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jueves, noviembre 30, 2006

De todo lo finito y lo infinito.


Retomando una lectura de las pruebas de la existencia de Dios en San Anselmo de Canterbury he comprendido con exactitud el sentimiento nauseabundo y al mismo tiempo estremecedor de la Idea misma de Dios, a una vez con el rechazo particular que solemos sentir muchos al hablar de cosa tan inmensurable.

Y quizás lo más extraño de Dios sea que es lo más cercano a su vez, que cosa tan lejana se halle anclada, es justo reconocerlo, en lo más profundo del túnel de nuestra mente, allá con las cosas inescrutables de las que creemos ser un fragmento causado, un mero reflejo. Éste reflejo es el motor con el que arden las ideas delirantes de los locos, y también la causa de los hallazgos más geniales y extravagantes.

Con todo, la mayor repulsión de admitir "lo divino en nosotros", por utilizar las palabras de Plotino, no puede ser otra que el contraste que causa ello al medirlo con la fragilidad de la carne, pues tal idea de lo infinito ilumina desagradablemente lo finito y limitados que en realidad somos, y en cuanto nuestro entendimiento ha de admitir tal cosa, se asusta horrorosamente de sí mismo y trata de refutar por todos los medios la idea de divinidad, y, sin darse cuenta que en la medida en que habla más y más sobre ella con la intención de rebatirla, se encuentra también más inmerso en su dominio, hasta tal punto de que a oídos extraños resulta absurda la diatriba contra lo divino en función de cuantas cosas se hayan atribuido en torno a ello para refutar su existencia.

No me quedo conforme, sin embargo, ante ninguno de los postulados. Éste es el precio del escéptico y del cínico. Ni siquiera con ser cínico y escéptico, o, precisamente por ello, puede el que profesa esta doctrina sentirse a gusto y en sus cabales. Pero ese movimiento de renuncia y aceptación dialécticos deja un margen a lo estético, que es al fin y al cabo donde la gente de mi condición acabamos metiendo el hocico.

Pues bien, decía que no me quedo conforme. Ni admitiendo lo divino en mí, como sujeto perteneciente a lo universal, y mucho menos en la medida en que tal ontología de la divinidad está entrelazada, no sé de qué manera, a alguna facultad de mi alma o a mi raciocinio, pues esta idea resulta repulsiva, a saber, la de que nosotros podamos llegar por nuestra propia condición a lo eterno, y tampoco me quedo contento con la afirmación de la finitud asumida, en cuanto que el énfasis en esta finitud implica una mayor concesión al trasunto de la divinidad y la infinitud.

No hay duda de que seguiré errando y chocando con tales cosas por dos razones; primero, porque no comprendo cómo de abarcar lo infinito en mí, en el sentido de que tal infinito pertenece por raíz a las profundidades oscuras del entendimiento, no puede al mismo tiempo apresar con la mayor de las inteligencias tanto la dirección tan pueril y rastrera de mi mísera existencia como el más grande de los secretos de esa infinitud en la que yazco cobijado; y segundo, porque de poder hacerlo me sentiría culpable de orgullo todopoderoso, (hybris) como si acaso el hombre pudiera mínimamente, dada su condición mortal, acercarse a los dioses sempiternos.

Reflexionando sobre esto, he llegado a negarme concebir tal divinidad en mí: si así fuera, ello agravaría más aún las condiciones de nuestra existencia, y nos veríamos obligados, como de forma terrible insinúa Platón en alguno de los pasajes, a figurarnos marionetas de los dioses. Y, de cualquier modo, me niego a tener nada que ver con la inteligencia divina; si alguna relación tuviera con ella, no estaría escribiendo esto. Más bien andaría de la mano de los ángeles, compartiendo los secretos de la infinita potencia de los dioses y demonios, allá con el padre Swedenborg, o bien en un manicomio no menos celestial, con no menos profundas discusiones que nada deberían envidiar al mejor banquete de teólogos imaginable.

martes, noviembre 28, 2006

El pecado sublime del arte.


Expropiados de un don virtuoso que haya acompañado la noche en que vimos por vez primera la luz de la existencia, centenares de almas perdidas y reos de su propio castigo hemos visitado con frecuencia esas cajas de madera acústicas que vibran y producen algo que incomprensiblemente nos agrada, y que muchos místicos han acabado por creer que se tratase de un nuevo enigma matemático.

Nos hemos levantado entre los pliegues de sucias sábanas y cortejado a unas damas cuyas virtudes y defectos son proporcionales a los de aquellas mozas que dan color a los salones con sus graciosos bailes, pero sin el elemento divino que hace que las primeras se encuentren a la altura de las estrellas, y que, rodeándolas, formen parte de su luz para andar sobre ellas como si se tratase de su propio cuerpo.

Así, en esa noche en que finalmente hemos roto el cascarón superficial que nos impedía ver la enorme oquedad e interminable confusión de grietas vacías que pueblan las almas más errantes, en esa noche en que los sueños nos han negado su presencia, hemos acudido como inválidos al arcón, a la buhardilla, y allí concertando una cita improvisada con el sacerdote espiritual, acabamos por utilizar su voz para descargarnos la miseria que llevamos años arrastrando, miseria que en muchas ocasiones asusta con vetarnos para siempre la confesión exculpadora en el seno mismo de la Iglesia.
Y de manera muy oscura, tal como los ritos de los histriones en los valles desolados, tratamos con el Demonio y con su musa, nos ocultamos de nosotros mismos, nuestra imagen siendo confundida por la niebla opiácea de la melodía.

Los aquelarres ciegan con crueldad y parsimonia, y en las orgías en que creemos vernos reflejados, un fuego cavernario se expulsa de entre las entrañas para desaparecer en los hilos de las cuerdas que tocamos con vehemencia.
¡Cúantas depravadas mujeres, arpías de lo desconocido, semblantes ambiguos y cuerpos retorcidos en la marea negra de la embriaguez que pertrecha lo ruin y lo calamitoso, cúantas señorzuelas de la lujuria han tomado con nosotros la última copa mustia en el peor diván de la ciudad, o han fumado la sangría de beleño en el desierto detestado por el día, la claridad y la frescura!

Somos los jeques de la prostitución espiritual, y vendemos y traficamos las pestes del corazón.
Cualquiera que haya tenido entre sus piernas la falda grotesca de la lira o el arpón venenoso del violín sabe a que me refiero, pues es la música la sustituta de la negrura con la que uno se levanta cada mañana.
Poesía, música, literatura, los dardos de la fantasía que se aolja en las almas que nacieron entristecidas, que no pudieron contestar al mundo con la afirmación de su inteligencia, que se vieron confinadas al silencio, al martirio, a la estupidez.

Es por eso por lo que no dejo de preguntarme qué maleficio puede respirar en los placeres del intelecto, qué descabellada idea diabólica ha arremetido y dado vida a la trompeta y al tambor, y cómo éstas han seducido e incluso arrancado el espíritu a grandes hombres, cómo éstos han vendido lo más intenso y profundo de su ser a una planta alucinógena producto de una soberbia y dulce maldad.
La naturaleza ha dotado con el arte al hombre vacío de la misma manera que una madre dona a su hijo una gran suma de dinero para ayudar a que se recupere de su infinita enfermedad.

El juez implacable.


En algún lugar escribí, en algún papel que ahora debe andar durmiendo bajo el polvo, la siguiente frase: “La madrugada que nos levanta del sueño despierta también nuestras angustias. La noche es la hora de la honda confesión. El insomnio es juez de nuestras oscuridades. Pues es en la soledad donde también nos mostramos puros, y donde no existe apelación posible, donde se hace justicia sin ninguna compasión”.

Todos los insomnes egregios, (entre los que sobresale uno que, si bien no es egregio en materia del pensamiento, sabe mucho acerca del sufrimiento y de las noches en vela, quizás su mayor e incluso única virtud, estoy pensando en Émile Cioran), han comprendido que el insomnio no puede ser otra cosa que un pago por ciertas actitudes contrarias a la vida, por astutas y peligrosas imbricaciones en los terrenos metafísicos de la realidad, que, lejos de ser ámbitos neutrales donde practicar la ciencia, se revelan muchas veces como auténticas divinidades en las que el contorno físico del mundo pierde sus conexiones de causalidad para devenir destino meditado.

En efecto, el insomnio no tiene otro sentido, aparte de este terrible pago por la lucidez, que el de continuar el hilo de la consciencia que, una vez implícito en el sueño, se pierde para retomar nuevo y distante. Cada día se distancia del anterior por esta breve cortina de sueño en la que perdemos gran parte de nuestro tiempo vital. El descanso, tan necesario y a la vez tan pernicioso, pues en él se condensa más de un tercio de nuestra vida, aparece truncado cuando ése juez del que compartimos su maldito destino ha decidido no sellar aún el día y continuar el lamento amargo hasta la misma desesperación.

