“Conócete a ti mismo”, decía la inscripción que los siete sabios colocaron en el santuario de Delfos. Hoy hemos descubierto que esta pseudopsicología, que propone la existencia previa de un sujeto que por medio de la autoconciencia se puede llegar a conocer, pasa por alto la profundidad de la cuestión.
Es verdad, somos algo así como un sujeto, al menos en cuanto que legalmente somos responsables de nuestros actos. Es jurídicamente como mejor se aprecia que somos como una unidad irreducible, porque es en la Ley donde se pueden aplicar penas a un sujeto en concreto sin que se pueda apelar a sus condiciones sociales, culturales, etc, para eliminar la sentencia.
De todos modos la antigua frase nos ilumina acerca de una cuestión que no se puede evitar: la de la alienación en la que reside la previa posibilidad de comprensión o conocimiento de nosotros mismos. Esta previa alienación es la condición de todo conocimiento, de manera que también ha de serlo del conocimiento de nuestra esencia particular.
Así como veíamos el distanciamiento propio de la comprensión, lo cual nos hacía más palpable su naturaleza extravagante, en la distancia con nosotros mismos mediante la autoconciencia se pone de relieve de nuevo una alienación inevitable que no logra conocernos, sino comprendernos en cuanto que somos otra cosa que nosotros mismos.
El hombre busca su imagen y por tanto ha de hallarla en algo que no sea él mismo, es decir, aquel que precisamente es el que busca. “Buscar su imagen” es por eso buscar otra cosa por medio de la cual pueda hacerse una “representación” de qué sea él.
Esta alienación fundamental tiene un correlato específico en ese acto que no se suele meditar y que sin embargo es de una importancia sin igual, a saber, el traer a un hijo a este mundo. Dar a luz a un hijo es, psicológicamente, el transponer las carencias y deseos del padre en otro ser del cual no se ha respetado su carácter personal.
Pues de inmediato el padre y la madre moldean de forma tan insistente ese producto de su imaginación que es el alma del hijo, que nada que sea propio de él queda a salvo, excepto la pura exterioridad carnal, de la cual los padres son sus creadores primigenios.
Y sin embargo, ¡qué extrañeza natural! El hijo es hijo del padre como la idea misma de su perfección es hija del padre: hijo e idea nacen del padre del mismo modo, y por fin los progenitores logran su identidad: en cuanto pueden volcar sus deseos insatisfechos en el hijo y en cuanto son los padres de una criatura, obteniendo una respuesta a su pregunta sobre la identidad.
Padre e hijo, Dios encarnado en el Hijo Jesucristo, la Patria encarnada en el soldado, el sistema en el filósofo, etc. Este proceso de alienación como condición de la identidad es recurrente en el comportamiento humano.
Nuestra tesis, llena de amargo cinismo, es que tal alienación no significa identidad sino diferencia, y no acercamiento sino huida. Esta alienación tiene su génesis en la huida del vacío que en verdad somos, en el que se refleja el silencio del universo y del ser en general.
Ningún ser humano puede soportar la insistencia de esa mirada desde lo más alto del infinito, donde reside todo lo existente y no existente en la forma de una enorme interrogación, cuya evitación a su vez constituye la existencia propia de los hombres.
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