Contrariamente a las opiniones de un joven experto científico de nuestra época, creo que el sexo es una necesidad metafísica. Que mi edad no sea óbice para que aceptéis esta opinión como una cualquiera. Si no habla un hombre de genio, al menos sí lo hace uno de edad, y, aunque como todo caso, en efecto, disfruta de excepciones, en este punto no es mala decisión oír lo que os habla no un viejo vulgar, sino El Viejo.
Han sido muchas las ocasiones, en que, refugiado en la suave y diáfana sábana de mi adolescencia, absorto en la perversidad sexual o en la contemplación imaginaria de súbitas sílfides que ascendían por mis cabellos para bañarlos en amor, mi mente ha ido más allá y ha abierto una brecha en el lodazal mediante lo que, ante mí, presentaba un significado. Y este significado ocultaba no por mucho tiempo la finalidad de esta conocida actividad o necesidad, y desde la cúpula del anfiteatro racional, desde el promontorio donde observaba la orquesta del sexo cálido frotar las cuerdas de la lujuria, pude engranar mi teoría de la líbido, la cual, como constaté arriba, se basa en un ímpetu espiritual exacerbado. No es estar desencaminado referir aquí los éxtasis de Santa Teresa, una gran devota de las virtudes del sexo y conocedora de sus recovecos más oscuros, y anotaré que en una más de mis estancias masturbatorias sentí un escalofrío tan dramático que no pude entender que no fuera, de nuevo, una angustia existencial.
Ahora de viejo, mis órganos íntimos se halla en irreversible decadencia. ¿No es ahora, santones del alma y mujeriegos de espíritu, cuando puedo pediros la plaza del Vaticano para condenarme por estéril, por puerco, por rufiante, malhechor y símbolo de la deshonra vitalista? Me curaré, y seré redimido, cuando regrese a mi fantástica juventud.
También yo fui enamorado, hasta tres veces. Pero, aún las mismas veces Pedro mintió a Jesús y fue perdonado. No oculto mis defectos, y ni mucho menos mis grotescos gestos, más grotescos cuanta más edad tiene el que se atreve a manifestarlos. Y aprended, no obstante, porque creo, si mi instinto no me engaña, que la morbosidad de la imaginación conserva mucha fuerza dentro del cofre de la grandeza humana. También, como dije, fui enamorado, por tres muchachas en el pleno ardor de su vida. Tampoco ahí estuvo desafortunada mi joven perspicacia, porque rápidamente me di cuenta que tras un fenómeno puramente humano yacía algo infantilesco e imprudente. Un viejo como Bukowski ha entendido que la brutalidad en la edad adulta es sinónimo de energía y lucidez, aún sea extrema aquélla, y que en el preludio de la madurez es un destello que indica los primeros pasos hacia el hundimiento.
Ahora, merodeando por el aborrecible pero grato y descansado desván, hojeo libros decaídos, cuyas hojas se van con el otoño, y mis canas caen en cada ahogado folio. Dicen que necesito u paseo, o un viaje. A Italia, por ejemplo, la cuna de la ingenua luminiscencia. O a los fiordos noruegos, donde los pintores sufrían la lepra del alcohol, y los músicos la atonalidad de los instrumentos, azotados por el invierno. Cualquier cosa excepto pasearme por el lugar donde vuestros niños hoy toman el Sol o juegan a la pelota. Cualquier lugar excepto las universidades, las escuelas, los gimnasios.
Cualquier lugar es válido, al menos temporalmente, hasta que mis huesos decidan qué es lo que van a hacer conmigo. Cualquier lugar por donde no tenga que pisar las amargas cenizas de este siglo.
1 comentario:
mu bueno
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