Tal poblado crece de la raíz de un territorio que une a estos hombres más aún en su soledad, mediante el lenguaje y hábitos comunes. Y desde lo alto del cielo, cerca de las blancas cumbres, un ave mira imperturbable la tierra bruta y exiliada, una nación única y compacta a causa de su arrojada solitud.
Y si fuéramos dioses que habitaran el trasmundo, ¿no veríamos esta hermosa Tierra que ha dado a luz con dolor el agua y la vida, desarraigada de sus celestes compañeros, ahí en un sistema de estrellas poderosas y ajenas a la existencia de su privilegiada vecina?
Si los astros fueran dioses, el alma de la Tierra sería un pozo helado y melancólico.
Así el silencio como esencia más evidente del ser se despliega de lo más íntimo a lo más universal, del pastor solitario del monte al conjunto de la humanidad, y, atravesando el bosque de la multiplicidad y los fenómenos, aparece al hombre reflexivo como lo que verdaderamente sustenta su ser y el de todo lo conocido: la evidencia del silencio como ser auténtico, la pregunta que retorna sin su respuesta necesaria, la comprensión espantosa de la ausencia natural de un diálogo con lo que nos rodea.
Y en la naturalidad propia del mundo, el hombre rompe su soliloquio infinito creando un interlocutor más bueno y más hermoso, del que el mismo hombre fuera solo su principio, su imagen débil y y semejanza: Dios como el Otro nunca aparecido, como el invisible que reclama el hombre desde su más propia carencia y desarraigo.
La verdadera imagen última del ser coincide con la imagen última del hombre en el recogimiento reflexivo de su soledad.
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