No existe terror más inmediato que el de no poder escapar a la realidad con la que estamos entretejidos. Sería preciso concretar que, más que ese no poder, la causa de tal angustia es la conciencia de aquella imposibilidad.
Esto quiere decir que, aunque habitualmente vivamos bajo una presión espacio temporal irresistible, no siempre somos absolutamente conscientes de tal realidad y que muchos de los que sí lo son llegan a excederse, diciendo, con Karl Kraus, que "el mundo es una cárcel en la que es preferible la prisión incomunicada”.
Sin embargo no es una cuestión de preferencia; en cualquier caso, estamos verdaderamente incomunicados. El espíritu de la Ilustración nos colocó en realidad frente a la libertad y la responsabilidad, frente a la que muchos hemos tenido que claudicar, pues, volviendo a Kraus, “el superhombre es un ideal prematuro que presupone al hombre”.
El dolor que supone la imposibilidad de trascendencia hacia el otro y la conciencia de la incapacidad de huir de una realidad que a veces se desploma sobre nosotros como un peso insoportable, añadido a ese deseo imposible de ser nuestros propios comandantes morales hace del individuo un esperpento de hombre, algo que queda muy lejos de la visión positiva o iluminista sobre las capacidades humanas.
Esta conciencia del no-poder huir se atestigua cada vez más en la gente que se acerca a la edad adulta; la alegría del joven le permite, aún en su ferviente rebeldía, levantarse con regocijo en la labor de su autodestrucción y disfrutar negativamente de su propia aniquilación.
Pero este privilegio queda vedado para los adultos, aquellos que no son ya lanzados fuera de la órbita aplastante del hastío, y que, por el contrario, son de nuevo arrojados al suelo arenoso y desértico de su propia identidad, a la maldición de la individuación que les remite siempre a sí mismos como la mosca o el pájaro que, apresados en su jaula, se golpean inocentemente la cabeza contra los hierros, inocentemente y también inútilmente.
No ser nosotros mismos, ésta era la tesis de un hermoso libro de Xavier Rubert de Ventós, en la que criticaba el aristotelismo teleológico que vuelve a rezumar aquel “llega a ser lo que eres” de Píndaro y que, a juicio de nuestro autor, era la clave del aburrimiento vital.
Y no se equivocaba; al contrario, bien se daba cuenta de que la individuación física y espiritual que somos en relación con nuestra conciencia infinita sólo podía tener como resultado la experiencia amarga que es propia de toda existencia humana.
Y también que a medida que nos hacíamos más adultos no nos acercábamos a una supuesta sabiduría que sería quizás la recompensa por la pérdida de los años juveniles, sino que por el contrario, nos convertíamos en viejos aburridos y pesados, imposibles de soportar ni por nosotros mismos.
Así es que nuestra búsqueda ahora no puede ir dirigida a una mejora de las virtudes que cada vez están en menor proporción en el cuerpo. La tarea debe encaminarse a la progresiva pérdida de la conciencia del constreñimiento de una realidad que cada vez nos ahoga más en el seno de su asfixiante atmósfera. Y dando gracias.
1 comentario:
Hola David,
Es la primera vez que leo tu blog pero ya sé por dónde vas. Pese a que es un pocquito difícil de leer, creo deducir bastante desesperanza en tu texto. Estoy de acuerdo con lo que dices de que la vida es una carcel y todo eso. Cuando te haces mayor te das cuenta que hay pocos sitios a los que huir :-) Pero bueno, siempre ha habido gente que saca experiencias positivas incluso de la estancia en una carcel. Aprovecha tu encierro y haz de él algo bonito.
Saludos siceros,
Kitty
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