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martes, noviembre 21, 2006

Pesadillas


Esta noche me levanté bañado en sudores y con cierto nivel de fiebre. Creo que aún no se han estimado suficientemente los perjuicios que tienen las pesadillas ni tampoco con qué derecho se encuentran los sueños para poder decidir tan bestialmente sobre nuestra debilitada voluntad.

El primer sueño fue arrebatador. En los sueños de terror es habitual la conexión entre el sexo y el miedo, de modo que no se sabe cuando acaba uno y empieza el otro. En este velo de Maya mi amigo se disponía a cruzar la vía de un tren en el momento en que este se hallaba justamente desapareciendo por su cola, con lo que perdía la vida instantáneamente. Pero el inconsciente no se había cebado conmigo lo suficiente, por lo que procedió a reanudar la historieta macabra desde el principio, con la excepción de que esta vez mi amigo no perdía la vida, sino tan sólo un brazo. Y vuelta de nuevo, el review del video parecía inacabable. De nuevo en el sueño contaba yo el sueño, y de nuevo se repetía. Ad infinitum.

La siguiente toma no varió en mucho la primera, pues el sueño decidió colocarme no muy lejos de donde había ocurrido el anterior, de hecho, tan solo a unos raíles de distancia. Ahora era yo atravesado por hierros incandescentes hasta llegar a las manos de un probable salvador, que, agitadísimo ante la locura en la que yo rayaba al tocar los hierros con las manos, procedió sin más a arrancarme la piel de cuajo, para evitar las posteriores quemaduras, etc, con el consiguiente dolor.

Más tarde el escenario era de todo punto diferente. Me hallaba en un lugar remoto, pues los rayos del Sol caían de manera muy específica sobre la superficie terrestre, y el clima tan típico y característico que no dudé en pensar que mi sitio nuevo de ubicación era cercano a los Polos. Unos blancos felinos que hacia mi se dirigían acabó por confirmarlo. La huida era vital.

En fin, tras muchas disquisiciones, pude llegar a saber que me hallaba en Polinesia, a miles de kilómetros de mi ciudad natal. En ello consistía el terror, pues he de reconocer que me acongoja tan solo la idea de cruzar el Atlántico.

Y así mi inconsciente ha sabido jugar conmigo de la mejor forma que podría hacerlo mi consciente. En los sueños caemos víctimas de nosotros mismos, de una manera muy parecida a como los animistas caen en sus propias trampas alucinógenas o como los malabaristas tropiezan con sus propias fieras. En la vida consciente podemos luchar por nuestros derechos, atisbar una pizca de lucidez, reirnos de nosotros mismos en el éxtasis de la posesión de nuestra libertad. Lo que nos confirma el oscuro mundo de los sueños es que tan sólo somos unos ilusos en las garras de lo irracional, y que ni tan siquiera dentro de nuestros sueños podemos codiciar el poder de poseerlos. ¡Bello regalo de la Naturaleza!

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