No sabemos bien cómo nos introdujimos un día en el intrincado y paradójico problema de la filosofía. Pero sabemos que ella tenía la frustrada intención de aclarar aquello que nos rodeaba y de lo que no éramos conscientes; pronto vimos que eso que nos rodeaba no era de ninguna forma fácil de entender, y al final, llegamos incluso a desesperar de ello.
La filosofía de pronto se dio cuenta de que su objetivo era “la cosa”; y lo que parecía inmediatamente obvio, se trastornó a sí mismo: resultó que la cosa era capaz de mutar y de desplazarse infinitamente hacia lugares no ocupados por el entendimiento, y la persecución se posponía indefinidamente, unas veces en lo sensible, otras veces en lo general, unas veces aquí, otras allá, pero siempre como “la cosa”, como algo que de algún modo tenía que tener cierta unidad.
Así es como nació la historia de un error perpetuado en la noche más oscura de los tiempos; primero la Idea mostró su vacuidad e inmovilidad, o, mejor dicho, su incapacidad para apresar el volumen de la cosa; en el siglo XIV asistimos ya a su ahorcamiento progresivo, y la cosa aparece como lo más natural del mundo; estaba delante nuestra, pero habíamos utilizado un telescopio demasiado complicado y torpe, cegados por la vanidad humana de alcanzar el infinito.
Y sin embargo también el sentido común perdió su validez; han pasado demasiadas cosas desde entonces como para seguir manteniéndolo. Nuestro siglo ha puesto boca abajo ese maravilloso sentido común en la política, la ciencia y la filosofía, e incluso en la vida cotidiana.
En efecto, lo que sabemos de la cosa es lo siguiente: ni está delante de nuestras narices, ni se oculta en el trasmundo. Sería fácil hablar del inmanentismo como la solución final de la cosa, pero hay un problema en ello: la cosa no tiene la forma del objeto inmediatamente percibido. Hay una filosofía un poco ridícula que trata de demostrar que las cosas se reducen a hechos, a estados de cosas, etc; sin embargo, ¿quién se pone a pensar, en su experiencia de la vida diaria, en la silla en cuanto que silla o en la mesa en cuanto que mesa?
Paradójicamente, lo simple y objetivo es ya una abstracción; lo que los analíticos tratan, al descomponer la realidad en proposiciones lógicas, no es un acercamiento a la realidad que acaso no viéramos, sino una pura abstracción. Pues lo concreto también se puede dar bajo su forma.
Con la cosa tenemos, pues, el siguiente problema: su cuestión toma la forma de pregunta bajo la que estamos implicados como un a priori: no se puede huir de ella ni bajo las formas del trasmundo, ni bajo la idea de la atomización de los hechos que la componen: la cosa no son sus elementos, ni siquiera su valor, pues ella siempre está, de algún modo, huyendo de sí misma.
Por otro lado, sabemos algo positivo de la cosa: que de cualquier manera, toda reflexión torna sobre ella, todo movimiento necesita de ella, y que, como condición de la existencia más simple es inamovible desde su interrogante. El hombre no puede alcanzarla porque se encuentra inmerso en ella; y ella misma se burla de nosotros cada vez que, de forma “inteligente”, tratamos de apresarla.
Pero que conste que la cosa misma tiene una independencia al margen de todo interés humano por ella: a la cosa le importa bien poco los esfuerzos del hombre por entenderla.
Y sin embargo condición de cualquier existencia es su presentación, en todo hombre y en todo lugar, bajo el interrogante de su vida y de la vida ajena a ella y en la que está inscrito. Y esto en el funcionario, el campesino, el filósofo, el artista, el físico o el astronauta.
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