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jueves, diciembre 21, 2006

Pedagogía del sufrimiento


No hay nada más peligroso y ambiguo que la compasión y el buen comportamiento con el prójimo. Todo lo que suene a corrección cívica guarda sin duda alguna un motivo venenoso que hemos de expulsar de nuestro organismo lo antes posible. Las mejores ofrendas de amistad han de ser vistas con la lupa de la desconfianza. Y ello no por causas extrañas a nosotros mismos cuanto por el estatuto de la propia personalidad que nos habita, de la cual nuestra conciencia es sólo un espejismo pálido sujeto a errores perpetuos.

El amor incondicional de una madre hacia su hijo es la muestra más evidente de un acto gratuito hacia el prójimo. Y es precisamente en tal amor donde en ocasiones se dan las mayores patologías del espíritu, de tal manera que un amor que en principio es “natural” se convierte sin remedio en el impedimento más grande que existe para el resolvimiento eficaz de una personalidad.

En verdad, desde que venimos a esta vida hasta que nos vamos no nos preparamos sino en la dirección contraria al dolor, es decir, en la dirección contraria de la realidad. Todo nos obliga a suponernos junto a todas esas cosas que nos proporcionan la actual estabilidad, a medio y aún largo plazo. No existe una “pedagogía del sufrimiento” que nos hiciera jinetes valerosos contra las futuras guerras que sin duda hemos de lidiar.

Anterior a la educación militar física es la educación militar del alma. Estar siempre prevenidos, al acecho; conocer lo peor que puede suceder es ya un éxito anticipado.
Pero no con una conciencia entristecida por su cruel saber, sino, más bien, con el ánimo de estas palabras de Baudelaire ante la anunciación de su suicidio: “Voy a matarme sin pesadumbre. No padezco ninguna de esas perturbaciones que los hombres llaman pesadumbre”. La aceptación de la posibilidad más trágica del destino no ha de ir cargada de dolores, sino de alegre celebración.

Difícil es asumir esto para quien ha vivido en la preparación de la mejoría progresiva de las condiciones y en la creencia de una vida sin fluctuaciones. La idea de la inmutabilidad de la figura del padre y de la madre, de la precaria paz de un Estado, de la economía floreciente y de una sociedad regulada es por un lado un espejismo peligroso, por otro, la condición de nuestra futura infelicidad.

¿Y qué con el prójimo? A ese otro desconocido no hemos de tratarle mejor que como nos tratamos a nosotros mismos. Y precisamente el que no carezca de un juez interior imperturbable es el que más lujos ha de permitirse en tales estridencias. Uno nunca se alegra suficientemente de la permanencia detestable de su propia conciencia, que le permite poder desacreditar y menospreciar los juicios que procedan de un exterior dudoso.

¿Hay aquí, entonces, resentimiento? ¿Y qué con el resentimiento? ¿No tendremos derecho a estar llana y ampliamente resentidos con un mundo que no se cansa de abandonarnos a la confusión y al desamparo? Y sin embargo no lo hemos rehuido substituyéndolo por otro más grato a nuestros ojos.

Te aceptamos, oh mundo monstruoso, y espoleamos nuestras espaldas con látigos día y noche por no habernos educado desde nuestra niñez para poder afrontarte con dignidad.
Es culpa nuestra, ingratitud fundamental para contigo. Quien más te odia es quien con fruición no ha dejado nunca de amarte.

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