Una vez salí de mi estancia de reposo en el balneario de Tubinga, pude de nuevo reanudar mis actividades cotidianas, aquellas incluso que son más ociosas, y así, visitar el antiguo condado del norte de mi tierra, característico por sus empedradas calles y la dispersión de sus aldeas. Cierta tarde, cuando el Sol ya parecía declinar, observé en el nido de un árbol los esfuerzos de una cría de pájaro ya en calidad de volar, y tras varios intentos, así lo hizo, alejándose poco a poco de su lugar de nacimiento.
Pero, ¡he aquí una paradoja natural! Pues su madre, envenenada probablemente de algún gen maldito que la Naturaleza disemina en algunos tiempos y lugares, salió tras el pollito alegre y fuerte, experimentador de las cosas que le rodeaban, y con malicia asombrosa, comenzó a picotear el cuello de su hijo, el que reanudó más veloz el vuelo de sus cortas alitas, y ante esto la madre asesina giró su veloz ojo para ocuparse asimismo de un ala, y luego de la otra, y la sangre y el dolor en forma de alarido del pequeñuelo no tardaron en verse. Siguieron ambos el vuelo, pero circularmente, en torno al árbol y la madriguera, durante no poco tiempo. Finalmente, y tras un minúsculo graznido de pena y horror, el pajarito cayó liquidado entre el río de hojas otoñales, su cabecita frita y sangrante.
Y lo que siguió a eso originó en mi tal miedo y malestar que huí frenéticamente de aquel diabólico y enredado lugar, pues, después de mirar a todos lados, los ojos de la bestia, tras un fugaz rayo temporal, apresaron al pobre animal, y sus garras lo despedazaron.
Más tarde, caminando boquiabierto sin poder borrar de mi mente semejante atrocidad, concluí que lo sucedido no era sino una metáfora, una tormentosa simetría del lugar que ocupamos en este mundo. Porque si bien nuestra peculiar especie ha evolucionado, y se ha mantenido a distancia considerable de los peligros que en la era primitiva la cercaban, apenas se le ha ocurrido huir de la cuna, cuando su madre la ha acribillado a picotazos. Nos creemos conscientes y libres, vaticinamos proyectos que tengan sentido en el futuro como el pequeño pájaro que vuela instintivamente hacia un lugar mejor; nos ilusionamos con tener ideas propias, creamos para ello toda una serie infinita de artefactos, muchos de ellos inútiles, irreales; tememos a la muerte y no la aceptamos por nuestro instinto de supervivencia...
Cuando la consciencia se emancipó del cerebro, cuando la consciencia soñó con poder volar, fue entonces cuando el golpe nos dejó paralíticos, cuando la embolia sanguínea amenazó tan brillante creación.
Hemos inventado poderosos sistemas de pensamiento, pero el pico asesino de lo orgánico ha vuelto por nosotros. Neuronas, encéfalos, insectos, tormentas, fuerzas electromagnéticas, incluso el espacio mismo buscan nuestra consciencia, buscan la muerte de nuestra consciencia, ponen un precio a la cabecita del pájaro volador.
Fíjate en la historia de Jesucristo, cómo para que el alma vuele ha de morir el cuerpo, como para que la consciencia despierte, hemos de pagar con nuestras mejores cualidades, como para que el genio se satisfaga, su cordura ha de vender.
Reflexionando sobre esto, caí en al cuenta de que no podría decidir quién sería la madre en esta historia.¿Sería nuestro propio cerebro, que utilizando nuestra mente cree pretender la supervivencia de la materia de la que está hecho? ¿Es la Naturaleza la que persigue a toda costa la muerte del pequeño? ¿O quizás no haya madre en la historia, y sea el pájaro el único responsable de su cruenta destrucción? Un suspiro interminable me invadió el alma, y llegué a pensar que debería haber permanecido más, mucho más tiempo en el balneario.
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