La extrañeza de nuestro propio cuerpo como algo de algún modo ajeno a nosotros mismos nos dice probablemente más de la ajenidad del yo con respecto del cuerpo que somos que no del cuerpo extraño en el que está inscrita la conciencia, y a pesar de todo, ello revela la dificultad existente entre conciliar la gramática del cuerpo con la gramática del lenguaje y del pensamiento.
Pareciera que la gramática lingüística está destinada a complicarnos las cosas más aún en ese entrelazamiento sinuoso que forma el mundo y el pensamiento y el decir de ese pensamiento. Hablamos como si poseyéramos nuestro cuerpo y la conciencia está presa de sí misma, sometida a su propio imperio de reglas y leyes, que organizan el mundo desde su sala de máquinas, con independencia de lo que realmente acontezca, si es que hay algo que acontezca “realmente”.
Que el lenguaje nos tiende trampas no es algo desde luego nuevo. Numerosas voces en este siglo se han levantado contra este hecho, y ya antes Nietzsche había declarado que no nos libraríamos de Dios sin librarnos primero de la gramática. El efecto del lenguaje es sumamente embriagador, pero no hay que olvidar que en muchas ocasiones suponer que existe un error en la dicción obliga a representar el fundamento que permite sancionar el error. Por eso en el terreno de la metafísica encuentra la poesía un área indefinidamente grande, pues ese fundamento sancionador se ha borrado o con suerte quizás nunca haya existido.
Nuestro lenguaje debe de algún modo representar el espacio en el que vivimos o sentimos, y de esa manera tampoco la poesía o el arte pueden ser ajenas a esta distinción. Si el arte es lo que es, no debe su existencia sino al hecho de que es capaz de representar un espacio y un tiempo, a saber, los correspondientes a la época de la que es coetáneo. Como no es posible destruir la gramática y cambiarla por otra, es sin embargo preciso forzarla y extraer todas sus posibilidades, cosa que sólo puede ocurrir en el arte, aunque sea por el motivo de que toda libertad lingüística está sancionada por el uso colectivo que se hace del lenguaje.
Y ello no significa sólo que estamos obligados a representar, en el terreno del arte, la situación actual, el Zeitgeist o como quiera llamarse a ese espacio actual en el que nos movemos. Creo que aquí es preciso entender tal representación no como la finalidad del arte, sino sólo como el principio, pues lo propio del arte no sólo es su capacidad de mimetizar el mundo, sino también levantarse de forma crítica contra él. Ahora bien, para ello es preciso partir de la representación, entendiéndola como el origen y el punto de partida necesario.
Lo que el lenguaje nos ha restringido en la forma de la representación de los estados de cosas nos lo ha permitido el arte en el ámbito abierto e indefinido de la poesía. El lenguaje debe hallar ahora esa otra gramática que no está inmediatamente disponible a la conciencia, esa otra realidad que se empeña en burlar todos nuestros conceptos, a saber, la realidad alucinada que sostiene todo nuestro universo racional.
No hay comentarios:
Publicar un comentario