Parecería entonces que el descanso viene a ser un antídoto contra las cargas de la jornada, contra la acumulación en nuestra alma de los dolores que el día, desde que se levanta con la aurora, hasta que muere en el ocaso, acomete sin pausa. Por ello es por lo que el insomnio es una especie de castigo, pues extiende más allá de su límite el tedio insoportable del día consumado hacia la noche desbaratadora, donde perdemos la continuidad con la jornada siguiente y al mismo tiempo entramos en la desoladora conciencia de vagar inútiles una noche en la que amablemente podríamos estar recuperándonos para soportar el peso propio del día siguiente.

Con todo esto no está dicho nada sobre el insomnio ni tampoco sobre el sueño: éste no es solamente regenerador, sino, en una medida extrema, sinónimo de la muerte. Cuando nos fijamos en esos ancianos que pasan la mitad de su jornada durmiendo, como por ejemplo, yo mismo, cuando en uno de esos días en que parece que un manto de pereza y aburrimiento ha caído impasible sobre nuestros cuerpos, nos percatamos de la función intencional que reside en la voluntad de dormir: por eso el depresivo trata de hacerlo el mayor tiempo posible, pues teme la conciencia, a la que está asociado sin reparo alguno el dolor de la existencia.

Pero también aquí vemos la cara lúcida del insomnio; cuando nuestro juez nos levanta para resolver asuntos que sólo a la luz de la oscuridad resplandecen con brillo propio, en esa hora en que el mundo duerme y uno cree que puede aprovechar ese tiempo dilatado y silencioso para aventajar al prójimo y a uno mismo en sus meditaciones.

Nada de esto me ha sucedido a mí esta noche. En su lugar, cargado de diferentes sustancias tóxicas y medicamentos, he tratado de matar el insomnio en mí, hastiado del día inacabable. Pero el juez ha sido implacable: debo permanecer despierto mientras sufro la imposibilidad del descanso y permanezco en la apertura de la conciencia, junto con sus dolores.
Pues la muerte y el sueño no son solamente oscuridad y tinieblas, sino medicina sabia contra los estragos de esta vida.

domingo, noviembre 26, 2006

La fragilidad del pensamiento.


"No vivas como si fueras a vivir diez mil años. Tu destino está pendiendo. Mientras estás vivo, mientras es posible, hazte bueno". (Marco Aurelio, Meditaciones, 4.17).


Este siglo nuestro está vacunado y curado del “mal” de la inocencia. Que se haya desterrado de tal forma todo tipo de proyección espiritual y que ello haya sido perjudicial o no, de momento no lo tendremos en consideración. Lo cierto es que es un hecho incontestable, y en cuanto que tal, ineludible de cara a nuestra propia identidad.

El desplazamiento del alma hacia su centro de gravedad, el cuerpo, no es en este sentido casual. No es difícil comprobar que esta tendencia hacia la corporalidad es un intento por amarrar lo infinito que hay en el alma a lo mortal de lo que se enorgullece la carne. Y así hemos llegado a saber, no sin dolores, que todo pensamiento tiene su nacimiento y desarrollo, y que en su evolución natural no dista en exceso del crecimiento propio de la planta o del animal, que así como ellos, también tiene sus períodos de madurez y de esplendor, y por tanto, sus degradaciones químicas, sus propios marchitares, y que si podemos hablar de la podredumbre de una planta, por qué no deberíamos hacerlo de la corrupción de un pensamiento.

Lo que nuestra época ha llegado a marcar en su piel no es sino la conciencia de fragilidad. Tal fragilidad funciona como un centro de gravitación que impide a la ilimitada especulación del hombre un vuelo sin suelo, un acontecer sin espacio ni tiempo, y de ese modo se convierte en una especie de red o tela de araña que confina todas las excrecencias del espíritu a la localidad pura de su carne.
La vida entera del pensador es un intento desesperado por dar vida al pensamiento, un aliento y potencia propios y particulares que puedan desplegarse de sus manos con la fuerza inherente de todo lo que en sí mismo es sustancia independiente.

En el señuelo de esta grave melancolía platónica nace la remembranza de un espacio utópico en el que el alma individual se desplegaría en la universalidad del concepto. La esperanza de nuestro pensador idílico es que ese lugar no sea una mera imaginación, sino de veras un sitio en el que se den lugar las grandes palabras que convocan la esencia de la humanidad.

No es extraño entonces ese afán de despojarse del cuerpo que caracteriza los pensares de Platón y Pitágoras, como principales ejemplares de este filosofar; pues en cuanto que aspiramos a la universalidad y al mismo tiempo hemos de atender nuestro extraño cuando no inexacto y amorfo cuerpo, que a medida que pasan los años va cargándose de mayores imperfecciones, no podemos dejar de sentir un profundo menosprecio y su correspondiente tristeza ante esta cárcel del alma que es lo que precisamente le da cobijo.

Pero nosotros hemos alcanzado ya una madurez que nos separa definitivamente de Platón y sus secuaces. Tal madurez vuelve a ser una incógnita, y en ello reside tanto la esperanza como la desesperación. La madurez del fruto que con toda su energía absorbe la luz solar está a un paso de su próximo marchitar. Y a menudo, la ancianidad del pensamiento se confunde irremediablemente con el ocaso de su fuerza.

sábado, noviembre 25, 2006

De la ironía y la tragedia.


Nuestras intenciones suelen ser traicionadas por el puro azar de la acción que se pone en marcha con la reflexión. No hay nada que distinga tanto la presencia de la vida, es decir, el principio activo que forma una única substancia con el hombre, que esa desgracia divina de la ironía, que tiende a regular y a asimilar todos los esfuerzos y todas las mezquindades humanas en un mismo ámbito, resignándonos a la siempre admisión de una derrota que se perpetúa circularmente en torno a cualquier acción finita.

Y así es como la vida en su actividad más representativa vuelca lo cómico en desgracia, lo fútil en insospechada utilidad, lo honradamente valioso en pura inanidad. Esta capacidad insólita no deja de ser sorprendente aún cuando la costumbre nos haya habituado a ella. Parece que en efecto, la legalidad de la naturaleza no consiste tanto en una especie de justicia universal que compensara de forma seria la vida y su sentido, sino que, por el contrario, al fondo de todo se hallase la carcajada, la burla, la ironía descabellada.

Recordamos así a ese tipo serio que fue Odon Von Hörvath y que falleció absurdamente dando su paseo habitual, bajo una malévola rama de árbol que segó su vida inesperadamente. La frase de Pascal de que todos nuestros males nos suceden por salir de casa no sirvió de nada a ese otro gran querido filósofo que fue Maurice Merleau-Ponty, que, tras pasar toda su vida buscando un ser escurridizo, y de ese modo negando sin cesar el pensamiento clásico cartesiano, murió de un ataque al corazón mientras estudiaba a su acérrimo enemigo, Descartes. O qué decir del jovial, fuerte y vigoroso Nietzsche, cuya frágil existencia parecía un castigo de los dioses contra su hybris desmesurada.

No, no existe ningún lugar a resguardo de la esencia irónica de la existencia; el pago es universal y no existen excepciones. A los que se toman de forma poco seria la vida ésta misma les acomete un giro trascendental que les hace convertirse en los hombres más sombríos; a los que se enorgullecen de jugarse el pecho en cada decisión más tarde son sometidos a una vergüenza social que los desnuda ante el gran público al que siempre trataron de impresionar con sus oscuridades.

En efecto, esta legalidad cómico trágica de la existencia ha sido desarrollada a fondo por los payasos, los cómicos y los humoristas. Y como todo buen humorista serio sabe, la comicidad es la otra cara de la tragedia. Y por eso el enorme sufridor que fue el danés Kierkegaard pudo decir, tras sus excesos y sus bromas, esa frase que vuelca el cielo de lo amable en seriedad consternada, esa dualidad que presenta la vida a un mismo tiempo, pues ella, como Kierkegaard, bien podría decir: “Soy Jano Bifronte. Con un rostro río y con el otro lloro”. O quizás sea más preciso afirmar que todo se hace con el mismo.

martes, noviembre 21, 2006

El vuelo del ave


Una vez salí de mi estancia de reposo en el balneario de Tubinga, pude de nuevo reanudar mis actividades cotidianas, aquellas incluso que son más ociosas, y así, visitar el antiguo condado del norte de mi tierra, característico por sus empedradas calles y la dispersión de sus aldeas. Cierta tarde, cuando el Sol ya parecía declinar, observé en el nido de un árbol los esfuerzos de una cría de pájaro ya en calidad de volar, y tras varios intentos, así lo hizo, alejándose poco a poco de su lugar de nacimiento.

