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miércoles, julio 11, 2012

El paraíso no pertenece a los muertos. Sobre la decadencia de Occidente


  La decadencia de Occidente. ¿Sueño hipnótico o constatación lúcida? De Jünger a Cioran, de Heidegger a Severino, de Spengler a Nietzsche, una misma idea recorre la modernidad: Occidente está enfermo, Occidente está cansado. Primero fue el ocultamiento del ser, que desde hace ya más de dos mil quinientos años nos ha arrebatado una relación originaria transmutada y pervertida en la consideración de lo ente como ser verdadero; luego, quizás, la moral de esclavos del cristianismo, frente a la cual el paradigma griego clásico aparecía como el fundamento y regla a seguir como ideal; aplastada la moral cristiana y secularizada buena parte del mundo occidental, la decadencia sigue presente en todas partes: parece que este fantasma tiene más vida y futuro que la salud, de la cual solo tenemos rumores, percepciones confusas, anámnesis extáticas.

Pero no hace falta invocar a la filosofía para hablar de decadencia: ya el Génesis bíblico supone que con la caída en el tiempo y el trabajo, el hombre se encuentra en un estado tal que se hace urgente una redención. Mas la redención nos sitúa en un futuro escatológico que de alguna forma diverge con esa idea según la cual nuestra condición actual es fruto del pecado y de una caída desde el estado paradisíaco anterior. En efecto, no hay forma de constatar empíricamente el lugar de la regla bajo la que cabe hablar de decadencia en la cultura de Occidente. ¿Será la consideración perversa de la existencia del devenir, como dice Severino, la que imponga una cultura de lo ente cuya degradación comienza ya en los presocráticos? ¿O es la sociedad burguesa y su igualitarismo despreciativo de toda excelencia lo que marca el cansancio de Occidente? Vistas las cosas de este modo, parece que nuestra apelación a esa regla es sospechosa de inexactitud, cuanto menos, lo que nos hace replantear que quizás hayamos dado por supuesto algo que no corresponde a la realidad.

Y es que semejante regla e ideal habría que situarlo más bien en un futuro indeterminable que en un pasado paradisíaco desde el cual supuestamente habría caído la cultura occidental. La palabra “decadencia” no hace referencia sino a un pasado mejor, un pasado desde el cual se puede iluminar la degradación actual. Mas postular este pasado es parte de una estrategia de ficcionalización que permite construir una narración plausible. Es más difícil situarnos en un lugar que no emerge de ningún elemento anterior, sino que postula la actualidad ( Realität) de lo empírico en referencia a la realidad (Wirklichkeit) como lugar futuro, horizonte por hacer, no exento de peligros. Si es verdad que “en el peligro crece lo que salva”, como nos decía Hölderlin, no es menos cierto que “en lo que salva crece el peligro”.

Y es que Occidente es impensable sin la praxis continua. La noción de Entwicklung- proceso- en Marx nos hace pensar en un proyecto que debe continuamente hacerse a sí mismo, en desarrollo perpetuo: mas en el desarrollo no hay nada dado. El mundo contemplado como laboratorio de salvación (Bloch) implica que la praxis del instante decide todo futuro imaginable, que la categoría de posibilidad (futura) depende de la producción y la manipulación práxica de lo actual (presente). Pero este carácter del presente nos sitúa en un punto muy lejano del fin que se quiere lograr, del horizonte por hacer, del ideal.

La condición presente es la condición de la ruina. Donde falta la Idea, hay solo apariencia, espectro, no realidad- en sentido hegeliano- . Y el lugar del espectro es el lugar del laboratorio. Todo laboratorio es espectral, no ha producido aún su objeto, que es el fin de la práctica producida en el laboratorio. La diferencia entre el objeto que se quiere producir o alcanzar y la praxis actual dirigida a lograrlo da la medida de la actualidad: la ruina temporal. El hogar no ha sido aún alcanzado. Pero con ello, se afirma que el hogar no es un lugar anterior al tiempo, sino un futuro escatológico, el lugar de la utopía, que es por esencia un hogar futuro. 


Podemos decir entonces que no hay una regla clara según la que podemos diagnosticar la decadencia de Occidente. La pregunta sobre desde cuándo Occidente está enfermo se contesta con la pregunta sobre desde cuándo no lo ha estado. La multiplicidad de diagnósticos sobre este asunto- que van desde el nihilismo más extremo, por ejemplo en Caraco, hasta las bulas esporádicas de la Iglesia Católica, coincidiendo todos en la misma percepción- demuestran que no es posible situar en el tiempo el origen de la decadencia del devenir en proceso que constituye Occidente. Afirmar esto puede ser útil a efectos demagógicos- en el buen sentido- prácticos o volitivos, que pueden tener desde luego su sentido y justificación en un contexto concreto. Mas en rigor son inexactos. ¿Con respecto de qué medida comparar esa supuesta decadencia? Solo es posible hacerlo con respecto de una cosa: de nuestros sueños, de nuestros proyectos, de nuestros ideales regulativos. Mas todo ello es innecesario. Bastaría en principio con asumir la ausencia de fundamento de nuestra propia existencia en el mundo, la desnudez ontológica con la que el ser humano habita en su mundo, y desde ella y con ella realizarnos, desde ella comprender que podemos ser justos con la esencia de las cosas sin acudir con ello a ideales regulativos entendidos como reglas de juicio abstractas e intemporales, previas a la acción.

El proceso que se genera en esta experiencia es el proceso del propio conocimiento: un conocimiento menos ideal, más activo, más fiel a su existencia temporal. Por otra parte, no es posible rehuir los compromisos que nos hace cumplir la historia y la experiencia. Estos compromisos nos han negado, hasta el momento, la utilización rigurosa de términos axiológicos que han sido sistemáticamente puestos en sospecha por el propio devenir histórico. Estos ideales no están dados: son proyecto y como tal pertenecen a eventos futuros, no realizados aún en el mundo temporal. La actualidad y la historia pertenecen a la muerte y a la negación de la vida. La afirmación de la vida y del espíritu deben ser, por tanto, acontecimientos futuros, que esperan su realización más allá de su postulación formal como ideales.

La muerte es patrimonio del pasado y del presente. La vida ha de serlo del futuro. No queda otra opción. No es posible partir del juicio valorativo, sino que hay que llegar a él mediante la actividad y la negación constante de lo dado- que es el concepto mismo de actividad y producción- pues que en esta negación se forja el acto mediante el cual el espíritu humano produce y se produce. Otra cuestión es si las fuerzas nos fallan en medio de un presente en el cual el predominio de la muerte nos ciega ante un mundo ontológicamente abierto. El valor es un fin y no un inicio: solo al llegar a él podremos utilizarlo. Es preciso partir siempre desde el instante hacia lo aún no producido, con el único instrumento de nuestra conciencia viva y el amor por ese conocimiento que no hace de la esperanza una certeza.