la aniquilación del todo por la nada, pero quizás nuestra imaginación morbosa no tenga ese privilegio. Lo haría si realmente se tratase de una muerte. Pero no es tal: somos solo sombra, y la sombra por cierto de una muerte ya ejecutada. Nuestra esperanza desquiciante era ver la venida del Mesías. Pero es preciso constatarlo: el privilegio de los afectados no está en un futuro tecnológico que ve llegar la muerte externa por un artificio cósmico. El privilegio ha sido ya ofrecido, está junto a muertos que con honor habitan sus sepulcros. Nosotros, como zombies, solamente podemos experimentar las consecuencias físicas de una muerte metafísica ya dada. Algo que para la esencia es irrelevante. No muere el post-hombre del siglo XXI, sino lo que quedó de lo que alguna vez fue un hombre, su residuo mortal. No tendremos ese anhelado privilegio. Ya ha sido concedido. El privilegio fue silencioso y se le dio a un profesor enfermo en Turín o a un masoquista en algún suburbio parisino. Nosotros somos apenas su desvanecida sombra.

miércoles, octubre 13, 2010

El aforismo como esencia


Un libro inmenso”, “sin antecedente en castellano de una más transparente y hermosa eficacia de estilo”. Son palabras de Álvaro Mutis acerca de los Escolios a un texto implícito (Áltera) de Nicolás Gómez Dávila. Dos circunstancias, a mi modo de ver, hacen relevante comentar a este extraño filósofo colombiano, que ha volcado en una única obra toda su sustancia espiritual e intelectual. Una, la radicalidad de su pensamiento, que se levanta contra la mejor obra de la Ilustración- confianza en la razón, independencia del hombre frente a Dios, democracia moderna-; otra, el curioso honor de haber convertido el género aforístico en su principal arma de pensar, que, exceptuando los fragmentos de los presocráticos, únicamente se ha desarrollado en la historia como provincia marginal, derivada del apunte, observación o máxima moral. En efecto, en Gómez Dávila encontramos el aforismo elevado a esencia, no como, por ejemplo, en Canetti, en el cual el aforismo se presenta como anotación al margen, (también, por ejemplo, en Chantal Maillard), ni como en Nietzsche, que aunque fue un gran cultivador del aforismo, utilizó más bien el fragmento que el anterior como instrumento expresivo de la esencia de su pensar. En Gómez Dávila lo dicho en el aforismo es no sólo esencial, sino también accidental, es decir, es el texto mismo- aunque él quiera sugerirnos que ese texto se encuentra precisamente implícito-. Como un Spinoza que no quisiera desarrollar sus teoremas, Gómez Dávila encuentra también en el aforismo la oportunidad de demostrar su rechazo a la argumentación y al razonamiento, su desprecio de la razón en favor de la humildad del creyente: “Mis convicciones son las mismas que las de la anciana que reza en la iglesia”.

Que la propaganda de este pensamiento abiertamente reaccionario, que apela a la era anterior a la irrupción de la Modernidad, provenga del filósofo italiano Franco Volpi, no es una casualidad. El profesor italiano, obsesionado con el nihilismo, observa en el colombiano una última ironía contra el imperio de la razón, hasta tal punto de que es preferible invocar a Dios antes que aliarse con los demonios del Intelecto: “La inteligencia consume todo lo que arrojamos a su llama y se nutre en fin con sus propios fuegos”. La visceralidad del odio que Gómez Dávila fabrica desde sus peculiares dardos converge con el rechazo de la metafísica humanística, condensada por un Heidegger anti-tecnológico, y allí Gómez Dávila es muy útil: “La máquina moderna es más compleja cada día, y el hombre moderno más elemental”. El rechazo de la razón no se puede permitir el lujo de ignorar el punto hacia el que nos ha llevado, y “sólo una cosa no es vana: la perfección sensual del instante”. En el punto límite de una filosofía que se ha traicionado a sí misma, en el extremo de una razón que a pesar de todo siempre quiso mantenerse en ese fragmento que llamamos “filosofía”, en fin, en ese extremo, nos volvemos hacia Dios y hacia el Silencio: “Dios no debe ser objeto de especulación, sino de adoración”, o, “hacer lo que debemos hacer es el contenido de la Tradición”. Las afinidades y encuentros entre el pensamiento de Heidegger y Gómez Dávila los dejamos para quien desee estudiarlo.

