"Mientras se está sobrio, gusta lo malo,cuando se ha bebido, se sabe lo correcto". (Goethe, Diván Oriental Occidental). A veces uno se asombra al pensar la cantidad de tiempo que han invertido los pensadores en construir un método para hacer filosofía y hayan dejado de lado un método para sobrevivir a ella, en cuanto individuos que pertenecen más a sí mismos que a una filosofía cuyo objeto sería un mundo que en la mayor parte de los casos es trascendente a ellos y lejano, y que, como el Motor Inmóvil de Aristóteles, es un ente por completo despreocupado de las indigencias humanas y sus tragedias.
Ya en los albores del siglo XIX existió conciencia de ello y tanto Marx como Kierkegaard nos trajeron de nuevo a una existencia en la que habitábamos en primer lugar frente a una esencia que en la lejanía del frío concepto oscurecía la relación de sentido que guardaba con la mera facticidad humana, que como un rayo vergonzoso a menudo liquida con una extrema facilidad nuestros sueños platónicos para arrojarnos a un mundo en el que su concepto termina al mismo tiempo con su palabra.
Esta obsesión del método bien pudiera aparecérsenos como un deseo encubierto por razonar indirectamente el sentido de la facticidad, y es que no hay mejor camino, aunque desde luego sí más directo, de amarrar tal facticidad que no sea a la vez apropiarse de la esencia del mundo de la que se deducirían más cómodamente nuestras obligaciones éticas y prácticas, aquellas que serían a su vez las que darían la dirección apropiada a nuestra vida.
Entonces podríamos imaginarnos a Descartes como un individuo que nunca se conoció verdaderamente a sí mismo, pero que en cuanto era un humano, y por tanto, procedía con las mismas inquietudes y necesidades, sabía que tendría que dar cuenta de tal facticidad, y su método fue nada más un rodeo alargado para de alguna manera deducir, como el que arranca una manzana de un árbol, aquella cosa que es la más difícil de pensar que no es otra que la facticidad humana sin su referencia esencial.
Todos estos pensadores del método tuvieron algunas cosas claras, como que su deseo enfermizo de verdad era más natural aún que la necesidad misma de sobrevivir a su finitud, y por ello muchos de ellos no podían soportar una vida fuera de la luz de la razón, en cuanto que comprendían que la razón era a su vez la verdadera luz.
Pero el mismo genio alemán de Goethe que fue el que le llevó a decir en la hora de su muerte esa famosa frase de “quiero más luz”, fue también el genuino creador de esas poesías báquicas que forman el Diván Occidental-Oriental en las que llega a comprender la necesidad de una lucidez que no venga dada de forma inmediata, sino que atraviese paradójicamente los opuestos de la razón y la cordura, una lucidez que descansa en el vino, la poesía, la demencia, la entrega pura a lo demoníaco.
Y de nuevo es Platón el que razona de forma perfecta la necesidad de que las virtudes dionisíacas no pueden ser gratuitas, criticando aquella idea de que por culpa de Hera Dioniso habría castigado a los hombres con la borrachera. No; el vino formaba parte de aquel otro camino hacia la lucidez que llegaba de Oriente, del espíritu que Goethe vio en lo fáustico, en lo que era por naturaleza superior a la razón.
Por eso es que, puestos a admitir la necesidad de un método, sugiero el aprovechamiento de esa luz diferente que otorgan los éxtasis poéticos y las alucinaciones hipnóticas, en las que las diferencias entre lo profético, lo poético y lo filosófico se disuelven como los ojos de ese amante de los placeres mundanos en la peligrosa dulzura del vino, y somos privilegiados temporalmente por unos dioses que se han mostrado compadecidos ante el trauma originario de ser humano.
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