Pero, ¡he aquí una paradoja natural! Pues su madre, envenenada probablemente de algún gen maldito que la Naturaleza disemina en algunos tiempos y lugares, salió tras el pollito alegre y fuerte, experimentador de las cosas que le rodeaban, y con malicia asombrosa, comenzó a picotear el cuello de su hijo, el que reanudó más veloz el vuelo de sus cortas alitas, y ante esto la madre asesina giró su veloz ojo para ocuparse asimismo de un ala, y luego de la otra, y la sangre y el dolor en forma de alarido del pequeñuelo no tardaron en verse. Siguieron ambos el vuelo, pero circularmente, en torno al árbol y la madriguera, durante no poco tiempo. Finalmente, y tras un minúsculo graznido de pena y horror, el pajarito cayó liquidado entre el río de hojas otoñales, su cabecita frita y sangrante.

Y lo que siguió a eso originó en mi tal miedo y malestar que huí frenéticamente de aquel diabólico y enredado lugar, pues, después de mirar a todos lados, los ojos de la bestia, tras un fugaz rayo temporal, apresaron al pobre animal, y sus garras lo despedazaron.

Más tarde, caminando boquiabierto sin poder borrar de mi mente semejante atrocidad, concluí que lo sucedido no era sino una metáfora, una tormentosa simetría del lugar que ocupamos en este mundo. Porque si bien nuestra peculiar especie ha evolucionado, y se ha mantenido a distancia considerable de los peligros que en la era primitiva la cercaban, apenas se le ha ocurrido huir de la cuna, cuando su madre la ha acribillado a picotazos. Nos creemos conscientes y libres, vaticinamos proyectos que tengan sentido en el futuro como el pequeño pájaro que vuela instintivamente hacia un lugar mejor; nos ilusionamos con tener ideas propias, creamos para ello toda una serie infinita de artefactos, muchos de ellos inútiles, irreales; tememos a la muerte y no la aceptamos por nuestro instinto de supervivencia...

Cuando la consciencia se emancipó del cerebro, cuando la consciencia soñó con poder volar, fue entonces cuando el golpe nos dejó paralíticos, cuando la embolia sanguínea amenazó tan brillante creación.
Hemos inventado poderosos sistemas de pensamiento, pero el pico asesino de lo orgánico ha vuelto por nosotros. Neuronas, encéfalos, insectos, tormentas, fuerzas electromagnéticas, incluso el espacio mismo buscan nuestra consciencia, buscan la muerte de nuestra consciencia, ponen un precio a la cabecita del pájaro volador.
Fíjate en la historia de Jesucristo, cómo para que el alma vuele ha de morir el cuerpo, como para que la consciencia despierte, hemos de pagar con nuestras mejores cualidades, como para que el genio se satisfaga, su cordura ha de vender.

Reflexionando sobre esto, caí en al cuenta de que no podría decidir quién sería la madre en esta historia.¿Sería nuestro propio cerebro, que utilizando nuestra mente cree pretender la supervivencia de la materia de la que está hecho? ¿Es la Naturaleza la que persigue a toda costa la muerte del pequeño? ¿O quizás no haya madre en la historia, y sea el pájaro el único responsable de su cruenta destrucción? Un suspiro interminable me invadió el alma, y llegué a pensar que debería haber permanecido más, mucho más tiempo en el balneario.

Pesadillas


Esta noche me levanté bañado en sudores y con cierto nivel de fiebre. Creo que aún no se han estimado suficientemente los perjuicios que tienen las pesadillas ni tampoco con qué derecho se encuentran los sueños para poder decidir tan bestialmente sobre nuestra debilitada voluntad.

El primer sueño fue arrebatador. En los sueños de terror es habitual la conexión entre el sexo y el miedo, de modo que no se sabe cuando acaba uno y empieza el otro. En este velo de Maya mi amigo se disponía a cruzar la vía de un tren en el momento en que este se hallaba justamente desapareciendo por su cola, con lo que perdía la vida instantáneamente. Pero el inconsciente no se había cebado conmigo lo suficiente, por lo que procedió a reanudar la historieta macabra desde el principio, con la excepción de que esta vez mi amigo no perdía la vida, sino tan sólo un brazo. Y vuelta de nuevo, el review del video parecía inacabable. De nuevo en el sueño contaba yo el sueño, y de nuevo se repetía. Ad infinitum.

La siguiente toma no varió en mucho la primera, pues el sueño decidió colocarme no muy lejos de donde había ocurrido el anterior, de hecho, tan solo a unos raíles de distancia. Ahora era yo atravesado por hierros incandescentes hasta llegar a las manos de un probable salvador, que, agitadísimo ante la locura en la que yo rayaba al tocar los hierros con las manos, procedió sin más a arrancarme la piel de cuajo, para evitar las posteriores quemaduras, etc, con el consiguiente dolor.

Más tarde el escenario era de todo punto diferente. Me hallaba en un lugar remoto, pues los rayos del Sol caían de manera muy específica sobre la superficie terrestre, y el clima tan típico y característico que no dudé en pensar que mi sitio nuevo de ubicación era cercano a los Polos. Unos blancos felinos que hacia mi se dirigían acabó por confirmarlo. La huida era vital.

En fin, tras muchas disquisiciones, pude llegar a saber que me hallaba en Polinesia, a miles de kilómetros de mi ciudad natal. En ello consistía el terror, pues he de reconocer que me acongoja tan solo la idea de cruzar el Atlántico.

Y así mi inconsciente ha sabido jugar conmigo de la mejor forma que podría hacerlo mi consciente. En los sueños caemos víctimas de nosotros mismos, de una manera muy parecida a como los animistas caen en sus propias trampas alucinógenas o como los malabaristas tropiezan con sus propias fieras. En la vida consciente podemos luchar por nuestros derechos, atisbar una pizca de lucidez, reirnos de nosotros mismos en el éxtasis de la posesión de nuestra libertad. Lo que nos confirma el oscuro mundo de los sueños es que tan sólo somos unos ilusos en las garras de lo irracional, y que ni tan siquiera dentro de nuestros sueños podemos codiciar el poder de poseerlos. ¡Bello regalo de la Naturaleza!

lunes, noviembre 13, 2006

Sobre la observación de las almas


La actual caracteriología , quizás ya anticuada en los puntos más lejanos de su vértice conceptual, se presentó como una grácil dama entre las ciencias en ciernes para ofrecernos un más que poético retrato de la transparencia del alma plásticamente configurada en el rostro humano.

Y, por cierto, que, aunque solo fuera un intento, no es mal esfuerzo realizado, ése que se dedica a examinar las efigies de los mortales. Y, de este modo, he podido observar interesantes aspectos en aquellas que de un fanático modo me han revelado sus caracteres ocultos, parte de sus secretos aparentemente inaccesibles.
Fácil es, que, en la contemplación de una señora, una damisela, si quieren, que mira al vacío intermitentemente pero sin demostrar excesiva compulsión, a la par de ejercitar sus dedos con la espuma del láceo cabello, uno vislumbre que no hay, con toda la seguridad que otorga semejante situación, muchas vicisitudes que operen sobre la mujer en cuestión, caso más ambiguo y no tan claro como el de la hembra occidental que, sin apenas vergüenza, y sentada con las piernas cruzadas en el banco del tren subterráneo, mira con desprecio a sus imaginarias competidoras, mientras parece analizar, y así creo que es de hecho, fríamente el volumen de su carmín o el largo de su falda, sin cejar por ello de exhibir con sutileza lo que ella cree es más excitante y exitoso de su moderno porte o figura.

Esta singular actitud, es, ni más ni menos, que un enunciado positivo donde se puede leer sin riesgo a cometer graves equivocaciones, la calidad del espíritu.
O fíjense, si no, en la carne aún no formada del adolescente, esos abruptos granos y la grasa diseminada irregularmente en torno a un deforme cuerpucho, de manera que habitan más los extremos y las exageraciones que las regularidades.

Y así vemos a aquel jovenzuelo cuyas extremidades se nos figuran inconexas en su relación con el resto de sus órganos y su fisonomía en general, o a la muchacha que carga con su mutación, aguda o crónica, nunca se sabe, que lucha desesperadamente contra la malformidad cómica de esta irónica edad, o bien se deja de modo que constituya el rasgo esencial de su futuro collage adulto.
Además es un hecho empírico y que nadie osará poner en duda sin a su vez pretender no dudar de su ataque, que el duro proceso de la adolescencia, la metamorfosis que ataca al espíritu y de la cual el éxito o el fracaso, la virtud o el desconsuelo futuro dependerá, se ilumina allí donde la oruga que recolecta el pan del mañana abre su bocaza, inmersa en una oscura y absurda perplejidad, una nota atónita en mitad de la muchedumbre.