Pero no sólo es en la metafísica donde Gómez Dávila desarrolla sus mejores dotes; sus observaciones acerca del espíritu de nuestro mundo son inmejorables. Incluso aquel que se niegue por principio a escuchar las palabras de un reaccionario, no puede dejar de prestar atención a ese agudo observador de la política, “La ridiculez de un gobernante no impresiona nunca sino a minorías impotentes”, del arte, “Aún cuando se corrompe, el arte a la larga traiciona al diablo”, de la escritura, “Solo tiene eficacia descriptiva lo que se dice desde la cima de un verso o de una frase”, de la moral, “El prójimo nos irrita porque parece parodia de nuestros defectos”, incluso de la creatividad- palabra, por cierto, odiosa para el colombiano-: “Las personas sin imaginación nos congelan el alma”. Inagotable, como dijo Mutis: en Gómez Dávila nos encontramos tanto al agudo observador como al cínico crítico de la modernidad, como al polemista infatigable, o al anarquista metafísico. “Dios es la condición trascendental de la absurdidad del universo”. La apelación a su Dios sólo tiene sentido como estratagema contra el clímax de la realización empírica del mundo técnico-científico; la apelación a la ignorancia, como movimiento cínico contra el exceso de saber en nuestro tiempo; quizás el texto implícito del colombiano sea lo que él en verdad piensa y que nos oculta. Porque su aparente Dios medieval es en realidad un Dios que conoce profundamente el nihilismo y su creyente analfabeto un pensador de supervivencia. Aún cuando se rechazara de plano la radicalidad de su pensamiento- algo que nunca se puede hacer disminuir- el ejercicio de estilo y la alta literatura de su pluma son motivo de sobra para dedicarle algo de tiempo. Este tipo hay que leerle, de nada sirven los resúmenes. Pues aunque su obra derrame amarga melancolía y cínico malestar por el estado de este mundo, en definitiva, “aun sabiendo que todo perece, hemos de construir en granito nuestras moradas de una noche”. Que no sea solo una noche la que pasemos junto a la compañía de Nicolás Gómez Dávila.

viernes, octubre 01, 2010

Manifiesto

Desde montañas negras
y cuevas escindidas,
habla el que ocultó
la nuez de su boca
bajo abrojos y maderas;

fue Abraham primero
y luego Lot y los descendientes
de una lengua muy antigua
y loca,

Quienes hablaron
De hechiceros y monedas
y dueños de los bancos
Que fiaron a Lutero,

en el que yace el corazón
hundido y que cavila
en la noche a fin de hacerse
con los cuerpos;

un pobre musita en el mundo
como el niño en el establo
temiendo el arado de su padre,

ovejas magulladas por el sol
y serpientes que se arrastran
sin consuelo,

todo como paja en unos labios
negros que se venden
en los mercados de América
y de Europa

Oh Modernidad y Democracia,
parasoles de los dioses
en búsqueda del oro,

Quienes en abrupta lengua
comen el hilo que da agua
al que no puede sostenerse,

y la puta huye con las medias
que robó en el Vaticano
sobre esfinges y metralla
dadas en limosna,

a un viejo ataúd que aún suspira
por un entierro digno
y una boca que por fin calle
tanta andanza miserable,

que los buitres también están
cansados de tanta basura
y tanta letra,
de tanta sangre escrita
sobre pedestales de esperanza,

cuando solo el insecto
ruge sobre los muslos bellos
y el mandatario oculta

la sangre ajena bajo el voto
de su escaño;

Filo tras filo
creció el ajenjo
y la cabeza se tendió
en el monte:

