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martes, diciembre 26, 2006

La última resistencia


Mi mayor respeto para los que de algún modo u otro, fueron expulsados de esta vida. A menudo converso con algunos de ellos, porque la luz permanece sobre la ruina plomiza de sus existencias, y brotan a menudo grandes enseñanzas, aunque los que somos débiles y perezosos no seamos capaces de entrever su verdadero significado.

Mi anciano padre lleva en su rostro el caudal de las lágrimas de esta vida; la marca de su paso por el alma. Ya no sostiene grandes ideales, y muy lejos se halla de pretender dominarse por la ebriedad que dicen conlleva el conocimiento de hermosas verdades.

De algún modo todas esas señales en el rostro indican que hubo una materia que fue receptiva a un mundo que era algo más que un ensamblado de átomos y carne; en los viejos caminos aún hallamos marcas de quien los cruzó, y en ellos se figura lo que en otros tiempos fueron gloria y vitalidad.
En los ojos de éste o aquél mendigo, astrólogo, místico o exiliado brilla todavía ese esbozo de esperanza en la memoria. Su nombre es Dios: algo genuino, de lo que no puede dudarse. Los actos revelados no advienen como resultado de un difícil proceso racional; más bien se muestran como el resplandor de un rayo espontáneo, salido de algún lugar desde luego superior a todo lo conocido.

Las revelaciones son esas estimaciones propias de los hombres que en general han sucumbido pero acentuadas por el vigor de un alma en constante rendimiento. Los santos no son acaso pobres espíritus desinteresados del destino de las cosas, sino que han penetrado con su inteligencia todo lo que han podido, y llegando a verse en el límite, han caído bajo esa especie de esperanza inmemorial que como última salvación de la locura el alma misma provoca, en la forma y figura de la idea de Dios.

Cierto día llegué a escuchar de los labios de mi padre que no llegaría yo al convencimiento de la existencia de Dios mediante acaso las lecturas bíblicas, etc, sino que el tiempo mismo me haría ver su necesidad. Tal contrasentido se observa en algunas personas que han intuido a Dios porque en el fondo de ellas han llegado a verlo.

Pero, ¿qué es ese fondo nuestro sino la última resistencia a la renuncia de la razón y del espíritu por penetrar de otro modo una realidad que se nos escapa? La autoconciencia del hombre reside en su capacidad para valorar lo que le sobra y lo que le falta: su conciencia de carencia de Dios no significa la automática existencia de éste sino que informa sobre el estado propio de nuestra naturaleza. La autoconciencia no es conocimiento de la realidad última, sino barómetro y medidor del estado de cosas en el que estamos inmersos.

Éste es el motivo de nuestra insistencia en la existencia de Dios: todo lo divino que no es explicable sigue palpitando a costa de la razón y del estado de cosas dado; todo lo divino sigue mostrándose con mayor luz en cuanto avanzamos en el interior del espíritu.

Hemos descubierto a Dios en nuestra alma. ¿No es esto motivo suficiente para desistir de la idea de su existencia? ¿Buscarás a Dios arriba, en los cielos, más allá de lo terrestre? ¿No se te ha mostrado acaso dentro de ti mismo? ¿Y no quiere decir ello sino que Dios no existe sin tu alma, que Dios es producto y esencia al mismo tiempo de ti mismo? ¿Y cómo podría ser esto si no constituyese aquella última resistencia en la que no permitimos que nuestro nombre, identidad y esfuerzo por vivir sea al fin de cuentas vano?

He visto a Dios en los ojos de muchos hombres cuya última esperanza navegaba los fondos de un alma afligida por la negra conciencia de su futilidad.

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