No es de extrañar que una de las máximas prioridades en las acciones de los hombres haya sido conquistar el edificio de la ciencia. La ciencia reproduce, en cuanto instrumento de manejo de la cosa, la cosa misma, en la escala en la que el entendimiento humano puede comprenderse con ella.
Esta reproducción es, analógicamente, la misma que la del juguete para el niño: el objeto deseado e inalcanzable se sustituye por una copia a medida del niño, de manera que se colme su deseo de alcanzar la cosa en su propio ser.
A través de los ojos de la ciencia, el mundo aparece como un mecanismo de relojería; piezas por aquí, estructuras por allá, muelles, lanzaderas, nudos, y todo tipo de cachivaches. El mundo que propone la ciencia no se diferencia mucho del mecano ; y la sonrisa de satisfacción no tarda en enrojecer las mejillas del púber.
Si uno se fija, los grandes premios Nobel de nuestra ciencia (Kandel, Crick, Einstein), son espíritus pueriles; han comprendido el Universo como un juguete que pueden manejar con sus herramientas y el impulso de la habilidad natural; de esta manera, talento e instrumento se combinan para lograr el éxito de la técnica, y con ello, se tiene la impresión de haber dominado el ser en sí, en lugar de recordar que estábamos trabajando con una reproducción a escala bastante deficiente.
Pero no es esto lo único que proporciona la ciencia como acción; la misma ciencia nos coloca fuera del mundo que estamos observando; las responsabilidades morales cobran un aspecto de mito frente a la estructura mecánica que zarandeamos en nuestras manos; ¿cómo una estructura tal iba a tener repercusiones éticas para mí? -se pregunta el científico-; ¿cómo el padre del juguete iba a sucumbir ante la seriedad del juguete?
De algún modo, la ciencia logra dejar fuera del juego al científico; no al hombre, el hombre es otra cuestión. Después de todo, al hombre se le presenta el resultado de una acción exterior, la del científico, sobre un objeto ya elaborado, el del juguete. El juguete cobra seriedad cuando el hombre toma consciencia de que él forma parte de su estructura; pero ello es ajeno al científico, quien no puede sentirse parte de algo que en cierto modo ha formado él mismo, a través de sus términos, sus instrumentos, sus síntesis y abstracciones.
El mundo del científico es un mundo que aún no ha madurado; la mente misma del científico suele, en la mayoría de los casos, habitar mundos fantásticos que quedan muy lejos de la cotidianidad humana, dolorosa y finita. El hombre de la calle queda enredado en el juego de madejas del científico como un accidente del sistema, un motor en el mismo con su proporción particular. Por eso la neurociencia ha creído que hallaría el sentido de la conciencia en la dimensión puramente física de la misma. Pero aún anda preguntándose cómo es posible que a pesar de todo, la conciencia sea un misterio de momento inalcanzable.
La intención última de todo ser humano es siempre imposible de apresar. La causa primera de las cosas ha tomado con el tiempo la idea de una divinidad, y con razón: pues no existe nada tan oculto como la causa primera a no ser el mismo dios. Quizás, entre el conjunto de causas que mueven a un hombre a tomar partido por una acción, esté el de la posibilidad de evadir su cuestión vital.
El científico ha entendido que reduciendo el mundo a estructuras manejables él estaría librado de toda responsabilidad, puesto que a su vez liquidaría lo divino, que no tiene cabida en un mundo tal. La ambigüedad del sentido habría propiciado la falta de fe en él y la necesidad de acudir al hecho positivo.
La libertad y la ruptura de la responsabilidad, deseos inmorales y al mismo tiempo naturales: nada desea tanto el hombre como la propia huida de su individuación. Y la ciencia permite, diluyendo el ser en una ingeniosa especie de mecano, liberar al hombre de su responsabilidad.
Ya no es un ser sujeto a una naturaleza, sino el creador de tal naturaleza; no tiene un dios: él es su dios. Y siempre con la alegría inmadura del niño, que cuando no funciona el juguete lo lanza contra el suelo y cuando le produce placer se emborracha de osadía: así es el científico frente al mundo: un niño lleno de tanta ilusión como de grosera ingenuidad.
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