Uno y uno y otro
perecen y perecen,
como azúcares en cafés
de Montevideo
o de París

o del burdel
que bien conoce
nuestro alcalde,

enfangado como está
en lecturas de Kant
y Dostoievski
y en una moral de aceite

hecha con los lápices
de moribundos,

Oh el viejo rey heleno
o el persa poderoso
que comen de látigos
y de las sobras de los pobres,

como aquellos que ignoran
y amontonan su saber
de paja y de beleño,

porque ya da igual
quién es sabio
y quién es ignorante,
quién el que ofrenda
y el que roba,

uno y todo y lo mismo
balbuciendo al caos
de falos como espigas

Benedicto y su iglesia
y todos los tiranos
y los mártires,

Hiel infecta
donde se pierde la boca,
o donde pierdes tu boca
A manos del imbécil,

Oh sí la lá,
cópulas o cúpulas
o cachuretos encriptados,

Qué importa,

si la sal y el Tetragrámaton
no conocen el vientre
de esta bestia
que gime entre papeles

lo que las órbitas
del universo
no pueden deglutir
con su miserable
polvo encenizado.


jueves, agosto 19, 2010

La voz profunda que nada dice

La muerte habla con voz profunda para no decir nada”. Así medita Valéry sobre la poca importancia de la muerte, que es, como para Spinoza, indigna de la reflexión. Pero Valéry se equivoca acerca de esa poca importancia, que incluye la idea de que donde no hay acción, actividad humana, no hay nada de lo que preocuparse; mas la muerte sí se ocupa de nosotros. La muerte no es únicamente “descubrimiento” filosófico de los existencialistas y de Heidegger: la muerte, en su aparente nulidad ontológica, es también preocupación de los estoicos. Bien que en la línea de Valéry, para ellos se trata de alejarla lo más posible de las meditaciones que deben formar el cuidado de sí, y en esa medida preocupa y mucho a ciertos filósofos como Marco Aurelio, quien derivaba toda la tristeza de su filosofía del sentido de nadidad de la muerte y su capacidad aniquiladora. “La Muerte es un maestro alemán”, dice Paul Celan; las experiencias trágicas del siglo pasado dieron nuevo valor a la capacidad de la muerte para influir en nuestros asuntos. En La Edad Media Dios aseguraba las exigencias relativas al más allá; en la era moderna, muerta ya la capacidad de las instituciones sociales para generar sentido, muerta la religión y muerto el hombre obsesionado por la emancipación, la muerte tiene el terreno fecundo para promover dentro del ser su valor como activista de la nada.

Mas la nada de la muerte era en el pensamiento reciente un valor enriquecedor en el mercado del ser; todavía se habla de que el sentido de la vida es pensar el sentido de la muerte; todavía se la comprende como algo irremediable y fatal que convierte nuestra vida en un círculo cuidado por su fuego. La muerte no es, por tanto, la última forma de la nada, y la nada no es la última forma de sí misma. Poco a poco surge en nuestros borrados horizontes la experiencia de algo más parecido a lo que rezaba la fórmula de Valéry: No es la muerte la que habla con voz profunda para no decir nada. Hoy, se trata de las instituciones políticas, las que hablan para no decir nada, del anarcocapitalismo (Hinkelammert) y de la filosofía del mercado sin límites los que hablan (con voz profunda?), para no decir nada, de una cultura que en su declinación alcanza aquel estadio del que hablaba Hegel, en el que “el tedio se apodera de la vida.”

Esta nada es abismal y profunda: no niega como los mensajes incendiarios de los nihilistas desesperados (Nietzsche, Caraco), ni siquiera afirma el placer hedonista de los libertinos ( Onfray): su límite es su pura acción, desligada de toda dimensión semántica que vaya más allá de los procesos necesarios para repetir en el día siguiente lo que se realizó en el anterior. Esta nada es la nada de los mensajes diluidos en la más brutal de las inmanencias- pero una inmanencia que no rescata, que no salva, que se limita a engullir en el silencio- algo así como una boca nunca ávida de comer que digiere sin pausa y sin conciencia-.

