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viernes, diciembre 22, 2006

El delirio agustiniano


Las Confesiones
de San Agustín representan un documento que no puede dejar de causar rechazo a quien tenga cierta sensibilidad y ánimo moral razonable.
Es decir, que para aquel que está provisto de sentido común Las Confesiones no pueden ser sino un ultraje a lo razonable, una inmersión en fosas cargadas de ruindad espiritual, cuando menos una entrada en el mundo de los frenopáticos.

La misma impresión tiene uno cuando se acerca a Las Confesiones que cuando lo hace a las Ensoñaciones de un paseante solitario, del grandioso Rousseau. Pues el mismo ánimo que hace posible una sensibilidad tan sublime le lleva a nuestro escritor a refugiarse tras los arbustos para enseñar su cuerpo desnudo a las mujercitas asustadas, o bien a desarrollar un relato engrandecido de su vida en el que los dolores de este hombre que fue enterrado en el Panteón de los Hombres Ilustres le hacen llegar a considerarse “el más desgraciado de todos los hombres”.

En las Confesiones San Agustín se condena una y otra vez por un hurto que cometió en su juventud. De acuerdo, afirmamos, el pecado no está tanto en el objeto del hurto como en la intención, que residía en el placer de robar por robar. De una “razonable” reflexión sobre un acto pecaminoso a la exaltación de la ruindad que a uno lo habita hay un paso; pero este paso reúne la diferencia entre lo sano y lo enfermizo.

Sin duda, debemos concluir lo que sigue: en la medida en que un hombre puede sacar de sí toda una filosofía del aborrecimiento y puede llegar a considerarse un espíritu manchado con los pecados más horribles que se puedan concebir, en esa medida este hombre devenido Santo es un auténtico ejemplar de enfermedad; un sujeto que se complace en hablar casi a gritos de sus horrorosas manchas espirituales, que una y otra vez vuelve a mirar a su condición de pecador, solamente puede ser una cosa: un espíritu en plena decadencia de sus facultades, un monstruo, en el que la obsesión carnal se ha transformado de forma terrible en obsesión judicial, en abierto masoquismo.

Tanto Rousseau como San Agustín reconocen las groseras desviaciones sexuales que son el motor de sus confesiones, de sus actos desesperados de oración. No nos dejemos engañar por una posterior reflexión; hay que escuchar lo que nos dicen: Que son pecadores sin igual, criaturas dejadas de las manos de Dios, frecuentadores del infierno…eso es lo que ellos dicen que son, y a ello hemos de atender. Su confesión no hace sino manifestar abiertamente lo que constituyen: libertos del placer, gozadores del masoquismo, invertidos que han sublimado el goce de la carne en el goce del castigo; el látigo como instrumento de onanismo; la cruz como recuerdo del falo revertido, la oscuridad de la Iglesia como imagen de la tiniebla sucia del prostíbulo.

¿Qué han hecho estos hombres con el regalo de la soledad? Con sus monstruosidades, han convertido el ámbito del pensamiento en la raíz podrida de los hábitos más repugnantes; el paseo solitario donde se confirman nuestros juicios en el desvarío promiscuo donde la razón amarra sus deformidades.
Ahora los partidarios de la soledad seremos vistos como esos recluidos de los sanatorios que también gozan de creerse sabios, murmullando sórdidos insultos como si de dulces verdades se tratasen, allá bajo un sol espléndido, engendros cuya única gracia y virtud reside en mantenerse alejados de la turba irrisoria de los hombres.

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