Retomando una lectura de las pruebas de la existencia de Dios en San Anselmo de Canterbury he comprendido con exactitud el sentimiento nauseabundo y al mismo tiempo estremecedor de la Idea misma de Dios, a una vez con el rechazo particular que solemos sentir muchos al hablar de cosa tan inmensurable.
Y quizás lo más extraño de Dios sea que es lo más cercano a su vez, que cosa tan lejana se halle anclada, es justo reconocerlo, en lo más profundo del túnel de nuestra mente, allá con las cosas inescrutables de las que creemos ser un fragmento causado, un mero reflejo. Éste reflejo es el motor con el que arden las ideas delirantes de los locos, y también la causa de los hallazgos más geniales y extravagantes.
Con todo, la mayor repulsión de admitir "lo divino en nosotros", por utilizar las palabras de Plotino, no puede ser otra que el contraste que causa ello al medirlo con la fragilidad de la carne, pues tal idea de lo infinito ilumina desagradablemente lo finito y limitados que en realidad somos, y en cuanto nuestro entendimiento ha de admitir tal cosa, se asusta horrorosamente de sí mismo y trata de refutar por todos los medios la idea de divinidad, y, sin darse cuenta que en la medida en que habla más y más sobre ella con la intención de rebatirla, se encuentra también más inmerso en su dominio, hasta tal punto de que a oídos extraños resulta absurda la diatriba contra lo divino en función de cuantas cosas se hayan atribuido en torno a ello para refutar su existencia.
No me quedo conforme, sin embargo, ante ninguno de los postulados. Éste es el precio del escéptico y del cínico. Ni siquiera con ser cínico y escéptico, o, precisamente por ello, puede el que profesa esta doctrina sentirse a gusto y en sus cabales. Pero ese movimiento de renuncia y aceptación dialécticos deja un margen a lo estético, que es al fin y al cabo donde la gente de mi condición acabamos metiendo el hocico.
Pues bien, decía que no me quedo conforme. Ni admitiendo lo divino en mí, como sujeto perteneciente a lo universal, y mucho menos en la medida en que tal ontología de la divinidad está entrelazada, no sé de qué manera, a alguna facultad de mi alma o a mi raciocinio, pues esta idea resulta repulsiva, a saber, la de que nosotros podamos llegar por nuestra propia condición a lo eterno, y tampoco me quedo contento con la afirmación de la finitud asumida, en cuanto que el énfasis en esta finitud implica una mayor concesión al trasunto de la divinidad y la infinitud.
No hay duda de que seguiré errando y chocando con tales cosas por dos razones; primero, porque no comprendo cómo de abarcar lo infinito en mí, en el sentido de que tal infinito pertenece por raíz a las profundidades oscuras del entendimiento, no puede al mismo tiempo apresar con la mayor de las inteligencias tanto la dirección tan pueril y rastrera de mi mísera existencia como el más grande de los secretos de esa infinitud en la que yazco cobijado; y segundo, porque de poder hacerlo me sentiría culpable de orgullo todopoderoso, (hybris) como si acaso el hombre pudiera mínimamente, dada su condición mortal, acercarse a los dioses sempiternos.
Reflexionando sobre esto, he llegado a negarme concebir tal divinidad en mí: si así fuera, ello agravaría más aún las condiciones de nuestra existencia, y nos veríamos obligados, como de forma terrible insinúa Platón en alguno de los pasajes, a figurarnos marionetas de los dioses. Y, de cualquier modo, me niego a tener nada que ver con la inteligencia divina; si alguna relación tuviera con ella, no estaría escribiendo esto. Más bien andaría de la mano de los ángeles, compartiendo los secretos de la infinita potencia de los dioses y demonios, allá con el padre Swedenborg, o bien en un manicomio no menos celestial, con no menos profundas discusiones que nada deberían envidiar al mejor banquete de teólogos imaginable.
Y quizás lo más extraño de Dios sea que es lo más cercano a su vez, que cosa tan lejana se halle anclada, es justo reconocerlo, en lo más profundo del túnel de nuestra mente, allá con las cosas inescrutables de las que creemos ser un fragmento causado, un mero reflejo. Éste reflejo es el motor con el que arden las ideas delirantes de los locos, y también la causa de los hallazgos más geniales y extravagantes.
Con todo, la mayor repulsión de admitir "lo divino en nosotros", por utilizar las palabras de Plotino, no puede ser otra que el contraste que causa ello al medirlo con la fragilidad de la carne, pues tal idea de lo infinito ilumina desagradablemente lo finito y limitados que en realidad somos, y en cuanto nuestro entendimiento ha de admitir tal cosa, se asusta horrorosamente de sí mismo y trata de refutar por todos los medios la idea de divinidad, y, sin darse cuenta que en la medida en que habla más y más sobre ella con la intención de rebatirla, se encuentra también más inmerso en su dominio, hasta tal punto de que a oídos extraños resulta absurda la diatriba contra lo divino en función de cuantas cosas se hayan atribuido en torno a ello para refutar su existencia.
No me quedo conforme, sin embargo, ante ninguno de los postulados. Éste es el precio del escéptico y del cínico. Ni siquiera con ser cínico y escéptico, o, precisamente por ello, puede el que profesa esta doctrina sentirse a gusto y en sus cabales. Pero ese movimiento de renuncia y aceptación dialécticos deja un margen a lo estético, que es al fin y al cabo donde la gente de mi condición acabamos metiendo el hocico.
