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viernes, febrero 16, 2007

Patologías

Toda filosofía es una patología mental que, por su extensión, coincide con aquello exterior que produce sentido en nuestras vidas. Y éste parece ser un recurso propio en la estructura de los estados de cosas. La gran paradoja que recorre la vida del hombre es ésa en la que lo aparentemente exterior y absoluto, independiente de la conciencia humana, se repliega sorprendentemente en el propio hombre, haciendo que el lugar en el que se de la cosa más grandiosa sea al mismo tiempo el sitio más pequeño donde podría uno imaginarse que se diera algo.

La enfermedad es sólo una reducción concreta del comportamiento más general del mundo y de la inteligencia humana. Sólo hay que echar un vistazo a los sistemas filosóficos, que son el ejemplo más representativo de la conformidad entre universo y mente, entre lo infinito y divino y lo mortal y enfermizo. La filosofía es, sin duda, una universalización del delirio que paradójicamente coincide con aquello que produce el sentido en las cosas, que las ilumina para alcanzar su ser necesario.

Revisando superficialmente la historia del pensamiento, el primer acto de delirio que observamos comienza, sin duda alguna, con el sistema de Platón. La duda platónica es la duda del esquizofrénico. El platónico comienza a dudar de la validez de los sentidos, y acaba dudando del valor de la realidad en la que vive. Tal acción es justo la que define al esquizofrénico, que ha deslindado y dudado del valor de la realidad para postular un mundo de ensueños. Con Platón el delirio alcanza el corazón mismo de la condición humana.

En el otro lado de la costa, el desprecio de Hume por la metafísica le lleva al extremo del esquizofrénico, en su abandono de la importancia de las relaciones de ideas. El suicidio para Hume no es sino el crimen de “desviar unas pocas onzas de sangre de sus conductos naturales”. Reducido el mundo a estados de cosas, el sentido se esfuma como un aire inconexo. Su sentimiento de que las impresiones son más reales que las ideas denota sin duda una hiperexcitación sensorial, propia de un estado anímico alterado, que alcanza su clímax en su concepción del yo como un “haz de sensaciones”. La alteración de la concepción del yo denota y anticipa los estados anímicos de los expresionistas, desde Kierkegaard hasta Nietzsche, con la angustia como condición fundamental para acercarse al hombre.

La barbaridad del sistema de Hegel es el intento desesperado por reconciliar las contradicciones del neurótico en una unidad máxima que al mismo tiempo haga comprensibles las diferencias, las negatividades. Tal omnicomprensión es propia nada más de un delirio de grandeza, que a su vez trata de salvar al terror de la nada de su propia identidad, recluyéndola en una síntesis que la comprenda. El esfuerzo de Hegel es titánico, al tratar de reconsiderar todos los matices de la realidad sin perder la idea rectora de una lógica que los albergue. Aquí, el exceso de Hegel es el exceso de la razón.

El siglo XX ha sido propio, sin embargo, de los trastornos obsesivos. Wittgenstein y Heidegger son representativos. El primero está atravesado por una obsesión lógica que le lleva a postular que existen rinocerontes en la habitación que comparte con Bertrand Russell. Toda su filosofía es una vuelta obsesiva sobre los mismos problemas. Su método es repetir continuamente los mismos ejemplos para “verificar”, al modo de los obsesivos, que están todas los cabos bien atados.
Y este método lo confina a una lucha demoníaca entre su sentido religioso y su sentido humeano de la realidad, en una desesperada y tormentosa guerra continua, donde se pone de manifiesto su conflicto mental interno.

Con Heidegger sucede algo similar. Su pregunta por el ser llega a tales niveles de obsesión, que no logra jamás trascender el paso inicial de la pregunta. Anclado en la pregunta finalmente acaba por tratar de justificar su importancia. La obsesión por el ser lo lleva a plantearse infinitamente los distintos modos de abordarlo, con un lenguaje que vuelve sobre sí de forma indefinida, a la manera de los hombres de ideas fijas y de los obsesivos.

