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sábado, noviembre 11, 2006

De los diferentes tipos de sabiduría.


No hay dos fenómenos iguales. De la misma manera, no existen idénticas inteligencias. Mi mirar puede ser ancho, pero breve; estrecho, pero largo; unos han aprendido en la escuela, otros en la mugrienta y egoísta calle.

Pascal entendió algo similar cuando hablaba del espíritu fino y del espíritu geómetra. Pues bien, cuando uno, aburrido por el gélido temple del sucederse los minutos, decide poner pies en polvorosa, y, en lo breve que dura su enérgica decisión, termina en una vieja y solitaria biblioteca, no es raro que eche mano de esos tomos de registro y material psicológico archivado que constituyen las biografías.

Allí he aprendido lo que ya suponía mi natural intuición: y al rescatar al viejo y pesimista Schopenhauer, al conseguir su caricatura, obtuve la postal de un desdichado y enrabietado anciano, que ya desde joven deslizó su ojo hacia los aspectos más escabrosos de la existencia. O, al viajar a través de la respiración de un Montaigne, comprobamos la fecunda y al mismo tiempo frágil soledad. Y comprendemos que el espíritu de Pascal, así como el de Nietzsche, aún estando ambos enfrentados por una temible muralla, (pero inmersos en el mismo cenagal), es absolutamente diferente al del loco Newton, que perdió el juicio por demostrar la patente de sus trabajos matemáticos.

Podemos de esta forma, medir dos clases de conocimiento: el técnico, y el teórico, que se elevan o descienden de la escala intelectual a medida que pasan los años en función de unos y otros sabios; pero no deja de ser un dato relevante, que, tanto los más técnicos como los más profundos, tanto Pascal como Wittgenstein y el sureño Jorge Luis, acaben sus días postrados ante la metafísica más feroz e injustificada e incluso sientan una extrañísima filia hacia la divinidad...

Este proceso, como es lógico, suele comenzar en el tecnicismo puro y terminar en la más divergente metafísica. Pascal inventó las matemáticas a los doce años, y no fue sino a los treinta y nueve, herido por la enfermedad, que la idea de Dios se le impuso, como un cetro de oro en su pensamiento, y gobernó así sus decadentes e infecundos años, pasando de ser un genial matemático a un filósofo realmente mediocre (Voltaire dio cuenta de este hecho).

Así es la ejemplar y al mismo tiempo neurótica vida de Ludwig Wittgenstein, quien sustituyó en el corazón de su madurez las reglas lógicas por la exaltación religiosa. La actitud psicológica de la conversión se explica por la cercanía del hombre ante las puertas de la muerte. De pronto al sabio no le interesa tanto a cuantas millas se encuentra AlPha Centhauri del Sol, sino cual es el motivo de que haya dedicado toda su vida a estudiarlo.

Sin embargo, creo posible una inversión en la dirección de la reconversión, y yo mismo quiero ser ese caso: ahora que he alcanzado la madurez, y con ello la vejez, mis cansadas venas me piden sacos de números y matrices engordadas por dulces axiomas, deseosas están de proporcionar a sus respectivas ecuaciones leyes, regularidades y apotegmas. Si me dejo guiar por la imaginación, no callaré lo que esta me ha susurrado, no sin intenciones fantásticas: si el umbral de la muerte fuera el principio del eterno retorno, a aquella conversión evangélica le seguiría un excesivo y romántico anticristianismo. Pero este pensamiento se acerca más a la senil fiebre que a la lucidez enamoradiza del niño.

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