Pues bien, decía que no me quedo conforme. Ni admitiendo lo divino en mí, como sujeto perteneciente a lo universal, y mucho menos en la medida en que tal ontología de la divinidad está entrelazada, no sé de qué manera, a alguna facultad de mi alma o a mi raciocinio, pues esta idea resulta repulsiva, a saber, la de que nosotros podamos llegar por nuestra propia condición a lo eterno, y tampoco me quedo contento con la afirmación de la finitud asumida, en cuanto que el énfasis en esta finitud implica una mayor concesión al trasunto de la divinidad y la infinitud.
No hay duda de que seguiré errando y chocando con tales cosas por dos razones; primero, porque no comprendo cómo de abarcar lo infinito en mí, en el sentido de que tal infinito pertenece por raíz a las profundidades oscuras del entendimiento, no puede al mismo tiempo apresar con la mayor de las inteligencias tanto la dirección tan pueril y rastrera de mi mísera existencia como el más grande de los secretos de esa infinitud en la que yazco cobijado; y segundo, porque de poder hacerlo me sentiría culpable de orgullo todopoderoso, (hybris) como si acaso el hombre pudiera mínimamente, dada su condición mortal, acercarse a los dioses sempiternos.
Reflexionando sobre esto, he llegado a negarme concebir tal divinidad en mí: si así fuera, ello agravaría más aún las condiciones de nuestra existencia, y nos veríamos obligados, como de forma terrible insinúa Platón en alguno de los pasajes, a figurarnos marionetas de los dioses. Y, de cualquier modo, me niego a tener nada que ver con la inteligencia divina; si alguna relación tuviera con ella, no estaría escribiendo esto. Más bien andaría de la mano de los ángeles, compartiendo los secretos de la infinita potencia de los dioses y demonios, allá con el padre Swedenborg, o bien en un manicomio no menos celestial, con no menos profundas discusiones que nada deberían envidiar al mejor banquete de teólogos imaginable.
2 comentarios:
No está mal, sólo te diré que el infinito no existe en nuestro plano de existencia. En nuestro universo todo es finito (incluso el mismo universo) porque por muy grande que sea algo sigue siendo finito. El concepto de infinito es algo que nuestras mentes finitas no son capaces de comprender bien, trabajamos con él pero no podemos comprenderlo con exactitud.
Si partimos de las definiciones que han analizado algunos teólogos y filósofos sobre Dios, no tendremos una idea clara y específica; puesto que ellos han oscurecido el concepto de divinidad con atributos y formas extrañas. De todo lo que se ha hablado de él: su naturaleza, propósito y condición, estamos partiendo de términos confusos, errados e inventados con graciosas fantasías, aunque aveces con algunos aciertos. Pero ¿cómo es Dios realmente, cómo podemos saber éso y más aun cómo podemos sentirnos parte de la divinidad y saber que esa divinidad nos pertenece ontologicamente?
Desde nuestra finitud podemos llegar a tener la idea de infinitud y de la sempiternidad... y avanzar dialécticamente hacia esa divinidad de la cual somos parte, aunque insistamos en alejarnos. La Divinidad es tener el carácter, poseer los atributos y perfecciones que tiene Dios mismo, lo divino es lo eterno; aunque aveces no podemos alcanzar a comprender la magnitud de ciertas cosas y designios. Se nos a dicho que existe una separación abismal entre lo humano y lo divino, el humano solo puede conformarse con ser filósofo, (mas no sofo, como los dioses) aunque Empédocles no se conformaba con ser sabio, sino que quería ser un dios. ¿Qué habría descubierto en sí mismo, en su condición o cómo pudo entender el concepto de divinidad?
Tal vez como los artistas creadores que experimentan a menor escala lo divino, (cuando crean una escultura, como Miguel Ángel que le arrojó un cincel a su estatua de David que recién había terminado de hacer y le dijo: “Ahora habla”) cómo podemos entender la divinidad como simples mortales. O como el doctor Frankentein que creó al monstruo anónimo, o como el judío que hizo al Golem. O como los alquimistas que creaban hombrecillos homunculos. En la literatura o en la realidad siempre se está consciente de la divinidad que llevamos dentro.
Ya los griegos habían hablado de los semidioses en sus mitologías, explicando que eran hijos de un dios y un mortal como Cristo. Éstos semidioses que hacían hazañas extraordinarias como los doce trabajos de Hércules.
Estamos conscientes que en alguna eternidad podemos llegar a crear mudos ingentes con otros seres humanos, con animales de nuestra imaginación, insectos ponzoñosos que tienen algún propósito como ese insecto que nos pica y que maldecimos y que aplastamos con todo el coraje del mundo y que nosotros jamás podremos reemplazarlo, como crear una asquerosa cucaracha, como podemos fabricar una inmunda rata, un rabioso perro, un místico gato, una simple planta, una bendita nube, una estrella magnificente o una ingente galaxia. Éso es lo divino, la creación y la creatividad, eso nos hará divinos, éso y solo éso, la bondad infinita, la justicia, la equidad y amor que se le atribuye a la divinidad. ¿Seremos dioses en alguna eternidad? O solamente cuando transcendamos nuestra finitud...
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