Sí, es innegable que la boca siempre abierta del efebo nos comunica sus impresiones y deseos, y en particular su visión alucinada y sobreestimada de la vida, su torpeza intelectual, es decir, su cerebro aún durmiente, y claro es, como consecuencia, su poco o nulo entendimiento vital, empero, esto no quiere decir que su agitación existencial sea poco más o menos que monstruosa, algo siempre envidiable.

Pero la Naturaleza, en su deseo de inflarnos de vanidad, ha colocado ante nosotros el germen de la imperfección, cuyo núcleo central es la imposibilidad de conjugar alma y cuerpo, demostrado en la altura del sabio y su triste salud, en correlación con la espantosa ingenuidad juvenil y su matizada y poderosa fortaleza animal.

sábado, noviembre 11, 2006

Las otras drogas.


El alma vacía busca y defiende hasta el fin de sus días el mantenimiento de la ceguera y el sueño de la irracionalidad. Es capaz de atrincherarse por evitar que se le despierte a la crudeza y dificultad de la razón pura, así son las cosas.
De entre el estramonio más venenoso, la literatura asciende en limpia vertical como la reina de la terquedad egocéntrica y la torpeza infinita, inyectando potencia al sentido nubloso de la individualidad en el pobre y enjuto desgraciado que cae en sus redes.

A este delirio súmese el de la música, (que convirtió a Schumann en un maniático suicida), más sensitiva y carnal, que con facilidad maestra lacera las constantes del intelecto, y nos constriñe las entrañas sin ninguna razón de peso, lo que provoca que nos veamos muchas veces obligados a asistir a un luto sin existir el finado.
Esta inmoralidad raya en lo chabacano, y su concepto completa su significado y lo lanza fuera de los límites del sentido en los nocturnos de un enfermizo francés, mundialmente famoso, capaz, con sus arpías manejuelas, de agitar a un vivo y llevarlo al borde de la muerte, aun este se halle perfectamente sano.

Mientras la literatura ciega, al menos alimenta la imaginación, aún siendo de forma sosegada, dirigida y pobre; la música hace justamente lo contrario, pues al llevar la vacuidad de la inteligencia por raíles exuberantes pero inexcrutables hacia el arrebato armónico, recompensa su enorme inutilidad.
Hallamos, por lo tanto, que la música y la literatura se dan en este aspecto sus hediondas manos.

Así, pues, ¿hay que renunciar a todo placer y vendernos al primer eremita que descienda harapiento y sin júbilo en su porte de las suntuosas montañas? ¿Debemos sacrificar la alegría por un codicioso deseo de alcanzar aquella ignominiosa razón? Yo sólo apunto un detalle, y a vosotros os corresponde decidir. Pero soy un viejo contradictorio, y si bien me jacto de luchar contra la letra y de recelar de la poesía, libro mis batallas con ayuda del vino y la presencia de las mujeres, acompañando la festividad con los arpegios de mi lira.

El hombre que quería hacer grandes cosas.


Lejos de mi ciudad natal, al sudeste de la periferia nacional, se vislumbra un atajo terroso, amarillento, árido, plegado en la brecha desértica que abarca la comarca, y que lleva a un pueblo ahora en ruinas, pero que fue habitado no hace más de treinta años.

La población, en gran medida anciana, tuvo que huir de allí, pues una extraña peste se apoderó de la ciudad hasta hacerla trizas. Y en el breve período de su cautiverio, nació en el mismo epicentro de aquella aborrecible situación K.P.. el hombre del que a continuación hablaré, bajo el estómago de una mujer que, por cierto, falleció con su nacimiento, probablemente debido a las malas condiciones del embarazo, ejecutado en plena travesía infernal, camino abierto por las llagas del calor y la desesperación ante la incertidumbre.

Cuidaron de él dos sujetos que caminaban sin rumbo, uno de ellos ya entrado en edad, y una vez llegaron a un poblado llamado Karitz ( ya no existe, un fuego acabó con él hace doce años), fue entregado el recién nacido al administrador de la ciudad, y este lo dispuso todo para que el hijo fuera adoptado por una buena familia que se interesase por él. Y así fue: no pasaron dos semanas cuando un matrimonio dichoso se hizo cargo del bebé. En aquella casa recibió los mejores cuidados, al menos los quince primeros meses.Pues cuando el niño, que había salido a pesar de todo fuerte y hermoso, acababa de cumplir un año, una voraz fiebre se hizo dueña de él, y las noches que se sucedieron, se alargaron interminables entre el deseo de saber cómo acabaría aquello y los dolores que estaban produciendo a los precoces padres. Bajo siete fiebres más atravesó el niño el desierto del invierno en esta zona de Europa, y tras este eterno lapso apareció una mañana cubierto de sudor , blanco, pero con una sonrisa en la cara. El niño había sobrevivido.

No cabe duda de que se hizo necesario pagar un precio por este extraordinario suceso. De hecho, los médicos visitantes solamente habían preconizado una muerte sin dudas, por lo que incluso dejaron de acudir a su casa. Pero esta mañana, como digo, el Sol le regaló una nueva oportunidad. Los cheques que habría que pagar por esta salvación los debería extender a lo largo de su nueva vida. Y así, el niño mostró tras los primeros días después de su recuperación una delgadez anómala, un prurito asqueroso y una tendencia hacia la actividad poco propensa antes de la irrupción de su dolencia.

En breves días, los animados padres ya habían matriculado a su niño en el colegio provincial (Der Provinze). Los informes fueron corrientes al principio, pero bien entrado el semestre acudieron extrañas observaciones a oídos de amigos de los padres, que les aconsejaron visitaran a los maestros. Por lo que se supo, los padres se tomaron como una buena noticia las peculiares afirmaciones de los maestros sobre el supuesto comportamiento del niño. Tan sólo ocurría que al inteligente Konrad no habían agradado los juegos de sus condiscípulos, y prefirió librar sus batallas solo, alejado de los demás niños.

No era esto lo que les preocupaba a los padres, orgullosos de que su hijo recobrase la salud, pues supusieron que las conductas de los niños no eran uniformes a esas edades y que además no era tan peculiar ese tipo de actitud hacia las cosas. De cualquier modo, y para quedarse tranquilos, acudieron al médico del colegio, el cual les expuso las múltiples hipótesis ante las que se encontraban en ese momento. Cierto tipo de autismo, o quizás una inteligencia maravillosa, etc, hipótesis todas que gustaron a los padres, pero fue sobretodo la de que su niño fuera extraordinariamente listo la que precipitó a la madre en una alegría asombrosa y en una fe tremenda que duramente se le pudo eliminar.

Pues las primeras pruebas confirmaban todo lo contrario: el inteligente Konrad apenas sabía ordenar los cubos, tenía dificultades con los puzzles y se oponía a contar los números del ábaco. El asunto quedó aplazado, pero la madre siguió empeñada en que había que hacer más pruebas.

A los seis años de edad comenzaron las sospechas. El niño no sólo había fracasado estrepitosamente en el colegio, sino que además no había conseguido aprender aún y tenía dificultades enormes en materias como las matemáticas o la lengua. Los profesores aconsejaron fuera visto de nuevo por el especialista.
Y así, el doctor Grigory Scheimetzer, que sustituyó al antiguo supervisor en este semestre, no anduvo con rodeos: su hijo padecía cierta demencia infantil que estaba asociada a un autismo profundo. El padre no se inmutó. La madre rechazó de inmediato el diagnóstico. Los años pasaron. En la adolescencia, el retraso mental de Konrad era espectacularmente vistoso. Los niños se reían de él y el joven comenzó a tomar drogas, lo que agravó la relación entre él, sus padres y los pocos amigos que había hecho a lo largo de los años.

Más tarde la madre solicitó la ayuda de un profesional, ilustrado, venido de lejos. El nuevo doctor era un veterano y estudioso psiquiatra deseoso de ampliar su currículo. Adoptó literalmente a Konrad y al cabo de un solo mes solicitó la baja profesional. Konrad era, según el doctor, un ser profundamente trastornado, que vivía su realidad como si de un genio se tratase, elucubrando sueños imposibles, maquinarias fantásticas, modelos de sociedad incorruptibles, mundos extraordinarios, etcétera. La madre sabía algo de esto, pero seguía convencida de que Konrad era un incomprendido y que había que tratar el asunto de forma tajante.

Según esta manera de pensar, su madre se presentó en el gabinete del doctor. Como ella aún no había visto los bocetos de Konrad, pues su hijo era muy cauteloso con respecto a lo que le enseñaba a sus padres, ésta se los pidió con urgencia al doctor, quien, amablemente, no opuso dificultad alguna.

