La imposibilidad natural del mundo, esto es, el hecho de que el mundo nunca pueda ser tal y como lo entendemos en su aspecto ideal, y que por tanto se vea reducido a una serie causal sin fin de la cual extraer su sentido no puede ser otra cosa que implantarlo desde fuera, no se debe a ninguna causa extrañamente oscura que acaso no pudiéramos alcanzar a comprender, sino todo lo contrario, es la cosa más sencilla de todas, y reside precisamente en el hecho de que no existe la posibilidad de detener el mundo en tanto que proceso temporal.
Si imaginamos ese mundo en constante movimiento, colisionando de forma arbitraria, pero necesaria en cuanto que cada ente tuvo su particular inicio, y que más tarde de forma inevitable ha de verse mezclado con los demás elementos del río, comprenderemos la causa natural de que proyectos humanos como la justicia, la paz o la felicidad sean siempre abortados en la historia.
Pues si, por ejemplo, conocemos las causas de una buena educación, deberemos tener el poder político para poder implantarlas, pero tal poder necesita a su vez que las clases dirigentes hayan sido bien educadas. De este modo se imposibilita la idea de justicia y de correcta legislación, sometidas a su propio círculo vicioso.
Nadie dudará de que incluso de entre los reacios, ante estas voces divinas, se levantarán muchos almas de su ceguera y se pondrán a caminar, resucitados de su oscuridad.
¿Cuántos que ahora están siendo paridos, en algún arcón maldito de la Historia, que beben inocentes el pecho de una madre “nacida para pasar de largo” no llegarán, sobrepasando el éxtasis de los creyentes, a la posesión ilegítima de las ciudades, de los templos, de los lechos de los gobernantes de la tierra, instaurando la maldad frente a la bondad, el golpe de un momento por el ejercicio penoso y sacrificio de unos miles?
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