Las posibilidades legítimas de la relación con el Otro se hayan horadadas en el propio seno de lo Mismo que lucha por su identidad. Cuando Lévinas dice que "la tematización y la conceptualización no son una relación de paz con el Otro, sino supresión o posesión del Otro" quizás no sospecha que ésta sea la única forma de relación con el Otro, y aún más, que el poder no sea la última instancia volitiva del Yo, sino quizás una consecuencia de otra cosa no examinada.
En la pluralidad o inestabilidad del Yo aún nos encontramos en lo Mismo, dice Lévinas. En efecto, sólo que hay que precisar que esa alteridad perteneciente a lo Mismo no es una simple doblez del Yo, sino algo mucho más peligroso y sustancial. El Yo finalmente encuentra su reflejo gracias a esa doblez interior pero exterior a sí, y también su descomposición. En nuestro mundo nos comportamos como poseedores de lo que nos rodea, es cierto;en cuanto poseedores, hemos de forzar el vínculo de la exterioridad y reducirlo al Yo. Esa sería, según Lévinas, la tendencia de la filosofía desde Platón a Heidegger como prioridad de la ontología frente a la metafísica.
Frente a la actividad se propone, por tanto, la pasividad, el dejarse imbuir por la exterioridad y la trascendencia. Aquí, sin embargo, topamos con la estructura de la identidad. Lo que se quiere idéntico no puede soportar la alteridad como un darse por completo en la bondad y la justicia. No puede hacerlo no porque el Yo esté cargado de intenciones ególatras, sino porque su propia estructura depende del control sobre la exterioridad. En el momento en que ello se logra, es posible una relación de amor y comprensión con el otro, siempre comprendiendo que ese Otro va a quedar disminuido en su totalidad; la identidad se forja, por tanto, con el previo componerse del Otro, pero no como una apertura total que parta del Otro hacia el Yo, sino como una relación de tensiones en la que el Yo se busca a sí mismo en la imagen que le ofrece la alteridad.
Una vez ha logrado esto, dentro de lo Mismo, el Yo puede moverse y decir: "este es mi mundo". Es verdad que ello implica una relación de posesión. Pero por fin podemos ir más allá y preguntarnos, ¿qué significa la posesión? La posesión no es una voluntad ciega y ególatra, sino que implica algo de más calado, en concreto: la estructura natural de toda identidad que en su mismo centro está contaminada por una patología. Tal patología es la respuesta hacia un mundo que todavía no es nuestro. Con la palabra nos adueñamos del mundo, un mundo que nos asusta en su alteridad. Nosotros mismos en nuestra propia extrañeza necesitamos de ese vínculo con lo Otro pero sólo en la medida en que ya estamos reflejados en él mediante una relación de posesión. Una vez que estamos constituidos por el Otro en lo Mismo, es decir, una vez que con los elementos heterogéneos hemos reflejado en el espejo nuestra identidad, podemos dar el paso siguiente a la relación de paz con el Otro.
Lo extraño nos produce miedo. El mundo no es nuestro mundo hasta el momento de su posesión, lo que significa que tenemos miedo hacia el mundo y el poder es la forma en que podemos sentirnos tranquilos. Necesitamos, por tanto, para llegar a un umbral de unidad, un mundo en el que podamos sentirnos habitantes legítimos. En la raíz de la relación de poder se halla el miedo (¿patológico?) hacia ese Otro que por principio nos amenaza como potencial destructor de nuestra identidad. Sólo entendiendo que el poder procede del miedo podremos ir en dirección de este miedo para hallar sus últimas causas; y sólo desde aquí quizás sea viable una alternativa de justicia y no de poder en la relación con el Otro.
En la pluralidad o inestabilidad del Yo aún nos encontramos en lo Mismo, dice Lévinas. En efecto, sólo que hay que precisar que esa alteridad perteneciente a lo Mismo no es una simple doblez del Yo, sino algo mucho más peligroso y sustancial. El Yo finalmente encuentra su reflejo gracias a esa doblez interior pero exterior a sí, y también su descomposición. En nuestro mundo nos comportamos como poseedores de lo que nos rodea, es cierto;en cuanto poseedores, hemos de forzar el vínculo de la exterioridad y reducirlo al Yo. Esa sería, según Lévinas, la tendencia de la filosofía desde Platón a Heidegger como prioridad de la ontología frente a la metafísica.
Frente a la actividad se propone, por tanto, la pasividad, el dejarse imbuir por la exterioridad y la trascendencia. Aquí, sin embargo, topamos con la estructura de la identidad. Lo que se quiere idéntico no puede soportar la alteridad como un darse por completo en la bondad y la justicia. No puede hacerlo no porque el Yo esté cargado de intenciones ególatras, sino porque su propia estructura depende del control sobre la exterioridad. En el momento en que ello se logra, es posible una relación de amor y comprensión con el otro, siempre comprendiendo que ese Otro va a quedar disminuido en su totalidad; la identidad se forja, por tanto, con el previo componerse del Otro, pero no como una apertura total que parta del Otro hacia el Yo, sino como una relación de tensiones en la que el Yo se busca a sí mismo en la imagen que le ofrece la alteridad.
Una vez ha logrado esto, dentro de lo Mismo, el Yo puede moverse y decir: "este es mi mundo". Es verdad que ello implica una relación de posesión. Pero por fin podemos ir más allá y preguntarnos, ¿qué significa la posesión? La posesión no es una voluntad ciega y ególatra, sino que implica algo de más calado, en concreto: la estructura natural de toda identidad que en su mismo centro está contaminada por una patología. Tal patología es la respuesta hacia un mundo que todavía no es nuestro. Con la palabra nos adueñamos del mundo, un mundo que nos asusta en su alteridad. Nosotros mismos en nuestra propia extrañeza necesitamos de ese vínculo con lo Otro pero sólo en la medida en que ya estamos reflejados en él mediante una relación de posesión. Una vez que estamos constituidos por el Otro en lo Mismo, es decir, una vez que con los elementos heterogéneos hemos reflejado en el espejo nuestra identidad, podemos dar el paso siguiente a la relación de paz con el Otro.
Lo extraño nos produce miedo. El mundo no es nuestro mundo hasta el momento de su posesión, lo que significa que tenemos miedo hacia el mundo y el poder es la forma en que podemos sentirnos tranquilos. Necesitamos, por tanto, para llegar a un umbral de unidad, un mundo en el que podamos sentirnos habitantes legítimos. En la raíz de la relación de poder se halla el miedo (¿patológico?) hacia ese Otro que por principio nos amenaza como potencial destructor de nuestra identidad. Sólo entendiendo que el poder procede del miedo podremos ir en dirección de este miedo para hallar sus últimas causas; y sólo desde aquí quizás sea viable una alternativa de justicia y no de poder en la relación con el Otro.
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