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jueves, enero 18, 2007

Teleología irracional


Toda la filosofía de la sospecha se ve obligada, en último lugar, a admitir una carencia fundamental. El problema es que esta carencia no se puede asumir cínicamente, porque implica aquello que se quiere destruir.

Cuando Nietzsche reniega de la teleología de la naturaleza y eleva sobre la razón la voluntad de poder, se revelan dos carencias; por una parte, un acercamiento a la doctrina darvinista y trasimáquea de la supervivencia del más fuerte; la finalidad es entonces vivir, con lo cual el caos que asumía la existencia humana se convierte en un fondo regulado por una intención o finalidad profunda; por otro lado, si se liquida también tal intencionalidad de supervivencia, y se absorbe todo en la pura fuerza de la voluntad irracional, queda por explicar el sentido de la razón, y más que su sentido, su insistencia.

En cierta forma, toda voluntad remite a una pregunta ulterior que nos enfrenta contra el absurdo en su forma más desesperada: ¿Por qué quiere la voluntad mantenerse a toda costa? Y en términos generales, ¿por qué queremos vivir? Las dos respuestas posibles a esta pregunta se remiten a una perspectiva naturalista o a una reacción del carácter de las paradojas wittgensteinianas: o bien vivimos porque existe un propósito en nuestra sangre, o bien la pregunta misma no tiene sentido.

Y, pasando por tanto de Nietzsche a Wittgenstein, podríamos insistir: ¿Y por qué preguntas que consideramos fundamentales no tienen sentido? Si bien se puede desechar tal pregunta por reiterativa y obsesiva, nuestro ingeniero austríaco no escapa a tener que verse en la obligación de afirmar un peso ajeno, una carencia o dificultad natural, inscrita en la naturaleza, que en la forma del entendimiento adquiere la figura de una pregunta.

No existen preguntas en ese lodo informe sino grietas y discontinuidades; la pregunta es la forma materializada por el intelecto humano y cobijada en el hogar de la inteligencia; pero este hogar adolece de graves malestares; toda la filosofía antifilosófica, es decir, toda la tradición que se enerva contra la tradición, es desde luego una oportunidad para atacar el centro del problema de una forma novedosa, pero, si bien podemos plantearles interrogantes que podrían ser negados o explicados de alguna manera por ellos, hay algo que tienen que aceptar sin duda: el exceso o el defecto, el desequilibrio en la estructura del ser, que, quizás, tenga que ver con ese desequilibrio estructural del que ya hablaran Deleuze o Lacan.

En Marx, se explica la sociedad, la alienación, el sujeto, la historia, etc, a costa de no poder comprender la insistencia de lo que él llama superestructura, y que es mucho más fuerte que lo que él supone, de ahí la crítica justa a su exacerbado materialismo.
En Freud la cosa está ya más clara: el inconsciente es inigualable ontológicamente a la consciencia; no hay más que hablar: consciente e inconsciente significan el pistoletazo de salida de un desequilibrio natural que necesita ya de un análisis clínico, de manera que lo propiamente natural se convierte en un a priori patológico.

Y, en fin, en las filosofías de la voluntad de Nietzsche y Schopenhauer la cosa sigue siendo la misma: su intento de barrer la razón ha concluido en amontonar un desequilibrio natural entre el fenómeno real y verdadero (la voluntad) y lo desconocido accesorio, (el exceso, la razón), que hace frente a lo aórgico gracias a su propia fuerza e iniciativa.

El odio hacia la teleología natural de un mundo que aparentemente es caótico, tiene su sentido; pues la teleología natural se basa en una previa concepción de un creador que haya puesto en marcha una maquinaria perfecta, o bien un mundo sin dioses en la eternidad del tiempo; pero tal eternidad nos llevaría a la paradoja de que jamás encontraríamos la verdad, siempre pospuesta en el siguiente turno, en el siguiente retorno. Por eso el concepto de verdad es indisoluble de la linealidad y finitud del tiempo.

Sea como sea, nos enfrentamos ante la pregunta absurda o al sentido de una pregunta que en su mayor profundidad también se revela absurda e incongruente: ¿ por qué vivimos? ¿Por qué las cosas están empeñadas en sobrevivir? ¿Quién impulsó su élan vital, su voluntad irracional? “El hombre vive, pero no sabe por qué vive”, dice Schopenhauer.
Al final, el irracionalismo ha sido vencido por sí mismo, dando a luz la única verdad que poseemos: el desequilibrio ontológico en el interior de las cosas mismas.

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