Si se ha podido decir que Nietzsche representa un punto de inflexión en la filosofía tradicional, no es menos cierto que a partir de él ésta toma un rumbo completamente peculiar en el que una de sus características es la de la necesidad de renovar constantemente el pensamiento filosófico. Esta renovación no es una simple reanimación de ese pensamiento, que quizás habría quedado estancado en algún punto anterior, sino, al contrario, se trata de una destrucción absoluta del pensamiento tradicional que tiene sus máximos exponentes en autores como Heidegger o Derrida.
Es curioso observar que el primer autor que pone al revés el sistema de la metafísica, el propio Nietzsche, sea considerado precisamente como un epígono de la misma por el segundo demoledor del pensamiento occidental tras él, es decir, Heidegger. Pero lo más espectacular es que esto no acaba con Heidegger, sino que el mismo Lévinas vuelve a colocar en jaque el propio pensamiento de Heidegger denunciando su unión relativa a la metafísica tradicional, de manera que es ya urgente preguntar hasta qué punto esta sucesión de acusaciones tiene sentido o de veras hace justicia a la temática propuesta. Con Lévinas, a la problemática ontológica se sucederá la ética, instaurando ya el fundamento definitivo que completa el pensamiento occidental como un pensamiento antifilosófico por excelencia.
Junto con esta destrucción de la metafísica se observa un intento por rescatar el origen. En todos los casos, cualquier destrucción de tal calado implica, como es necesario, un recurso al origen como espacio en el que aún no se habría oscurecido por completo el pensamiento; un volver, por tanto, que se considera siempre inicial: este es también el hilo conductor de la filosofía de Husserl, que en su obsesión por “las cosas mismas” se exige siempre un volver a la problematización primera de la cuestión, elaborando una espiral de pensamiento en la que el inicio siempre adquiere caracteres nuevos y una significación actualizada, pero a fin de cuentas, un nuevo fundamento que problematiza su continuación.
En todos los casos, ya se trate de Husserl, Heidegger o Lévinas, el inicio y la deconstrucción del pensamiento son en cierta manera inevitables. Ello quiere decir que también hemos inaugurado una nueva forma de pensar, con ciertos matices, pues todavía queda por demostrar hasta que punto es posible un pensamiento de este tipo, pero lo que se dibuja más claramente, más allá de cualquier especulación acerca de la validez del nuevo pensamiento es la crisis peculiar de Occidente, cuyas manifestaciones son explícitas en la filosofía actual.
Vuelta a un origen perdido y reconstrucción continua de los pilares de la filosofía. Reconstrucción continua que no se acelera hasta una forma definida, sino que retrocede otra vez hacia el origen, como una máquina repetitiva que sea incapaz de sujetarse a sí misma. En esta fase de experimentación podemos también obtener respuestas ricas, desde luego. Hay que aprovechar esta divergencia con el pensamiento tradicional para sacar provecho de las nuevas perspectivas. Pero la cuestión es hasta qué punto no estamos siendo arrastrados por el espíritu del siglo o hasta qué punto son viables los programas propuestos.
O, para ser más precisos, sería necesario preguntarnos hasta qué punto podemos deslazarnos de lo que la filosofía postmoderna en general considera como tradición metafísica; ¿Podemos desechar ya a Platón, a Kant, a Hegel? ¿Podemos determinar con absoluta certeza que no existe solución de continuidad en sus programas, que sus cuestiones ya no tienen sentido en nuestra época? Pero entonces lo que es preciso es adivinar qué época vivimos, rescatar sus rasgos más vistosos y centrarnos en el problema de nuestro tiempo.
Tras la eclosión de la polis griega, se hace manifiesta la crisis de la filosofía. El sincretismo llega a su punto máximo en Filón de Alejandría; se trata de un sincretismo que avalarían en su versión contemporánea las filosofías de la postmodernidad, en su tendencia a la mezcla y a la contaminación. Sin embargo, el pensamiento clásico suele estar siempre presente en los períodos en los que la Historia ha producido sus mejores realizaciones. El rechazo a esa tradición configura quizás la oscuridad parcial de nuestra época, como oscuridad no desde luego definitiva, o no sólo, sino como un espacio también para el ensayo de un nuevo pensamiento.
De manera que es posible pensar que esta crisis sólo sea un proceso necesario en la formación de una conciencia que coincida con la época que ella vive. Y una época mejor no debería despreciar el pensamiento antiguo, desde luego. La renuncia a la tradición implica un romanticismo que tampoco es el propio de este siglo. Así que hemos de buscar el carácter de esta época en otro lugar, quizás un lugar nuevo. Pues aunque de hecho es cierto que esta época comparte caracteres con el Romanticismo, no menos cierto es que se desprende de él al inaugurar un nuevo pensamiento. Lo que queda, por tanto, por dilucidar, es precisamente el carácter de nuestra propia época, y si el pensamiento que la secunda es viable como programa, lo cual implica a su vez la pregunta acerca de si es viable el programa contemporáneo de nuestra civilización, y por tanto, su supervivencia.
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