El pensamiento filosófico se distingue de las demás acciones humanas por su componente patológico, que reside en la obsesión y la fobia hacia determinados conceptos epocales que terminan por ser, o bien arrojados al fuego del olvido, o bien objeto extravagante de coleccionistas.
La expresión para designar tal estado de cosas es la de que tal filósofo o pensador “demostró” el error de otro pensamiento, y que después de él nuestra forma de pensar ha de ser distinta. Acaso esto signifique que existe algo así como una linealidad de la historia del pensamiento, pero resulta paradójico observar que precisamente el pensamiento que ahora se halla acorde con la realidad que nos toca vivir, trata de destruir cualquier cosa que tenga que ver con lo “lineal” (objeto fóbico por su relación con el cristianismo) y con la “historia” ( en su sentido de progreso o de causalidad).
Entre los objetos fóbicos de nuestra época se encuentran los de mente, alma, metafísica, alienación, espíritu y conciencia. Sin embargo, es una fortuna que todo esto se haya “demostrado” y “superado”. Somos mucho más inteligentes que los pensadores tradicionales, que ambicionaban sin embargo llegar más lejos que nosotros, sin conciencia histórica, sin conciencia de finitud, en definitiva, pensadores estériles con mirada “plana” cegados por abstractas categorías.
Como todos estos pensadores han “demostrado” el error de sus predecesores, lo cual dice mucho, por otro lado, de que la historia siempre avanza en la correcta dirección, autosuperándose, y por tanto, que existe un “progreso” más o menos perceptible, ahora existen caminos “cerrados”, “intransitables”, donde ya no es posible la búsqueda o el trabajo de la filosofía.
En fin, este es el relato actual acerca del transcurso de algo tan imperceptible como la “historia del pensamiento”. Las ideas son desde luego intangibles y proyecciones en cierto modo neuróticas, dentro de la neurosis particular que forma el pensamiento del hombre; pero la historia no es menos intangible, y en realidad no hay nada que sea tangible y dado de inmediato excepto el principio de contradicción o las tautologías, aquello que Aristóteles llamó axiomas, principio indemostrable por primero.
El relato actual es un relato que permite, en cierto modo, algunos movimientos. Otros quedan vetados. Se trata del “juego del lenguaje”(Wittgenstein) de la filosofía, y de uno muy concreto, el que proclama el “fin de la modernidad” y el “nihilismo consumado”. No se sabe cómo se “refutan” los pensamientos de los filósofos “estáticos y sin conciencia epocal”, la misma historia los destruye. El tribunal de apelación máximo, la “Historia”, se convierte así en un concepto tan eidético como “el mal”, el “bien”, “el ser”, etc.
Aquello cuya esencia es el devenir y que por tanto es inenarrable e intangible es ahora el escenario donde las propuestas filosóficas se aniquilan o se permiten. El monstruo de la historia se erige como el único lugar digno de alabanza, donde las cosas cobran su existencia. El valor de la existencia viene dado desde el escenario histórico, que en su más pura esencia es absoluto devenir bruto e inconexo.
Lejos de la ciudad, lejos de cualquier hálito de vida, un hombre camina cargado de oscuros pensamientos. De pronto, ante la única existencia de su conciencia y del mundo que la alberga, se pregunta, “¿Dónde están aquí los significados presuntos en la acción?” ¿Dónde está la historia, el ser, el “hombre”?
Sólo hay un vulgar aparato de carne que, lejos de los extraños lenguajes del hombre, lejos de sus convicciones y sus convenciones, se mueve solitario ante la mirada del universo omnipotente. Y, sin embargo, existe.
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