¿Qué tiene que ver, pues, el rescate de esa dimensión olvidada del ser que nos lleva a la aurora del pensamiento occidental, con la acción muda de una nada que ensordecería el nihilismo más encendido? Nada, claro está. Esta nada no es una nada negadora activa del ser; pero va mucho más allá del “nihilismo pasivo” que criticaba Nietzsche. Porque no solo se limita a convertir a todo aquel que la envuelve en cordero ausente, sino que libera de todo contenido posible el curso absurdo de su acción. Como un riachuelo podrido perdido en mitad de la galaxia, así camina ahora nuestro mundo, del cual cabe no decir nada, pues ha alcanzado- en su mudez monstruosa, en su complacencia vana- el punto límite del ser, allí donde Wittgenstein tuvo que afirmar: “Hay sin duda lo inexpresable. Esto es lo místico”.

miércoles, julio 14, 2010

Sisyphus dixit

La miseria es la misma para el hombre moderno y para el antiguo: sólo los modos de enfrentarse a ella son distintos.

La Iglesia, la Clase y el Estado eran falsos a la luz de la razón, pero transparentes a la luz de lo que salva.

Las lágrimas provocan pensamientos, pero manchados de lágrimas.

De las resistencias del mundo sacarás pensamientos, pero nunca exentos de ceniza.

Nada más escandaloso que la realidad; nada más difícil de aceptar para nosotros que lo escandaloso.

El trabajo y la muerte te permiten un solo día de descanso, que es el que el amor te dona.

Hombres que han construido sin bases directamente en los techos, pero por ello mismo más cerca de Dios.

No nos desagrada el mundo, sino lo que unos cuantos han hecho con él.

El vino te convencerá siempre, pero su consejo dependerá del hombre que habite en ti en el momento de su visita.

La verdad parece locura en los labios del ebrio, porque el lenguaje de lo verdadero no comprende  la humana sobriedad.

Nuestro gran pecado- lo que nos convierte en infelices- es seguir anhelando a Dios.

En el vino ya somos de otro, mas a diferencia del patrón o el empresario, lo somos con nuestro permiso y voluntad.

De decisiones tan finas como el ojo de una aguja, depende que el destino del filósofo sea la sabiduría o la locura.

Mientras sigamos viviendo, habremos de alumbrarnos, sea a la luz de una hoguera o de una sombra.

Al vapor de la palabra no cocemos ni una brizna.

Como el que trata de tapar con paja un agujero, así nosotros ponemos pensamientos en la boca de nuestra más lejana oscuridad.

domingo, mayo 30, 2010

En ningún lugar y por doquier


Toda la historia de la filosofía bascula en torno a dos concepciones fundamentales acerca del hombre: una, que lo pone como algo derivado de otro del que depende profundamente, otra que confía en su propia salvación y autonomía. Pero ambas plantean siempre al hombre como sujeto, sea un sujeto emancipado como el sujeto ilustrado, o un sujeto caído en la noche del ser, como en el misticismo o el naturalismo. Siempre el hombre: he ahí la desgracia del misántropo, que por esencia ha de ser un negador de la esencia de la filosofía, un antifilósofo.

Aturdidos por el discurso de nosotros mismos; pero un nosotros mismos que hemos despreciado después de habernos desentrañado; en nosotros, coincide el conocimiento con el rechazo del conocimiento, el desvelamiento con el desprecio por el objeto desvelado. Nada hay más vergonzoso que la destrucción de la intimidad. La desnudez es siempre fea y aborrecible. Lo que se encontró el hombre al abrir su propio cajón era primero una luz brillante que indicaba un futuro prometedor, pero más tarde, ese destello derivó a una pureza casi destructiva: la ausencia de barreras nos desveló un mundo tan detallado, tan conocido, que no dejó nada sobre su superficie. El conocimiento de uno mismo, valorado por un Sócrates que desde la torre de vigía de la Antigüedad observaba las neblinas de la individualidad, se revelaría asco y desprecio, vergüenza propia y humillación, ante lo que reservaba el enigma preferido de la filosofía.