Por último, pondré el ejemplo de los psicoanalistas. Aparentemente deberían ser los únicos libres de la enfermedad, médicos de los enfermos. Craso error el que piense así. El lacaniano aún no ha superado su fracaso en consumar el sexo con su madre, raíz de todas sus infelicidades. El freudiano no ceja en su empeño de observar por donde quiera la manifestación de la enfermedad ajena; en todas las acciones humanas cabe apuntar un indicio de la enfermedad. Por eso el título que corresponde al psicoanalista es el de psicosis paranoica.

Todo este pequeño mapa irónico de la enfermedad no trata sino de poner en relieve la incapacidad del hombre de trascender su propia tara, hacia una salud que en realidad no existe. Que el conflicto sea propio del pensamiento, que la contradicción albergue las facetas más importantes de la realidad, denota sólo que quizás la enfermedad sea algo de carácter ontológico, algo constitutivo de la realidad. Y sólo en la afirmación de esa paradoja podríamos llegar a acercarnos a una comprensión mediana de la misma.

7 comentarios:

Anónimo dijo...

«El presupuesto fundamental para tomar en serio el pasado se encuentra en la voluntad de no hacer el trabajo más fácil de lo que lo hicieron los que han de ser renovados. Esto quiere decir ante todo que debemos penetrar en el contenido quiditativo de los problemas que ellos pensaron, no para permanecer quietos ahí adornándolos con vestimentas modernas, sino para hacer progresar los problemas así comprendidos. No queremos renovar ni a Aristóteles, ni la ontología de la Edad Media, ni a Kant ni a Hegel, sino sólo a nosotros mismos, es decir, queremos liberarnos de la fraseología y de las comodidades del presente que vertiginosamente sustituye una moda por otra» (Die Grundprobleme der Phänomenologie, 1927, GA 24: § 11, 141-142).

Creo que es fácil decir que los filósofos están enfermos, rebajarlos a la estupidez de la confusión boba.

Otra cosa es tomárselos en serio. Sólo así, quizá, sirva de algo la crítica.

Anónimo dijo...

Por cierto: la cita es de Heidegger, quien, por lo demás, nunca escribió sobre los filósofos para rebajarlos y sabotearlos.

Anónimo dijo...

Pero, vamos a ver, ¿no se supone que este blog es un ejercicio de cinismo? Hay críticas que mejor se le sueltan en voz baja a la esquina de una catedral...
Saludos.

Anónimo dijo...

¿En qué consiste el cinismo?

Reiterar una criteriología aviesa que estropea la lectura de los textos, esa suerte de sentido común que hay en los departamentos de filosofía y que coadyuvan para que el profesor se haga más fácil su propia tarea, no me parece un ejercicio de cinismo.

Anónimo dijo...

Phiblógsopho,¿es la oscuridad sinónimo de ciencia? Y otra cosa, Heidegger era amigo de lo ajeno...

Anónimo dijo...

La pretendida "oscuridad" no es una objeción de principio. ¿Qué es esa obsesión por la luz? Nada más que una digna tradición metafísica de la ontología ocular.

¿Es Heidegger oscuro? ¡Patrañas! Simples patrañas.

Si uno no entiende, creo, es porque no se ha tomado la molestia de estudiar.

Yo leo Ser y Tiempo desde que tengo 19 años, y te puedo asegurar que la primera lectura fue un total caos. Si me hubiera quedado con esa primera impresión, quizá me hubiera sido fácil recurrir a decires de fuentes secundarias y a chismes.

Pero bueno, lo mismo sucede con Ulysses de Joyce o con las películas de Tarkovski. Son obras difíciles, es cierto.

Supongo que es más fácil comer rocetas de maíz y ver estúpidas historias de amor de Hollywood.

Anónimo dijo...

Phiblógspho...Tarkovski es mi director favorito, y, desde luego, no creo que sea oscuro ni difícil...La oscuridad tampoco es una de las características de la escritura de Heidegger, del cual, me importa bien poco que lleves disfrutando desde los 19 o desde los 91 años: es tu escritura la oscura, la que sufre de verborrea y opta por el camino retorcido, cuando la lengua que os impusimos los españoles goza de opciones muchísimo más precisas. Ama y aprende a usar la lengua, amigo.