Así resultó que los famosos dibujos de Konrad versaban de la manera siguiente: sobre un folio amarillo de unos cincuenta centímetros, había escrito en letra casi ilegible: “Proyecto de submarino termonuclear”. Lo que allí había trazado era realmente impresionante, si se compara con el título del proyecto: tan solo había una linea delgada, atravesada por una tiza blanca en forma circular.
El siguiente proyecto se titulaba “Crítica de una sociedad golosa” y sobre él se aplicaron cuatro manchas azules y una frase sin sentido que se perdía entre los garabatos. Y así, el médico, ya cansado de ver tanta necedad, entregó hoja por hoja a la madre aturdida, en total, seiscientos folios de necedad escritos en el lapso de un año.

La reacción de la madre no tuvo parangón en la historia de las madres. Su negativa a aceptar el trastorno de déficit del niño y su deseo de ver cumplido lo que el proclamaba le llevó a cruzar el océano, entrevistarse con intelectuales, colocar al niño en los mejores colegios y fundar incluso una asociación, tras años de inversión en la banca. Finalmente, la madre misma fue ingresada en el hospital de Luxemburgo, tras una crisis epiléptica cuyas causas se desconocen.

El padre había desaparecido hacía ya muchísimos años. La madre había logrado colocar al hijo en el departamento de informática de una cadena de televisión, aunque Konrad tardó más de diez años en licenciarse en la especialidad requerida. Todo terminó el día que éste prendió fuego a su escritorio, y, dirigiéndose a la pantalla en directo, proclamó:

“Buenas noches, americanos y europeos. He estado guardando mucho tiempo el proyecto que nuestros antepasados han estado interminablemente buscando, en su corazón, en las leyes, en las letras, en las filosofías. Yo lo tengo en mi mano. Sois afortunados al ver resplandecer una nueva era para el mundo. Una era que durará diez, quince años, cien años. Vuestros hijos llevarán mi mensaje a lo largo de los siglos, a lo largo de la eternidad”.

La madre aplaudía desde el psiquiátrico. El mensaje se cortó en el acto, tras las últimas palabras. Nunca más se supo de Konrad Peiletreirberg.

Equilibrium o la dulce crucifixión de los sentidos.


Nuestra gran victoria ha supuesto la fiesta de las viejas generaciones desde que quebramos con nuestro brazo la endeble pero peligrosísima llama de la afectividad.
Somos victoriosos sobre el mundo, porque somos victoriosos sobre la emoción.

¿Qué nos ha ofrecido la afectividad? ¿Qué datos nos ha aportado? El fantoche de la emoción ha suicidado a nuestros jóvenes, en las proximidades del Clasicismo, ha cortado de la cinta de nuestra vida objetos imprescindibles para la madurez satisfactoria del que era un adolescente aún. Pero también juega con nuestro compromiso y de ahí que a veces se nos reproche que el Tercer Reich tenía nuestro beneplácito, al afirmar su sangría bajo una teoría tildada de racionalista. Pero lo que vistes en la respetable Alemania joven de siglo fue un exceso de los sentidos, un desequilibrio mental, ¡una prueba más para felicitar a aquel que hace uso de la razón!

Todo acto del raciocinio que ha terminado en fracaso o catástrofe ha estado dirigido por alguna maléfica pasión humana, a veces inconsciente.

Con el tacto, sufrimos o disfrutamos. Cuando dejamos de hacerlo, huelga de nuevo la necesidad de placer, y queda únicamente la de dolor. Con los ojos vemos un mundo y una Tierra en tres dimensiones, cuando no es sino una patética proyección en pantalla plana*.
¡Quién diría que nuestros Alpes, al cobijo de toda irrelevancia, cantones cuyas bases son el poder y el respeto, cuya cima la imagen tersa y fiera en un mismo tiempo de la lejana Naturaleza, quien diría que nuestros Alpes iban a tener un origen tan fraudulento y angustioso!

Dice la incógnita Biblia que si tu ojo te molesta has de extirpártelo, pero no dice nada al respecto cuando lo que sucede es que te engaña sin remedio. Pero se me reprochará que sin los oídos no obtendríamos la única sensación de grandeza que provoca en el alma la música. Pero este es otro cantar, que ya trataré en su debido momento. Aún así, es lícito anotar al margen que la música va derritiéndose, a lo largo del desarrollo humano, y de la dolorosa experiencia de- ser en una playa cada vez más árida, hasta que la arena plomiza nos libera de todo sentido musical.

Así, ¡alabemos la dulce crucifixión de los sentidos! Imagínate un mundo futuro, lejos de lo que haya habido hasta ahora, pero no por ello muchas veces mal imaginado, donde las emociones se evaporen al calentar el agua, donde una melancólica película no haga saltar nuestras lágrimas, donde el justo juicio a muerte de un terrible asesino no segregue odio ni rencor, donde la incomprensible y a todas luces inicua muerte de un familiar elimine nuestros irracionales pasiones y nos haga concebir que es un suceso éste triste, sin necesidad de amargar e incluso embargar parte de la misma constitución anímica que forma la identidad a lo largo de los años, y sea gratificada por el contrario ante la emergencia de razones sólidas por las cuales se deduzca semejante acontecimiento vital, única característica que nos enlaza a todos los que hemos aterrizado en este calabozo circular.

O, por ejemplo, imaginad cómo en el futuro se verá nuestro pasado, esas discusiones inútiles con amigos sinceros que acababan con las mejores y más deseables relaciones; recordaréis cómo perdisteis la amabilidad de la madre que os cuidó por un arrebato injustificado, y como mediante emociones poco apropiadas crecieron como el cardo los litigios entre los familiares.

Después de escribir estas líneas con gran satisfacción, he decidido asomarme por el balcón de roble para contemplar el paisaje en la fresca y evocativa noche de verano. Un mundo justo e inocuo, sano, calmado, fuerte...un equilibrium, un universo rotatorio en su calculada perfección.



*( así reza la nueva teoría holográfica del Universo).

Acerca de la falacia de la cultura.


Estaba paseando al borde de un riachuelo antiguo y sucio, contenido en miles de cáscaras de hoja suicidada, dolorido ante la llegada apremiante del tedioso estío, mientras removía mi árida imaginación con las citas del venerado sabio alemán Goethe, cuando una inhóspita necesidad de albergar en una sola sensación la imagen de una creación absurda, egocéntrica e indisciplinada ha desatado una feroz crítica en mí ante el mencionado poeta.

Ha sido una de sus frases, tan llena de connotaciones, la que ha provocado la acción en mí. Pues dice Goethe, refiriéndose a la arquitectura, según él, blasfema del castillo del príncipe de Pallagonia: “ dragones que alternan con dioses, un Atlas que en vez de la bóveda celeste sostiene un tonel de vino”, o un poco más atrás: “lo mismo sucede con esas hileras de tejados adornados con hidras y bustos pequeños, esos coros de monos músicos y otras extravagancias similares”.

¡Qué brecha tan monumental, cuando resulta que la excitación al ver este panorama hubiese laureado la decisión mía de observar semejante acto de libertad!
Pues el hombre, aquejado por sus fantasías, dominado por sus éxtasis, dependiente de la errática y engañosa moralina, parece ser solamente libre cuando estimula su ímpetu artístico sin necesitar reglas ni otras directrices. Nuestro escritor defiende una rigidez plomática en el sinuoso sendero del Arte. ¡Bendita impudicia, sacrílega idiotez! Reza nuestro autor a la armonía y estilismo clásicos, y yo digo, ¡levántense, mis locos, rellenen las paredes con la vieja cal, ensucien las vitrinas de oro, y erijan estatuas cuyo jinete borracho parezca haber perdido la razón!

Si tan solo pudiese destruir mil años de civilización con mi mano, jamás tocaría las profundidades de la realidad; pero en un segundo el imperio del Arte habría quedado reducido a una broma ingeniosa, a una cómica ceniza. Me inspiré, amigo alemán, en ti, y a ti te dediqué un poema. Pero al notar el espesor del río ante el que me hallo, al sentir la crucifixión de mi médula espinosa, al oír los ruidos de cómo tu figura notable devino en un símbolo podrido de una nación enloquecida por la palabrería y la altivez, no puedo optar por otra acción que la de subestimar tu inteligencia, quedar íntimamente decepcionado por tu sencillez y poca hondura, y por último, arremeter contra el ideal de cultura, sea éste el que sea. Arte, cultura, formación...¡ benditas ilusiones, presa del que se sabe débil, aliento que le permite huir del vacío eterno!

Toda aquella actitud que quiera ver en el Arte mayores enigmas, se tuerce ella misma y se pierde sin remedio en la incoherencia y el sufrimiento, en las fuerzas mal gastadas. Todo el que pretenda trasladar nociones de peso y categorías a la mera actividad artística, es esclavo de profundas contradicciones y dilemas infantiles irresolubles. Y ahora, ¡levantemos un muro artístico al art pour l art, a la cultura pour la cultura! Divirtámonos un rato y descansemos de la seria mirada desafiante que la vida proyecta en nuestros ojos de forma perpetua.

De los diferentes tipos de sabiduría.