Sigmund Freud nos dio la llave definitiva para acabar con la eterna confianza en el enigma del buen corazón humano: lo que el Espíritu de Hegel confiaba al ser genérico de Marx no era el paraíso utópico y la grandeza feuerbachiana del ser humano, infinito como Dios y perfecto en su imaginación, sino un amasijo incomprensible de traumas y circunloquios psicológicos,  todo un laberinto de maldades y egoísmos que convertían los grandes ideales ilustrados en palabras vacías. El conocimiento se traslucía en un nuevo modo de enfrentarse a la vida, que, lejos del pretendido pero aún insuficiente conocimiento de un Hegel acerca de la esencia del hombre, imponía un desencantamiento general y un rechazo absoluto de las pretensiones ilustradas. No, es preciso vivir a la luz del día, pero una luz del día que no es la de Ortega, “la luz clara de la conciencia en el mediodía”, sino la fría constatación de un Horkheimer en el abismo siempre insuficiente de la finitud, frente a la incomprensible tara que informa el corazón de sustancia infinita y justicia sin límite.

He aquí el giro del naturalismo en nuestro siglo, que toma conciencia de nuevo del otro ser del que los ilustrados abjuraron: la naturaleza cobra una nueva significación en el siglo que comienza, y no cesan aún las críticas contra la imagen hipostatizada del hombre. El hombre, ya muerto como ser genérico, despedazado como representante de una clase social alienada, decide destituirse y desaparecer de un mapa filosófico problemático en el que siempre ha estado presente. Pues sobre él gira toda ausencia y toda presencia, el cielo y el infierno. El hombre, como Dios, aparece como protagonista lo quiera él o no lo quiera; en última instancia, siempre debe él decidir y de él es la batuta; la acción no significa nada para las plantas y los animales. Si el hombre no fuera consciente de este hecho, probablemente decretaría oficialmente su extinción inmediata. No tiene sentido el mundo si el hombre no puede actuar. Y como de cualquier manera ha de actuar, su libertad se convierte en determinismo, su acción en imposición.

Mas pese a todo no podemos liquidar esas otras instancias, en las que la esencia del hombre, nefasta, inexistente, crepuscular o simplemente excéntrica, sigue perforando todos los lenguajes, todos los idiomas. Nos repugna el discurso sobre el hombre como nos repugna nuestro cuerpo: no queremos experimentar la soledad, y nuestro cuerpo es el mejor representante de ella. Desnudos, nos sabemos más que nunca limitados a su extensión y partícipes de una carnalidad insustituible. La desnudez nos recuerda nuestra finitud y nos aleja momentáneamente del señuelo que pone el corazón. Adán mismo no pudo soportar esta desnudez y fue corriendo a taparse en cuanto tuvo conciencia de su estado. Esta es la verdad que no puede resistir el hombre. Y cuando todo el mundo conocido, todo el conocimiento, todo el ser, está repleto por doquier de la acción del hombre, cuando no queda resto desconocido o enigma por resolver- que es la esperanza misma del conocimiento, su objeto siempre sin resolver- entonces él mismo vuelve la cabeza a lo que dejó atrás, para olvidar lo conocido. Entonces mira con anhelo y nostalgia el caos informe de la naturaleza, el abismo místico, la inconsciencia, como único lugar para olvidar su verdadera condición. Que es la soledad.

lunes, mayo 10, 2010

El medio frágil



Fragilidad,  término que evoca una premisa sin la cual no podemos enfrentar la comprensión de nuestro mundo actual; fragilidad del ser, pero también del devenir, del modo en que debemos inscribirnos en el mundo en cuanto sujetos de un mundo, pero también objetos mismos de ese mundo. E incluso fragilidad de nuestro mundo técnico, fragilidad del horizonte sobre el que el hombre ha construido su futuro; en tantos ámbitos, pues, es imposible prescindir de este término.

