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miércoles, marzo 28, 2007

Oscilación

En épocas más respetuosas con la tierra y el cielo, con la absoluta exterioridad de lo ajeno, el mundo exterior fue el que garantizó la fiabilidad de la organización de los sentidos humanos, y en general, la constitución misma del hombre. En las épocas de florecimiento, sin embargo, fue al contrario. El idealismo representa la confianza del sujeto en su papel histórico y universal, y de ahí se deriva la ingenuidad que no repara en lo abismático de lo puramente humano, en la totalidad que forma el hombre y que queda al margen de la capacidad de la conciencia.

Pero estos dos intentos contradictorios no son sino una manifestación más de esas fuerzas de gravitación que surcan la estructura del juicio humano, allí donde en principio reposa la organización racional y decisiva de los asuntos cotidianos. Esos dos polos absolutos forman entre ambos aquella totalidad que queda inalcanzable para el hombre. Al mismo tiempo, cada polo absoluto sirve de aliento en cuanto que representa la verdad por oposición a la falsedad, la evidencia frente al error que garantiza la tranquilidad de la conciencia humana.

Sobre esta tranquilidad reposa a su vez el problema moral y ético de la existencia. La necesidad de tener un conocimiento cierto es directamente proporcional a la conciencia del límite propio de las convicciones, y en cierta manera, a la ignorancia. Tener conciencia de la estructura dialéctica de la realidad como un engranaje aparentemente ordenado en función de un desorden profundo e interiorizado permite evitar un juicio libre y en esa medida, habituarnos al escepticismo más extremo.

Las viejas metáforas acerca de los caminos que conducen a la verdad se revelan imágenes que no corresponden a ningún objeto, a ninguna realidad, porque la misma realidad tampoco tiene una correspondencia con algún juicio que pudiéramos representar en la conciencia. Pero es que además no puede haber camino hacia la verdad. Aquí se repite la paradoja de Zenón. Si estoy en el camino hacia la verdad, no estoy en la verdad; y, ¿cómo puede un camino compuesto de una serie de no-verdades conducir a la verdad? No hay pues verdad, pues no hay juicio que la represente. Esa es la otra lección del paradigma actualmente en uso en el pensamiento occidental.

Pero el ejercicio rutinario de la existencia nos reclama un juicio, nos exige una posición. La necesidad de que esa posición contenga una verdad es correlativa a la necesidad de tener cualquier posición. Ambas cosas han de ir de la misma mano, al mismo tiempo. Necesitamos no sólo posicionarnos en uno de los polos de la estructura del juicio, sino además estar convencidos de su valor. Estarlo pero no aceptarlo sería de locos, tanto como no aceptarlo simplemente. En cuanto la balanza de la necesidad de la certeza y la necesidad de participación pragmática en los acontecimientos de la vida mediante la elección de una posición decisiva se descompense, surgirán las paradojas, comenzará un difícil oscilar, es decir, nos abriremos al seno mismo de lo que se llama filosofía.

Esta es una forma particular de entender uno de los caminos posibles para llegar a la filosofía, y no desde luego la única ni el único camino. Pero la molestia es la misma en cualquier caso, y el filósofo muy difícilmente puede superarla al tiempo que es consciente de la complejidad de su problema. Algo ya sabemos, algo ya debería saber a estas alturas el filósofo, o cuando menos, aquel que haya naufragado en estas costas alguna vez, con riesgo de la pérdida de su juicio. Me refiero a que la problematicidad en general no es un problema a posteriori en la estructura de la realidad, sino más bien una condición que la define. Y como tal, la disonancia primordial es tan natural como la misma naturaleza. Ello alivia y al menos nos hace tocar suelo en este difícil y negrísimo naufragio.

En cualquier caso debe vencer la necesidad de la certeza, aún a sabiendas de que tal certeza sea imposible una vez hemos desvelado la esencia del concepto de verdad. Muy bien, rompamos los esquemas dialécticos tradicionales y asumamos un concepto de verdad no representativo, es lo mismo: aún necesitamos sentir el efecto de la convicción como medio de instalarnos en el mundo de forma definitiva.

Quien ha perdido la capacidad para la convicción, quizás esté en un páramo similar al que ha perdido la capacidad para la esperanza. Puede, desde luego, sobrevolar las máscaras del juicio de un lado a otro, y en medio de esa densa atmósfera tratar de abrirse paso. Pero finalmente deberá aterrizar en un campo abierto, un lugar en el que pueda contemplar el cielo y la tierra como partes pertenecientes a su cuerpo, como algo de cuya belleza o verdad no quepa dudar. Sólo una sustitución de la verdad por la belleza sea acaso capaz de solventar la carencia de ese efecto de la convicción como afecto sobre el juicio. Y ese es el sentido de lo que aquí hemos llamado mística.

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