No hay dos fenómenos iguales. De la misma manera, no existen idénticas inteligencias. Mi mirar puede ser ancho, pero breve; estrecho, pero largo; unos han aprendido en la escuela, otros en la mugrienta y egoísta calle.

Pascal entendió algo similar cuando hablaba del espíritu fino y del espíritu geómetra. Pues bien, cuando uno, aburrido por el gélido temple del sucederse los minutos, decide poner pies en polvorosa, y, en lo breve que dura su enérgica decisión, termina en una vieja y solitaria biblioteca, no es raro que eche mano de esos tomos de registro y material psicológico archivado que constituyen las biografías.

Allí he aprendido lo que ya suponía mi natural intuición: y al rescatar al viejo y pesimista Schopenhauer, al conseguir su caricatura, obtuve la postal de un desdichado y enrabietado anciano, que ya desde joven deslizó su ojo hacia los aspectos más escabrosos de la existencia. O, al viajar a través de la respiración de un Montaigne, comprobamos la fecunda y al mismo tiempo frágil soledad. Y comprendemos que el espíritu de Pascal, así como el de Nietzsche, aún estando ambos enfrentados por una temible muralla, (pero inmersos en el mismo cenagal), es absolutamente diferente al del loco Newton, que perdió el juicio por demostrar la patente de sus trabajos matemáticos.

Podemos de esta forma, medir dos clases de conocimiento: el técnico, y el teórico, que se elevan o descienden de la escala intelectual a medida que pasan los años en función de unos y otros sabios; pero no deja de ser un dato relevante, que, tanto los más técnicos como los más profundos, tanto Pascal como Wittgenstein y el sureño Jorge Luis, acaben sus días postrados ante la metafísica más feroz e injustificada e incluso sientan una extrañísima filia hacia la divinidad...

Este proceso, como es lógico, suele comenzar en el tecnicismo puro y terminar en la más divergente metafísica. Pascal inventó las matemáticas a los doce años, y no fue sino a los treinta y nueve, herido por la enfermedad, que la idea de Dios se le impuso, como un cetro de oro en su pensamiento, y gobernó así sus decadentes e infecundos años, pasando de ser un genial matemático a un filósofo realmente mediocre (Voltaire dio cuenta de este hecho).

Así es la ejemplar y al mismo tiempo neurótica vida de Ludwig Wittgenstein, quien sustituyó en el corazón de su madurez las reglas lógicas por la exaltación religiosa. La actitud psicológica de la conversión se explica por la cercanía del hombre ante las puertas de la muerte. De pronto al sabio no le interesa tanto a cuantas millas se encuentra AlPha Centhauri del Sol, sino cual es el motivo de que haya dedicado toda su vida a estudiarlo.

Sin embargo, creo posible una inversión en la dirección de la reconversión, y yo mismo quiero ser ese caso: ahora que he alcanzado la madurez, y con ello la vejez, mis cansadas venas me piden sacos de números y matrices engordadas por dulces axiomas, deseosas están de proporcionar a sus respectivas ecuaciones leyes, regularidades y apotegmas. Si me dejo guiar por la imaginación, no callaré lo que esta me ha susurrado, no sin intenciones fantásticas: si el umbral de la muerte fuera el principio del eterno retorno, a aquella conversión evangélica le seguiría un excesivo y romántico anticristianismo. Pero este pensamiento se acerca más a la senil fiebre que a la lucidez enamoradiza del niño.

viernes, noviembre 10, 2006

Hallazgos exóticos


El texto que reproduzco a continuación fue encontrado en un pueblo recóndito del Afganistán profundo por un no menos curioso antropólogo suizo llamado Karl Tagebücher en 1882. La noticia de tal descubrimiento no fue en ningún momento digna de interés. Extraños sucesos agravaron la publicación de su noticia, entre ellos, la enigmática muerte del propio investigador en su cabaña de Kuala Lumpur. El escrito lo he encontrado en el "Anuario Nacional de Antropología Werner Schaffler", de 1936. No existen copias y es la única prueba que nos consta de lo que parece ser el descubrimiento de un original bíblico de inmenso y no menos que curioso valor.

GHENESIS 1 vers 1, "en el principio, Dios creó los cielos y la tierra, y vio que era bueno, y procedió a crear a la primera figura humana, y la sacó del polvo, porque quería crear una bazofia. El primer humano fue llamado Adán, que significa "esclavo de Dios", y Dios puso ante él la primera vulva humana, llamada Eva, despues de fornicar con ella....................................................................................2...y trenzó sus cabellos con el TETRAGRAMATON, y, habiendole insertado en su alma un conflicto de por vida, le clavó como a su hijo, fijándole al madero de tormento...........¨3 y vio Dios que era bueno, y se animó a contarle lo sucedido a una serpiente muy astuta, llamada Gog de Magog, y le dijo: "anda, ve, y confunde a los seres que he creado, para diversion de todos..4 a lo que........ 5 la serpiente accedió, tal y como Dios le habia señalado, y confundió a Evva, que comió de un fruto falso que a propósito Dios había colocado para demostrar al ingenuo hombre que él, un dios tan bueno, le daba derecho a elegir...........6....7... y asi demostrar a todos lo¨bueno que era....8 y Dios vio que era bueno que Evva pecara, y por lo tanto los arrojó del paraíso artificial que había amañado, y mandó por inspiracion a un visionario escribir todo lo contrario de lo que habia ocurrido, y Adán, que era necio por naturaleza, no se dio cuenta de lo que significaba el árbol, ni el pecado, ni nada, y en lugar de elegir el suicidio, eligió el abatimiento ante Dios, mientras todos en el cielo se reían, y mientras su mujer paría con dolores una raza infecta, etc........................9 el creador con el fin de............10 ..................que el hombre no tuviera tiempo para pensar y poder demostrar a Dios que él era feliz sin el..................................................................................11 pero Dios era muy listo.....con el trabajo y la confusión de lenguas en Babel hizo que el hombre quedara, hasta nuestros días, como un desconocido frente a si mismo................................Y vio Dios que esto era bueno y excelente..............

Fragmento encontrado cerca de Asshabira (Afganistán).

miércoles, noviembre 08, 2006

El filosofastro.


¿Sabéis quien es el Filosofastro? Amarga figura para los que se dedican al estudio, ataque cardíaco de los gustosos del refinamiento.
Su sombra fue llamada en la Antigüedad Diógenes, ironía que vivía en un tonel de vino. En la actualidad, golpea con su aplastante mano a los niños bien educados para convertirlos en futuros polichinelas.

¡Ha venido el Filósofo! Enciendan las velas de su habitación...las damas suspiran, ¡tiene tantas teorías que contarnos! Los ilustrados calientan su pipa con celeridad, ¡es tan hábil y agudo! Cierta vez comparó el crecimiento de una planta con el mecanismo universal de la Naturaleza que dicta el principio del movimiento mediante una tesis, a la que sigue una negación de la tesis, y que termina en una preciosa síntesis, ¡la floración primaveral!*
Pero el Filósofo no ha llegado, y en su lugar se ha presentado el que se dice verdadero filósofo, ¡el Filosofastro! ¡Y cuanta razón tenía! Los ilustrados terminaron devorando sus propios libros, tales sandeces emergían vivarachas de su boca; las doncellas utilizaban las pipas de los sabios como instrumentos de su excitación sexual; los cargos intermedios, ante el infernal espectáculo, decidieron el suicidio por fuego... tal era el concepto que se tenía del Filosofastro.

Y éste es un caso único, una excepcionalidad natural guiada por fuertes mutaciones aleatorias, un azar maligno que se empapa de vocabulario y que sonríe ante su propia ingratitud. Pero no fue este comportamiento el que adoptaron en todos los lugares, y en el norte de Europa, un filosofastro que se acercó al oído del más eminente de los académicos ingleses, provocó la risa entera de la Universidad ante las llanas ocurrencias del pobre aspirante a sabio, cuya capacidad intelectual en nada se podía parecer a las asombrosas asociaciones de los maestros en cátedra, lo que influyó en el suicidio del filosofastro, cuyo cuerpo ahorcado se encontró en el arenal de un río del que sus vecinos habían olvidado su triste existencia.

También en las altas tierras de los Cárpatos encontramos almas desoladas que suplican por un lugar en la Historia: y parece ser un deseo no muy elevado de entre los filosofastros, pues aún se puede decir que no hay pocos que se puedan encontrar entre las páginas de una superficial enciclopedia.

El filosofastro nació para cantar, para ser feliz; el filosofastro nunca fue un alma mala, y ni mucho menos aguda. Todos sabemos que donde la bondad reina en exceso la puerca lira de la idioticia vela su morada. Pero ahora concentrémonos en la idealización de nuestro protagonista, congelemos su imagen en una sola y saludémosle: ¡Ha venido el Filosofastro, pregonero de mentiras, cautivador de gorriones mediocres, inefable artista de la consumación humana! ¡Gloria y loor al que ríe Las Cortes, al que su aliento a ginebra hace ensombrecer las esquinas de la matemática más seria!

