La actual caracteriología , quizás ya anticuada en los puntos más lejanos de su vértice conceptual, se presentó como una grácil dama entre las ciencias en ciernes para ofrecernos un más que poético retrato de la transparencia del alma plásticamente configurada en el rostro humano.
Y, por cierto, que, aunque solo fuera un intento, no es mal esfuerzo realizado, ése que se dedica a examinar las efigies de los mortales. Y, de este modo, he podido observar interesantes aspectos en aquellas que de un fanático modo me han revelado sus caracteres ocultos, parte de sus secretos aparentemente inaccesibles.
Fácil es, que, en la contemplación de una señora, una damisela, si quieren, que mira al vacío intermitentemente pero sin demostrar excesiva compulsión, a la par de ejercitar sus dedos con la espuma del láceo cabello, uno vislumbre que no hay, con toda la seguridad que otorga semejante situación, muchas vicisitudes que operen sobre la mujer en cuestión, caso más ambiguo y no tan claro como el de la hembra occidental que, sin apenas vergüenza, y sentada con las piernas cruzadas en el banco del tren subterráneo, mira con desprecio a sus imaginarias competidoras, mientras parece analizar, y así creo que es de hecho, fríamente el volumen de su carmín o el largo de su falda, sin cejar por ello de exhibir con sutileza lo que ella cree es más excitante y exitoso de su moderno porte o figura.
Esta singular actitud, es, ni más ni menos, que un enunciado positivo donde se puede leer sin riesgo a cometer graves equivocaciones, la calidad del espíritu.
O fíjense, si no, en la carne aún no formada del adolescente, esos abruptos granos y la grasa diseminada irregularmente en torno a un deforme cuerpucho, de manera que habitan más los extremos y las exageraciones que las regularidades.
Y así vemos a aquel jovenzuelo cuyas extremidades se nos figuran inconexas en su relación con el resto de sus órganos y su fisonomía en general, o a la muchacha que carga con su mutación, aguda o crónica, nunca se sabe, que lucha desesperadamente contra la malformidad cómica de esta irónica edad, o bien se deja de modo que constituya el rasgo esencial de su futuro collage adulto.
Además es un hecho empírico y que nadie osará poner en duda sin a su vez pretender no dudar de su ataque, que el duro proceso de la adolescencia, la metamorfosis que ataca al espíritu y de la cual el éxito o el fracaso, la virtud o el desconsuelo futuro dependerá, se ilumina allí donde la oruga que recolecta el pan del mañana abre su bocaza, inmersa en una oscura y absurda perplejidad, una nota atónita en mitad de la muchedumbre.
Sí, es innegable que la boca siempre abierta del efebo nos comunica sus impresiones y deseos, y en particular su visión alucinada y sobreestimada de la vida, su torpeza intelectual, es decir, su cerebro aún durmiente, y claro es, como consecuencia, su poco o nulo entendimiento vital, empero, esto no quiere decir que su agitación existencial sea poco más o menos que monstruosa, algo siempre envidiable.
Pero la Naturaleza, en su deseo de inflarnos de vanidad, ha colocado ante nosotros el germen de la imperfección, cuyo núcleo central es la imposibilidad de conjugar alma y cuerpo, demostrado en la altura del sabio y su triste salud, en correlación con la espantosa ingenuidad juvenil y su matizada y poderosa fortaleza animal.
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