Desde Platón, estamos obligados a asignar un cierto grado de realidad al error, incluirlo en una forma disminuida de la existencia. La borrosa frontera entre esa forma disminuida y la inclusión propia de ella en la existencia plena es enormemente débil, y sin embargo separa lo que habitualmente llamamos razón o cordura y delirio o locura. El razonamiento es entonces un cauce abierto en el lecho de la sinrazón que se nutre de sus escisiones. Esta negatividad convierte en un problema cualquier ejercicio racional, al tiempo que es condición de posibilidad suya. La teoría de la oposición de signos de Saussure como condición de su significado es universalizable a la relación entre razón y sinrazón. Cuando Epicuro se pregunta cómo es posible el mal si Dios existe, a continuación se replica a sí mismo con la pregunta de cómo sería posible el bien si Dios no existiese. La divinidad, no obstante, ha abierto el cauce de la irracionalidad al permitir que la oposición sea un fenómeno natural; sin ella, la filosofía no existiría, pero con ella el intelecto y el espíritu humano han sufrido sus abismos más dolorosos y terribles.
El ejemplo del poeta Friedrich Hölderlin en sus años de locura es una muestra interesante acerca de este problema. En sus luchas interiores, desequilibradas por una inteligencia desgastada, el poeta acostumbra a afirmar violentamente y a negar a continuación, según informa su amigo Waiblinger. Cuando afirma “Los hombres son felices” a continuación replica “los hombres son desgraciados”; en Hölderlin aprendemos que la locura tiene la forma de lo que los psicólogos han querido llamar “mensajes de doble vínculo”, es decir, mensajes emitidos por un emisor a un receptor que son en sí mismos contradictorios, creando así un conflicto en el receptor, un desgaste en el razonamiento, al no saber dónde dirigir exactamente la mirada.
Más allá de esto, pero conservando el ejemplo, la estructura del mundo gusta de manejarse con ese tipo de mensajes. No sería difícil obtener una serie de proposiciones descriptivas del mundo que se fallaran a sí mismas en una rueda confusa y desorientadora de contradicciones continuas. Esto a su vez es la posibilidad de la razón, que puede medirse con la mentira en una lucha complicada, pero también la posibilidad de la locura, que está impresa en la exposición indiscriminada de la descripción del mundo.
Sus contemporáneos dicen de Hölderlin que poseía un gran espíritu de negación. Hölderlin no consigue, como Hegel, superar la fase puramente negativa del movimiento de la inteligencia para pasar a una síntesis superior. Al contrario, lucha encarnizadamente entre la tesis y la antítesis, sin encontrar el remedio que le haría trascender esta dialéctica ruinosa. No ha sido el amor el que ha destruido al poeta, dicen, sino su gran conocimiento, su sabiduría. El apego desmedido en su sinceridad a una conciliación vital entre las acciones particulares y una comprensión del mundo que se quiere entera con sus contradicciones reales conlleva sufrir un duro golpe del que uno no puede ya levantarse con facilidad.
Todo esto indica el peligro de pretender ser puro en todos los campos de la vida, en pretender la verdad de forma incondicional. A tal intento heroico corresponde un no menos heroico sufrimiento. Hölderlin lo sabía, pero creía que el hombre puede, con su esfuerzo, llegar a ser un dios. Y en ese intento por ser un dios Hölderlin mismo reconoce que ha sido “tocado por Apolo”: a partir de ahora no sólo conocerá el camino del razonamiento, sino que dudará de él y entenderá de manera cabal la debilísima consistencia de nuestro mundo racional, de lo que entendemos por realidad.
Cuando las aguas de la razón se han desbocado de su cauce, surge la falta de confianza en aquello que nos sustentaba. Solamente hemos cambiado de lugar, esa es la realidad. No es que antes estuviéramos más cercanos a la realidad, o incluso dentro de ella. Las diferencias se han trastocado y estamos más cerca del error, y por ello, lo comprendemos mejor. El río de la razón originaria queda más lejos y cada vez más aparece como una sombra.
A Hölderlin le sucedió lo que el verso de Trakl intuye para sí, “ya es crepúsculo en la frente del hombre pensativo”. Quizás todo pensador tenga su natural crepúsculo como todo día su advenimiento nocturno. El viejo Hölderlin, solo, incomunicado, separado de los hombres, es capaz también de decir: “Ahora que habito en soledad, es cuando comprendo a los hombres”. En esta noche interminable del alma, el loco suspira las verdades más espeluznantes, apartado de la realidad, mientras rompe los pétalos de una flor descolorida, y aún así, o precisamente por eso, sabe comprender la esencia de la razón: “Esta mañana la fuente de la sabiduría estaba envenenada y los frutos del conocimiento son sacos vacíos, engaños.”
Sólo desde el otro lado se pueden ver, bajo ciertos destellos y en la semi oscuridad, la esencia de una verdad que queda siempre al margen de los intentos y esfuerzos del hombre racional.
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