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viernes, marzo 30, 2007

Nuestro vecino impensable

Tenemos que morir, no que comprender que tenemos que morir. Distinción “comprensible”, si se piensa que la comprensión nace en la conciencia y que en ésta nace aquello bajo lo que pensamos la vida. La vida que pensamos no es, en fin, la vida que vivimos, que siempre es la totalidad. La vida es una totalidad, en efecto, pero no es un absoluto. Pues también es una totalidad la muerte que hemos de morir.

Pero si la razón nace en la vida y mediante ella el lugar bajo el que comprendemos la vida, no nos es posible entonces pensar algo así como la muerte, dado que todo pensar se circunscribió desde el principio al entorno ontológico de la vida. Hemos aprendido a vivir así, teniendo como horizonte pasado el nacimiento incomprensible de nuestra conciencia y como futuro el declinar propio de la existencia.

Ello significa que no nos es dado en nuestra vida pensar la muerte, pues nada podemos pensar que no esté ya en la vida, ante nuestros ojos, ante nuestra percepción. Pero desde la vida se puede intuir la totalidad de la muerte, como aquello que está detrás de todo horizonte, opaco a la vida pero efectivo en su totalidad. Esta opacidad vecina, es decir, una opacidad que al tiempo que es oscura revela su cercanía aterradora en su incomprensibilidad es lo que permite hablar de la muerte como de una trascendencia.

La muerte trasciende lo experimentable. Educados por la conciencia, que quiere en todo momento hacer presentes las cosas, olvidamos la existencia real de lo que no es capaz de desvelarse en lo inmediato. La conciencia no enseña a percibir lo oculto y de ese modo agudiza el dolor humano. Mediante la conciencia hemos absolutizado la vida en cuanto presencia continua de aquello que constituye la conciencia. El ojo ha confundido el objeto con la estructura de su retina.

La miopía de la conciencia ha identificado así la vida consigo misma, y henos aquí incapaces de acceder a la trascendencia dentro del mundo, alienados de lo absoluto en el páramo desértico de cada totalidad independiente. La verdadera diferencia ontológica, la diferencia entre la vida y la muerte, queda fuera de toda posible comprensión. Y a pesar de la cercanía de la muerte, pareciera que su propio ser fuera una nada absoluta, un lugar u-tópico. Pues no hemos sido capaces de aprender aquellos horizontes de la misma forma en que hemos aprendido la presencia de lo inmediato, y aún exigimos percibir el absoluto como totalidad idéntica y comprensible.

Y sin embargo la muerte está ahí, quizás ajena a la conciencia, pero no ajena a nuestro cuerpo. Con la muerte entramos en la blancura del silencio, penetramos el verdadero ser de la piedra, del río, del árbol. Nuestro cuerpo tardará mucho más en morir que nuestra conciencia. Se irá descomponiendo en el mundo como cualquier organismo, y existirá un devenir vital en él, una transposición de la materia de un lugar a otro, y por tanto, continuará la vida.

La miopía de la conciencia también permite pensar que la muerte sea un lugar, sin entender la diferencia existente con la vida en la que la conciencia es el lugar de comprensión de esa existencia, de modo que queda ya encerrada en un lugar físico y óntico particular. De ahí la insistencia en la pregunta acerca del lugar al que vamos a parar después de la vida, en su dicción cotidiana.

Pues aún pesa sobre nosotros la imposibilidad de pensar de otro modo que bajo la óptica vital, no a causa de una idealidad quizás perdida, sino por olvido de que la comprensión de la vida nació en nosotros posteriormente a la propia vida, en la forma impura de la conciencia.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Blanchot no lo hubiera dicho mucho mejor: una de sus obsesiones fue la experiencia inabarcable de la muerte, ver la muerte como la última experiencia de la vida, no como el cese de toda experiencia. Me permito insistirte en la lectura de "La muerte de Ivan Ilich" de Tolstoi.
Saludos y un abrazo.