La característica fundamental de la conciencia es su absoluto desplazamiento, la capacidad de moverse indefinidamente desde su posición pero al tiempo enajenándose; de aquí proviene su estructura paradójica, pues la conciencia es capaz de doblarse a sí misma sin dejar de ser conciencia; ahora bien, ese “dejar de ser” después del movimiento de desplazamiento compromete en realidad la concepción del ser anterior a ese desplazamiento.
Por ejemplo, en el caso del tiempo, el sentido es producido por la conciencia como movimiento sobre el instante. El presente queda, por otro lado, reducido a la negación continua de su propio movimiento. Mediante el movimiento existe el presente, y quizás esta sea la propia y paradójica ubicuidad de la conciencia. El horizonte temporal es semiesférico: el pasado y el futuro constituyen una esfera partida en la que los momentos del futuro absoluto y el pasado absoluto son inalcanzables, pero no por ello inexistentes: el futuro es continuamente reemplazado por el futuro, pues, aunque viaje hacia el pasado, su posición en cuanto futuro sigue permaneciendo. Siempre hay un último momento inalcanzable del futuro y del pasado, un tiempo de carácter regulativo que cierra los puntos siempre sustituibles del horizonte temporal.
Sabemos además que sin espectador no hay tiempo. La conciencia es en su esencia tiempo, y, por tanto, capacidad de movimiento hacia delante y hacia atrás. Quizás lo propio de la conciencia sea su auténtica no-coincidencia. Su igualación con el presente y el hecho de que éste consista en una continua autorrefutación lo testifican. Y sin embargo, precisamente por no tener un espacio propio, puede la conciencia otorgar sentido.
Por lo tanto, lo propio de la conciencia es la movilidad en cuanto que alienación, enajenación. La conciencia propende o se extiende hacia el ser sin dejar de ser ella misma conciencia; con todo, desde aquí podemos preguntarnos el lugar desde el que hablamos y la posibilidad de una constitución del sentido.
Porque podría suceder que bajo las apariencias exteriores del lenguaje, bajo el discurso que se coloca en un plano que supera el movimiento de la conciencia o que incluso hace abstracción de él, en realidad esté hablando un puro sujeto, sin más, o, como mínimo, se mostraría la dificultad de saber quién o qué está hablando en ese discurso. Lo difícil en el discurso filosófico es precisamente averiguar si la cosa está hablándonos en efecto o se trata sólo de un efecto de la conciencia en su movimiento falsificador.
Ya que hay que decir que también pertenece a la conciencia esta capacidad de falsificarse, de eliminarse a sí misma, de ignorarse. De aquí puede proceder, por ejemplo, la alienación de un sujeto que se crea dueño de sus actos a través de una estructura anónima de Poder, o la creencia de un cristiano en que su pura oración es una mediación auténtica con el Creador. De ello no se libra el discurso filosófico, y es que en efecto es imposible. Tanto da hablar en nombre de la metafísica como en nombre de Dios, en cualquier caso se desconoce si ése es precisamente el estado de cosas supuesto.
Se puede argumentar, sin duda, que la conciencia no tiene tal alcance e incluso poner en duda sus capacidades. No obstante, en el discurso filosófico se origina ya la problemática del hablante, de quién es aquel que habla. Quiénes somos nosotros, una vez hemos difuminado el sujeto en el hilo lingüístico de la comunicación, una vez hemos desmontado la Historia a causa del miedo a contaminarnos de una ingenuidad pseudocientífica, esta pregunta sigue quedando en el aire y nos convulsiona como un problema que no se puede seguir obviando.
En oposición a la tradición filosófica norteamericana, parece que la trayectoria europea se ve asediada de una autorreflexión en ocasiones tan intransigente que lleva a la parodia y a su incapacidad de consecución. La conciencia de la situacionalidad histórica, de la finitud, de la dependencia de estructuras como el lenguaje al que estamos subordinados, etc, lleva a liquidar también el discurso y a dejar en realidad meros fragmentos, que son también un eco de la propia vitalidad de la conciencia.
Esta conciencia, lejos de hallarse en un mundo ordenado para sí, vive con violencia la continua deconstrucción de sus postulados y la pérdida de una unidad fundamental.
Bajo esta paradoja se podría afirmar, quizás, que nuestra filosofía europea actual se ha arrimado tanto a los procesos vitales y contingentes que ha quedado amarrada a ellos de forma tal que cualquier intento por el logos lleva a una paradoja insuperable. En un intento de condicionar reflexivamente todos los efectos exteriores a la conciencia, se ha liquidado la propia conciencia. Ahora hay que buscar desde dónde hablamos y para quién hablamos, y además teniendo en cuenta los presupuestos que han posibilitado este estilo de hacer filosofía.
La intención de absolutizar la exterioridad llevará siempre a un conflicto con la conciencia. No se puede destruir lo que hay efectivamente de irreducible en la conciencia, aunque menospreciemos su capacidad de significación o de valor epistemológico. La estancia que proclama y obliga a la conciencia a tomar las riendas no es la filosofía; ojalá lo fuera. En realidad se trata de la ética, porque, a fin de cuentas, lo que de verdad establece la existencia de una irreductibilidad de la conciencia no es un análisis de los hechos o de la ontología, sino la obligación y la responsabilidad. Obligación porque siempre hemos de responder por nosotros, y para ello hemos de ser algo. Y responsabilidad porque estamos unidos a ese algo de modo tal que no podemos cargar sobre sus elementos lo que es propio de aquello. Ese algo, además, es precisamente lo que debemos averiguar, y no es otra cosa que aquello que habla o lo que habla.
2 comentarios:
Algo que hay que escuchar y saber por qué habla y para qué...
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