"La razón llevada a sus límites, topando con los límites. El místico es aquel que enmudece porque se topa con el decir que se dice a sí mismo". (Chantal Maillard). “El enigma no existe”, acaba sentenciando Wittgenstein en su Tractatus Logico-Philosophicus”. El positivista convencido ya conoce la realidad, está frente a sus ojos: en última instancia, es posible describir el mundo mediante un uso correcto del lenguaje, y por tanto, podremos hacer una ciencia de ese mundo, tener un auténtico conocimiento de la realidad.
Qué lejos estamos ya de estos planteamientos. En nuestra época, deben sonar como una canción de cuna para filósofos aficionados. Al viejo poeta nada de esto le parece más falaz, ni la más desmesurada de las elegías. Una vez uno ha conocido el escepticismo, no hay vuelta atrás. Los ídolos de la infancia desaparecieron. No es que no se pueda encontrar un candidato al sentido, que estuviera aún oculto o que aún pudiera ser buscado. El problema no es estrictamente del candidato sino del sentido; da igual que haya demasiados sentidos o que no exista ninguno, como da igual conocer la realidad que no conocerla, siempre entendiendo que un conocimiento de lo real como lo “actual” en sentido positivista sigue sin extasiarnos lo suficiente, puesto que en su llana positividad sigue quedando oscuro su sentido. También da lo mismo que el razonamiento sea eficaz como una hipótesis inteligible. Porque sabemos, intuimos, y quizás sea lo único que no nos haga dudar, que ese no sería el criterio de validez de la verdad o el ropaje con el que se nos presentase.
No, no existe criterio más eficaz que la convicción. Las convicciones se pegan al alma de una forma que ningún razonamiento puede lograr, de ahí que tampoco puedan ser consecuencia de la razón. Una convicción no se labra con la maestría del razonamiento. El razonamiento filosófico elude una última convicción; esa es su virtud, pues así da margen a que el mundo siga desarrollándose desde múltiples perspectivas, anclado en una indefinición que es movida por el propio pensamiento, haciéndola viva y consistente. La convicción inunda el alma del sujeto no con la fuerza del razonamiento, sino con el drama incomunicable de la posesión, de la pasión. Tal pasión es el origen del axioma indemostrable: la piedra primera del edificio de nuestra racionalidad no puede ser a su vez iluminada, como ella ilumina la arquitectura de la vida; ha de quedar oculta, inaccesible; pero sólo oculta en su propio sistema, y visible para los demás, que acaso hayan colocado como piedra angular lo que en el anterior sistema era sólo la cúpula. Y bajo el remolino de los hierros del razonamiento, queda un sordo golpe en el aire, un vacío. Las palabras se las lleva el viento, también los razonamientos.
El mutismo de la locura habla más que todas las palabras juntas. El estado catatónico no es sólo el silencio de la más absoluta prudencia, sino una voz que se eleva indestructible sobre el ruido de los demás, sobre la palabrería insensata de los seres racionales. En la película Family Life de Ken Loach la joven enferma queda muda ante un mundo cargado de contradicciones que a su vez está regido por los que ella, a causa de su educación, considera que son los bien encaminados, los seres racionales, las legítimas autoridades, donadoras del sentido. Su mundo de mensajes contradictorios, su incapacidad para donar sentido a un mundo, la claustrofobia que siente la protagonista pasa por la fase necesaria de una rebeldía descontrolada para terminar en el mutismo. El silencio. Un silencio en el que se pueden escuchar las voces de los demás como meros murmullos, que sólo demuestran su inutilidad, su vacío, su esterilidad patológica.
El silencio hace aquí de altavoz o de visor estratégico que pone en evidencia la estupidez humana. Los razonamientos y las posiciones dogmáticas que creen saber algo sobre un objeto llamado “mundo” se revelan meros chismes incoherentes, cargados de ingenuidad y de una oscura esperanza. El razonamiento constante sobre algo cuya esencia nos queda completamente velada es el modo existencial en el que el hombre se pro-pone en el mundo, se instaura a sí mismo. Por tanto es una forma de sobrevivir y no un método para alcanzar un conocimiento del que no sabemos nada.
El escéptico se introduce en un mundo peligroso que le deja al margen de la muda racionalidad humana, y entonces comprende lo que para él ya no viene como instaurado desde una razón o una cadena de razonamientos, sino como una pasión en la forma de la convicción. Una convicción que, al contrario que cualquier otro tipo de convicción, raíz del dogmatismo, solo sabe una cosa: que el proceso de la razón desplegado en la historia humana evidencia por su propia naturaleza la natural indeterminación del mundo, y que por ello mismo tal indeterminación no es accesible por el modo de la razón.
“El enigma existe”, esa es la otra convicción del escéptico, la convicción de las no-convicciones, la última indeterminación característica del mundo que permite hablar de un enigma. Estamos hablando de un pensamiento negativo, de una forma de filosofía negativa en el sentido de que no se pronuncia sobre la existencia positiva de un conocimiento sobre el mundo; la única que quizás nos enlace a esta tierra indefinida, abstrusa, y que siempre queda velada a ese ente particular y arrojado a la paradoja que es el ser humano.
3 comentarios:
El verdadero enigma (si me permites el jocoso juego de palabras) es cómo te las arreglas para publicar con tanta frecuencia artículos originales de tanta profundidad.
Enhorabuena por tu constancia.
Un saludo del Clan!
Gracias, viper. Se agradecen enormemente este tipo de comentarios. Un saludo afectuoso.
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