Sobre la pregunta se ciernen siempre enormes nubarrones. La pregunta quiere ser pregunta por sí y no por referencia a una respuesta que le diera legitimidad. Por eso el que niega a la pregunta la característica del sentido exhibe o manifiesta a su vez un origen distinto en el que la pregunta volvería a recogerse en una forma nueva, permaneciendo al fondo, como horizonte indestructible.
La pregunta sobre la esencia, por ejemplo, ha sido tachada numerosas veces como una falsa pregunta. También la pregunta por lo importante es entonces tachada, en el sentido de que no cabría interrogarse por aquella cosa que tuviera como esencia fundamental el ser la más importante de todas las cosas. Con ello no queda destruido el sentido, sino emplazado en otro lugar. El que niega el sentido de la pregunta por la esencia considera que tal esencia haya acaso de encontrarse en otro lugar. A pesar de todo, cada pregunta tiene su propia esencia, y acaso por esto una respuesta necesaria. Así, todo el movimiento del interrogar puede ser sin duda errante o fragmentario, como el del peregrino o el del solitario, pero en sí lleva ya su particularidad, es decir, la necesidad de una respuesta exterior a su esencia.
El preguntar se nutre de todas las carencias y debilidades humanas para manifestarse, es sólo el polo o correlato de lo auténticamente exterior, y en ese sentido una condición más de nuestra unión con el mundo. Por la pregunta penetro el mundo y lo hago manifiesto ante mis ojos. Toda la pluralidad de la pregunta al manifestarse nos revela la diversidad de caminos que existen en lo humano, caminos pavimentados por las señales y cruces de la contingencia. No hay nada más efectivo que la consideración de la composición de estos caminos para inadvertidamente rechazar la idea de una intervención de tipo divino como poder efectivo y consciente sobre el hombre. Ello no elimina la importancia de lo divino, sino sólo en cuanto espíritu consciente y antropomórficamente concebido. Lo divino permanece, pues es aquello que obtiene nuestra máxima consideración.
Pero más allá de esta importante distinción, se ensombrece la figura de un Artífice como creador, y no bajo argumentos sistemáticos, todos tan racionales como espurios en su inconclusión, sino por la simple y dramática rotundez con la que se presenta el mundo. El mundo muestra la composición de su camino, la arquitectura múltiple que condena desde su aparición la idea de un redentor y Artífice. Una vez recorrido cualesquiera camino, comprendemos su ser íntimo como una encrucijada de caminos y combinaciones, que por sí mismas permanecen en silencio. Es el hombre el que, a través de la palabra, del lenguaje o del poema, rescata del ser a su mutismo y lo aloja en el mundo. Es también entonces cuando la simple evidencia de las cosas nos convence de su peculiar autonomía, una especie de logos caótico y probabilístico.
Cuando el mundo habla y nosotros escuchamos, sentimos la presencia de lo divino, que no es producto elaborado de un creador, ni valor implícito en el mundo, sino comunión entre el hombre que hace hablar la cosa y la cosa que permite la pregunta.
Y obtenemos un silencio como respuesta que apunta a la posibilidad como la más elevada de las categorías. Nuestro mundo se revela como libertad sólo en cuanto que posibilidad. Por eso ha permitido acoger en su seno al creador, y no al contrario. Por eso ha permitido el deambular indiscriminado del interrogante, que se pierde en los caminos al tiempo que forja su destino.
Pues el silencio del mundo es un silencio enorme, cargado de palabras y sentidos.
La pregunta sobre la esencia, por ejemplo, ha sido tachada numerosas veces como una falsa pregunta. También la pregunta por lo importante es entonces tachada, en el sentido de que no cabría interrogarse por aquella cosa que tuviera como esencia fundamental el ser la más importante de todas las cosas. Con ello no queda destruido el sentido, sino emplazado en otro lugar. El que niega el sentido de la pregunta por la esencia considera que tal esencia haya acaso de encontrarse en otro lugar. A pesar de todo, cada pregunta tiene su propia esencia, y acaso por esto una respuesta necesaria. Así, todo el movimiento del interrogar puede ser sin duda errante o fragmentario, como el del peregrino o el del solitario, pero en sí lleva ya su particularidad, es decir, la necesidad de una respuesta exterior a su esencia.
El preguntar se nutre de todas las carencias y debilidades humanas para manifestarse, es sólo el polo o correlato de lo auténticamente exterior, y en ese sentido una condición más de nuestra unión con el mundo. Por la pregunta penetro el mundo y lo hago manifiesto ante mis ojos. Toda la pluralidad de la pregunta al manifestarse nos revela la diversidad de caminos que existen en lo humano, caminos pavimentados por las señales y cruces de la contingencia. No hay nada más efectivo que la consideración de la composición de estos caminos para inadvertidamente rechazar la idea de una intervención de tipo divino como poder efectivo y consciente sobre el hombre. Ello no elimina la importancia de lo divino, sino sólo en cuanto espíritu consciente y antropomórficamente concebido. Lo divino permanece, pues es aquello que obtiene nuestra máxima consideración.
Pero más allá de esta importante distinción, se ensombrece la figura de un Artífice como creador, y no bajo argumentos sistemáticos, todos tan racionales como espurios en su inconclusión, sino por la simple y dramática rotundez con la que se presenta el mundo. El mundo muestra la composición de su camino, la arquitectura múltiple que condena desde su aparición la idea de un redentor y Artífice. Una vez recorrido cualesquiera camino, comprendemos su ser íntimo como una encrucijada de caminos y combinaciones, que por sí mismas permanecen en silencio. Es el hombre el que, a través de la palabra, del lenguaje o del poema, rescata del ser a su mutismo y lo aloja en el mundo. Es también entonces cuando la simple evidencia de las cosas nos convence de su peculiar autonomía, una especie de logos caótico y probabilístico.
Cuando el mundo habla y nosotros escuchamos, sentimos la presencia de lo divino, que no es producto elaborado de un creador, ni valor implícito en el mundo, sino comunión entre el hombre que hace hablar la cosa y la cosa que permite la pregunta.
Y obtenemos un silencio como respuesta que apunta a la posibilidad como la más elevada de las categorías. Nuestro mundo se revela como libertad sólo en cuanto que posibilidad. Por eso ha permitido acoger en su seno al creador, y no al contrario. Por eso ha permitido el deambular indiscriminado del interrogante, que se pierde en los caminos al tiempo que forja su destino.
Pues el silencio del mundo es un silencio enorme, cargado de palabras y sentidos.
2 comentarios:
Todo lo que no decimos pero sí pensamos ¿dónde queda? ¿existió solo en un momento concreto en el pensamiento..? ¿Qué se queda en los silencios? ¿Qué se va con las palabras?.
Un saludo.
¿Cómo se podría soportar el sobresalto de la realidad sin ese hacerse palabra?
Hannah Arendt
Publicar un comentario