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domingo, noviembre 26, 2006

La fragilidad del pensamiento.


"No vivas como si fueras a vivir diez mil años. Tu destino está pendiendo. Mientras estás vivo, mientras es posible, hazte bueno". (Marco Aurelio, Meditaciones, 4.17).


Este siglo nuestro está vacunado y curado del “mal” de la inocencia. Que se haya desterrado de tal forma todo tipo de proyección espiritual y que ello haya sido perjudicial o no, de momento no lo tendremos en consideración. Lo cierto es que es un hecho incontestable, y en cuanto que tal, ineludible de cara a nuestra propia identidad.

El desplazamiento del alma hacia su centro de gravedad, el cuerpo, no es en este sentido casual. No es difícil comprobar que esta tendencia hacia la corporalidad es un intento por amarrar lo infinito que hay en el alma a lo mortal de lo que se enorgullece la carne. Y así hemos llegado a saber, no sin dolores, que todo pensamiento tiene su nacimiento y desarrollo, y que en su evolución natural no dista en exceso del crecimiento propio de la planta o del animal, que así como ellos, también tiene sus períodos de madurez y de esplendor, y por tanto, sus degradaciones químicas, sus propios marchitares, y que si podemos hablar de la podredumbre de una planta, por qué no deberíamos hacerlo de la corrupción de un pensamiento.

Lo que nuestra época ha llegado a marcar en su piel no es sino la conciencia de fragilidad. Tal fragilidad funciona como un centro de gravitación que impide a la ilimitada especulación del hombre un vuelo sin suelo, un acontecer sin espacio ni tiempo, y de ese modo se convierte en una especie de red o tela de araña que confina todas las excrecencias del espíritu a la localidad pura de su carne.
La vida entera del pensador es un intento desesperado por dar vida al pensamiento, un aliento y potencia propios y particulares que puedan desplegarse de sus manos con la fuerza inherente de todo lo que en sí mismo es sustancia independiente.

En el señuelo de esta grave melancolía platónica nace la remembranza de un espacio utópico en el que el alma individual se desplegaría en la universalidad del concepto. La esperanza de nuestro pensador idílico es que ese lugar no sea una mera imaginación, sino de veras un sitio en el que se den lugar las grandes palabras que convocan la esencia de la humanidad.

No es extraño entonces ese afán de despojarse del cuerpo que caracteriza los pensares de Platón y Pitágoras, como principales ejemplares de este filosofar; pues en cuanto que aspiramos a la universalidad y al mismo tiempo hemos de atender nuestro extraño cuando no inexacto y amorfo cuerpo, que a medida que pasan los años va cargándose de mayores imperfecciones, no podemos dejar de sentir un profundo menosprecio y su correspondiente tristeza ante esta cárcel del alma que es lo que precisamente le da cobijo.

Pero nosotros hemos alcanzado ya una madurez que nos separa definitivamente de Platón y sus secuaces. Tal madurez vuelve a ser una incógnita, y en ello reside tanto la esperanza como la desesperación. La madurez del fruto que con toda su energía absorbe la luz solar está a un paso de su próximo marchitar. Y a menudo, la ancianidad del pensamiento se confunde irremediablemente con el ocaso de su fuerza.

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