No sé que hacer contigo, filosofastro. Te admiro y te odio, haces cosas útiles pero tu vida es inútil. Pero yo tengo una idea: mirad a los insectos de ocho patas, y estudiad su función. De esta manera también tendrás tú un puesto, Filosofastro, en el circo de la vida, y, quizás, mientras los demás ríen, y se carcajean ante la sublime sabiduría que les domina, tu quizás estés bajo sus pies, mordiendo su escritorio y calculando las medidas de su lápida; quizás aquí el más sabio sea el más infame, y quizás el más despierto, el más menospreciado.

*Friedrich Engels “Sobre la Naturaleza”.

Sexo y espíritu.


Contrariamente a las opiniones de un joven experto científico de nuestra época, creo que el sexo es una necesidad metafísica. Que mi edad no sea óbice para que aceptéis esta opinión como una cualquiera. Si no habla un hombre de genio, al menos sí lo hace uno de edad, y, aunque como todo caso, en efecto, disfruta de excepciones, en este punto no es mala decisión oír lo que os habla no un viejo vulgar, sino El Viejo.
Han sido muchas las ocasiones, en que, refugiado en la suave y diáfana sábana de mi adolescencia, absorto en la perversidad sexual o en la contemplación imaginaria de súbitas sílfides que ascendían por mis cabellos para bañarlos en amor, mi mente ha ido más allá y ha abierto una brecha en el lodazal mediante lo que, ante mí, presentaba un significado. Y este significado ocultaba no por mucho tiempo la finalidad de esta conocida actividad o necesidad, y desde la cúpula del anfiteatro racional, desde el promontorio donde observaba la orquesta del sexo cálido frotar las cuerdas de la lujuria, pude engranar mi teoría de la líbido, la cual, como constaté arriba, se basa en un ímpetu espiritual exacerbado. No es estar desencaminado referir aquí los éxtasis de Santa Teresa, una gran devota de las virtudes del sexo y conocedora de sus recovecos más oscuros, y anotaré que en una más de mis estancias masturbatorias sentí un escalofrío tan dramático que no pude entender que no fuera, de nuevo, una angustia existencial.

Ahora de viejo, mis órganos íntimos se halla en irreversible decadencia. ¿No es ahora, santones del alma y mujeriegos de espíritu, cuando puedo pediros la plaza del Vaticano para condenarme por estéril, por puerco, por rufiante, malhechor y símbolo de la deshonra vitalista? Me curaré, y seré redimido, cuando regrese a mi fantástica juventud.
También yo fui enamorado, hasta tres veces. Pero, aún las mismas veces Pedro mintió a Jesús y fue perdonado. No oculto mis defectos, y ni mucho menos mis grotescos gestos, más grotescos cuanta más edad tiene el que se atreve a manifestarlos. Y aprended, no obstante, porque creo, si mi instinto no me engaña, que la morbosidad de la imaginación conserva mucha fuerza dentro del cofre de la grandeza humana. También, como dije, fui enamorado, por tres muchachas en el pleno ardor de su vida. Tampoco ahí estuvo desafortunada mi joven perspicacia, porque rápidamente me di cuenta que tras un fenómeno puramente humano yacía algo infantilesco e imprudente. Un viejo como Bukowski ha entendido que la brutalidad en la edad adulta es sinónimo de energía y lucidez, aún sea extrema aquélla, y que en el preludio de la madurez es un destello que indica los primeros pasos hacia el hundimiento.

Ahora, merodeando por el aborrecible pero grato y descansado desván, hojeo libros decaídos, cuyas hojas se van con el otoño, y mis canas caen en cada ahogado folio. Dicen que necesito u paseo, o un viaje. A Italia, por ejemplo, la cuna de la ingenua luminiscencia. O a los fiordos noruegos, donde los pintores sufrían la lepra del alcohol, y los músicos la atonalidad de los instrumentos, azotados por el invierno. Cualquier cosa excepto pasearme por el lugar donde vuestros niños hoy toman el Sol o juegan a la pelota. Cualquier lugar excepto las universidades, las escuelas, los gimnasios.
Cualquier lugar es válido, al menos temporalmente, hasta que mis huesos decidan qué es lo que van a hacer conmigo. Cualquier lugar por donde no tenga que pisar las amargas cenizas de este siglo.

Conversación con un nihilista


Una tarde como cualquier otra, en un pueblo perdido cerca de Ulianisk, Ucrania, el viejo campesino Helmut Siriakov volvía a su tarea de agricultor cotidiana cuando, al hacer limpieza en el antiguo pozo destinado a tareas por suerte ya superadas, encontró el documento que voy a referir a continuación. Más tarde Siriakov, hombre humilde y sencillo, aparecía asesinado en su misma habitación, no muy lejos de su finca. La noticia no tuvo apenas trascendencia. El escrito revelador que encontró Siriakov es nada menos que una entrevista a por aquel entonces adolescente Sergei Néchaiev, que se haría más tarde famoso gracias a la publicación, junto con Mijail Bakunin, del llamado "Catecismo del Revolucionario". La entrevista, dirigida por un periodista anónimo, se reproduce con fidelidad a continuación.

Sr. Entrevistador: - De manera que ud confiesa haber intentado atentar contra el zar el día 23 de septiembre del año 1867.

Sr. Sergei Néchaiev - En efecto, esta es la verdad. Se trató de un error de estrategia por el cual mi intención no pudo ser llevada a cabo. Fallaron el lugar previsto y la hora gracias al juego traicionero de algunos compañeros que se revelaron posteriormente espías.

E: - ¿Por qué quería ud matar al zar? Era una conspiración política, supongo.

N: En absoluto, quizás aquí reside la dificultad, a saber,en la comprensión de unas acciones socialmente reprobables y que se consideran crímenes contra la libertad humana y las instituciones que las representan, pues éste tipo de acciones, como ud sabe, siempre vienen asociadas a una rebelión política. ¿qué sentido tendría sino cometer un acto semejante contra el receptáculo del poder? Y sin embargo aquí comienza toda la causa por la que se puede explicar mi acción.

E: ¿Puede explicarme primero quiénes son ustedes y qué sentido tenía pues el asesinato del zar?


N: Mis compañeros han sido antiguos revolucionarios. La mayoría entendía este acto como político, sin duda. Pero todo el movimiento que he organizado y su trama en realidad no tiene de fondo una finalidad política, sino metafísica. En realidad, su finalidad es propiamente la coherencia del nihilista. Pregúnteme qué buscaba con matar al zar y le contestaré: no derrocar ningún estúpido régimen para sustituirlo por otro quizás aún más cínico, sino que su fin es la gratuidad, por un lado, y la reafirmación de la justicia como hombre particular , por otro.

E: Déjeme que trate de entenderlo. ¿Quiere decir usted que no tenía ninguna finalidad el hecho de matar al zar? Entonces, ¿por qué iba a tenerla no matarlo? ¿y por qué la gratuidad? ¿Qué quiere decir con esto?

N: Precisamente porque no tenía ninguna finalidad matar al zar, precisamente porque se puede razonar de mil maneras su insensatez, ¡por eso precisamente quiero matarlo! La gratuidad se refiere a la consecuencia del rechazo personal a los valores morales.

E: No ha dejado claro aún qué quiere decir con eso de su soledad como hombre.

N: La existencia humana se comporta muy mal con sus hijos; los arroja a un sinsentido continuo en el que lo único que queda de verdad es justo lo contrario de lo que las religiones universales afirman salvar, ¿se da cuenta del grave delito que significa esto? Si lo más grande que una religión puede ofrecer a un hombre resulta ser la salvación eterna y la superación de la muerte, y ello es motivo de una vida de sacrificio completa, ¿por qué no habrá entonces de ser motivo para el asesinato y el sinsentido una vida que en realidad está desposeída del sentido y de la salvación?

E: Pero quizás Dios exista, ¿no ha pensado que esta tesis no puede ser refutada de modo absoluto?

N: Quizás Dios exista, desde luego. Pero el sufrimiento que ha permitido le cuesta el respeto del humano hacia él. Quizás es menos grave que Dios no exista, pues de otro modo no terminaría nunca el hombre de resucitarle para volver a crucificarle.

E: Eso que dice es duro. Pero si Dios es el referente último y el administrador del sentido, de la vida y de la moral, ud no podría rebelarse contra Él. Sus designios permanecerán absolutos frente a su insignificancia.