La fragilidad fue primero, como siempre que se trata de cualquier atributo humano, referida a Dios: del Dios apoteósico judaico al Cristo yaciente, débil y desprotegido, al cristianismo decadente del Nietzsche “noble y fuerte”: el ser en cuanto decadencia de sí mismo, en cuanto disminución de la fuerza y en cuanto testimonio jurídico de la muerte de lo absoluto. Lo que muere aquí, en la filosofía, es el Dios como fundamento del ser, pero también todo lo que se asocia anteriormente a la fuerza y a la determinación: los atributos absolutos son asimismo destronados, para dar paso a esa subversión que cobra fuerza, pero que proviene en realidad de lo débil y de lo marginado: tal es el movimiento contra la Ilustración, movimiento en el que Nietzsche mismo se sitúa como una punta de doble filo, pues en cuanto ilustrado Nietzsche no desprecia la fuerza, sino la debilidad; aunque su condición vital enfermiza y marginal estuviese enfrentada a su teoría: el que ahora reclama la legitimidad del mundo-el poder, en definitiva-, no viene del enfermo Pascal, que todavía era un creyente, sino del nuevo débil, el que afirma su debilidad y su marginación; es decir, no del que habla en nombre del trasmundo, y que en su enfermedad aparece como fuerte, sino el verdaderamente débil, que tras su afirmación explícita de debilidad pretende, mediante el simple derecho, alcanzar de forma astuta la posesión de la fuerza.

La fragilidad del ser se asocia con la fuerza del devenir mismo extendido a lo largo de su propio cuerpo inmanente. Se nos exige la fe en esta fuerza, y se otorga el poderío que era propiedad de Dios a la masa amorfa de lo finito, a la pluralidad de la experiencia, a la afirmación del devenir. Incapaces de encontrar un espacio, un cajón donde guardar la inmensa experiencia alucinante de lo absoluto, agotando todos los huecos y todas las trascendencias ocupables, hemos aterrizado en la realidad más clara y más difícil de afrontar: la que afirma el devenir sin más, la nada de la muerte que nos espera y la finitud del ser humano. Ahora estamos en el discurso del escudero de Bergman en El séptimo sello: no hay nada que preguntar a la muerte, y la bruja que arde en el madero no teme a causa de la carga semántica que ya observa en el tránsito hacia el más allá, sino a causa misma de la nada, como se encarga de señalar el propio escudero: “Teme al abismo de la nada”.

Lo que se propone, por tanto, desde el “discurso de la fragilidad”, está ya en la lengua del escudero de Bergman. Un intento del que salió muy escaldado Nietzsche, pero que, diríamos, nuestro tiempo nos obliga a encarar sin tanto temor. Pero, ¿de veras es tan fácil realizar esta tarea? ¿O no sucumbiremos a los temores metafísicos del caballero? No es fácil la asunción de la finitud en la medida en que ella representa esa fragilidad. Lo decisivo es evitar a Nietzsche: no es posible traspasar la solidez del fundamento metafísico- inaccesible, fantasmal- a la fluidez de un devenir finito: si hemos de hacernos responsables de esa finitud, que sea sin la fe en la fortaleza de la misma. Pues tal cosa sería un sucedáneo más de la actitud metafísica, que pone en otro algo una fuerza que no existe.

El devenir es frágil y finito y el escándalo de la razón es que a pesar de ello hemos de confiar en él: todo se absorbe en esta fragilidad y en ella sobrevivimos. Una supervivencia que no deja de tener sus comparaciones odiosas y paradójicas en la vida real: el enfermo terminal dura en ocasiones más tiempo que el sano, el idiota ve más cosas y acierta con mayor puntería que el sabio o el inteligente. Nuestra razón está abocada a una eterna contradicción: la que reside entre la experiencia y la expectativa, la que se cobija entre el deseo de certeza y de fundamento y el objeto real de esa certeza y fundamento: un ojo eterno enfrentado a un devenir frágil y finito, una inteligencia infinita cuyo objeto es materia inanimada. La única tarea- inabarcable, en cuanto dura toda nuestra vida, y en cuanto ni en mil vidas podría realizarse- es sólo ésta: aprender a vivir sin solidez en medio del fluido vital. Aprender a moverse en la fragilidad misma.