N: Entonces Dios hizo al hombre para glorificarse a Él mismo. Pues mediante una creación inferior puede agotar sus ansias de poder y el deseo de saberse el más alto sobre la faz del Universo. ¿Dónde está entonces la libertad que Dios nos ha dado, si resulta que las consecuencias de la misma son fatales ? Si obrar libremente equivale a obrar como Dios nos manda, entonces obrar libremente equivale a obrar bajo coacción…Dios mismo establece que la libertad es posible, pero con consecuencias necesarias. Las consecuencias de obrar según su Voluntad son la felicidad y la armonía, junto con la vida eterna. Las consecuencias de obrar libremente son, sin embargo, la infelicidad, la muerte y la destrucción, ¡por Él mismo, ciertamente! ¿Es este el temor del que Dios mismo habla, el que hay que tenerle a Él?

E: ¿Cree usted en los valores morales?

N: En absoluto.

E: Y bien, ¿ no es un valor en sí la rebelión contra el absolutismo de Dios? Pareciera en sus palabras que hay una gran sed de rebeldía.

N: Mi valor moral coincide con la ausencia de moral. La ausencia de moral es para mí un valor. Esto no es contradictorio. Para mí es valioso que salten en pedazos las reglas de la moral. No confundamos términos. En lugar de decir que es moral lo inmoral, digamos mejor: valoro lo inmoral, de manera que se disipe la contradicción.

E: Sea explícito. Su rebeldía, ¿está basada en razones?

N: La rebeldía parte de la razón para morir en la sinrazón. Le repito que ese es el significado explícito de la valoración de lo inmoral. Si Dios existe, Él es el culpable de la existencia y del dolor, del pecado y de la muerte. Si no existe, el hombre está destinado a desgarrarse en la guerra y en la lucha por el poder. Esto no es cinismo, es realismo. Ningún razonamiento puede con la lógica profunda de esta actitud.

E: No acabo de comprender. ¿Usted se rebela debido a la injusticia y acaba cometiendo injusticia? ¿no replica de ese modo lo que lucha por destruir?

N: Yo no pretendo destruir la injusticia, en absoluto. Más bien habría que decir: el mundo me ha dado permiso para poder destruir, ésa es la diferencia fundamental. La lógica conduce a la ruptura de esa lógica. En el momento en que ya se ha desarrollado la lógica hacia su opuesto, no tiene sentido preguntarse por la razón o la coherencia. La coherencia ha dado paso a la acción.

E: De manera que asume ud su propia destrucción.

N: Todo nihilista serio asume eso, es decir, asume la muerte y asume que sus actos pueden rebelarse contra uno mismo y condenarle. El hecho mismo de mantener la posibilidad de la existencia de un Dios malvado ya es un acto autodestructivo. El nihilista es suicida, siempre. Eso quiere decir que si ud me acribillara ahora mismo a balazos, antes de morir no le pediría ninguna razón. ¡En eso consiste asumir la gratuidad del mundo! El que asume lo gratuito del mundo está ya en otro nivel que no en el de la lógica y el del razonamiento, aunque en el fondo esta actitud sea consecuencia de una lógica más profunda.

E: De manera que ud insinúa que toda la conducta ilógica está basada en una lógica anterior.


N: Toda lógica absoluta lleva a la ilógica, he aquí la respuesta. El marxismo que se alza como liberador de los hombres conduce al totalitarismo, el cristianismo a la represión ideológica, y en definitiva, la misma idea de Dios conduce al inmovilismo, a la renuncia de la libertad y a la servidumbre.

E: ¿Y si no habla en ud la razón, sino la rabia contenida?

N: El desesperado ya no tiene rabia. El rebelde primigenio aún no es nihilista. Aún queda humanidad en él.

E: Entiendo. Acepta que ud es inhumano y…

N: Y que yace una lógica muy humana detrás que lleva a esa inhumanidad. Por favor! Nadie sobre la faz de esta Tierra podrá jamás argumentar con absoluta veracidad contra el rebelde que termina en el puro nihilismo. Conociendo muchas de las circunstancias en las que nacen y se desarrollan las personas y sus vidas entendemos sus crímenes y sus locuras.

E: ¿Ud cree que la lucha social lleva consigo la violencia?

N: Desde luego que sí.

E: Entiendo su nihilismo, pero muchos revolucionarios objetarían, no siendo nihilistas, que su finalidad es la de reconstruir las condiciones de posibilidad de la justicia y la igualdad humanas. ¿Qué piensa de ellos? ¿Cree que para instaurar la revolución es necesaria la violencia?

N: La diferencia entre el nihilista y el revolucionario es que el último se halla en una contradicción insoluble. Hay quien ha propuesto una solución intermedia que de cauce legítimo a la rebeldía sin la utilización de la violencia, por ejemplo, la creación del sindicato o algún tipo de mediador en el que el rebelde sea absuelto de una posible sumisión a la autoridad sin llegar a la desmesura. Yo no lo creo viable.

E: ¿por qué no?

N: Para que exista una verdadera, una auténtica rebeldía, se necesitan unas condiciones estrictas. Estas condiciones de posibilidad de la emergencia de una auténtica rebeldía son sociales , espirituales o en general razones opresivas que sean asfixiantes. Un sindicato no se crea para destruir una dictadura que confina al hambre absoluto a un pueblo destruido, sino para mejorar las condiciones de trabajo en un Estado que al menos permite la existencia de tal sindicato. Lo que quiero decir es que sólo condiciones asfixiantes posibilitan una rebeldía verdadera. De aquí se deduce lo demás.

E: ¿Qué se deduce?

N: Se deduce la imposibilidad de atajar el problema con soluciones democráticas o dialógicas. Si las condiciones son asfixiantes, las soluciones democráticas son inservibles, lo cual lleva a la violencia, completando el círculo que forma la ecuación rebeldía= violencia.

E. Sigue ud pareciendo incoherente en su conducta. ¿Cómo puede una persona afirmar su autodestrucción sin negar la legitimidad de su juicio?

N: Porque el nihilista no se fija en la relación entre los términos sino en lo que su interacción total suponen. Y esa interacción es la afirmación plena del nihilismo, que sólo se consigue manteniendo en contradicción los términos implicados. Si yo deseo ser nihilista (tesis) necesito mantener una mecánica de contradicción. Pero la afirmación plena se consigue, por ejemplo, matar al zar.

E. ¿Qué consigue un nihilista con todo esto?

N: El acto nihilista es puramente cínico y gratuito. No busca la complacencia universal ni la gratificación de todas las almas, sino sólo y únicamente el pago por la injusticia que a él se le ha hecho. Pero en lugar de tratar, como el revolucionario, de instaurar un orden humano que pretende la felicidad humana completa y que por ello precisamente fracasa, (pues la violencia es imprescindible y su utilización contradice el ideal por el cual se ejecuta su acción), el nihilista afirma la necesaria inconsecuencia para escapar a la propia inconsecuencia. Verdaderamente la situación es dramática, pero le aseguro que sólo desde esta inconsecuencia se puede acceder a eso que llamamos los grandes valores. Luchar por un valor significa la imposición y la violencia, el totalitarismo. Luchar por la nada, como el desesperado, permite el ejercicio de la gratuidad, permite el amor gratuito al semejante. Tal persona no necesitará en este estadio comportarse según un orden concreto ni según ninguna cadena de justificaciones. La rebeldía absoluta produce dos cosas: el totalitarismo y la imposibilidad de la libertad humana, y el nihilismo y la gratuidad. Confiaría a quien quiere razones este último, pues de él cabe aún la esperanza de la gratuidad, que no cabe para el rebelde dogmático.

E: Entonces, y por último, ¿por qué no opta ud por la gratuidad del amor y prefiere la de la violencia?

N: En el fondo se trata de la condición particular de la persona. Yo me he dado a mi demonio particular. Si mi carácter fuera diferente, probablemente habría elegido otra forma de gratuidad. Pero como no estoy condenado por ningún valor a tomar partido por ningún tipo de acción, quizás el día de mañana me vuelva generoso y proclame el amor entre los hombres, quién sabe. Se trata de que frente a la lógica del dominio absoluto sea el azar absoluto el que nos eleve por encima de esa mísera condición.

E: Entonces ud afirma que es malvado de corazón.

N: No creo en tal valor moral, eso es todo. La palabra maldad no tiene sentido para mí. Si fuera malvado, como le digo, no sería para mí posible decidir por el amor gratuito hacia los hombres. Y quizás sea una opción. Después de todo, el amor gratuito se revela como superior al amor por un valor. Es el amor divino, que ama sin recibir nada a cambio, y no sólo eso, sino que se deshace del mandato del amor para poder realizarlo con plena voluntad. Esto es para mí la libertad absoluta.

Sergey Gennadiyevich Nechayev (1847 - 1882) , más conocido como Sergei Nechaev, (Сергей Геннадиевич Нечаев), fue una figura revolucionaria rusa popularmente asociada con los movimientos nihilista y anarquista y conocido por su teoría y práctica de la revolución con medios mínimos.