No existe un régimen político que se burle de forma tan descarada del hombre como la propia democracia. En efecto, ninguno presenta un ámbito tan diáfano en el que se den cita tantas paradojas. La monarquía, sin embargo, o la tiranía, más bien, no pueden producir, en sentido estricto, paradoja alguna. El monarca o el tirano simplemente acatan su propia ley interna independientemente de la valoración del pueblo; en su caso, la acusación de tiranía es ridícula. El monarca absolutista cuenta con ello no como una deformación del sistema, sino como un presupuesto suyo. La voz de la rebeldía no se considera en este caso, sino que se corta por lo sano. Por tanto, la paradoja no sobrevive más allá del uso de la fuerza que decida hacer el gobernador.
Con la democracia sucede algo, sin embargo, curioso. Ella misma, en la amplitud de sus postulados, introduce la anomalía en el sistema. En este caso se trata de una verdadera anomalía. El reprensor de cualquier deformación que aparezca en el sistema será inmediatamente tildado de tiránico o de dogmático. De pronto surge aquello que llamamos lo “políticamente incorrecto”, y aparece la contaminación más abrasiva de la propia democracia.
Lo propio de la psicología democrática es observar en el veredicto crítico la intención de postular un dogma absoluto; el agresor aparece como la personificación del dogma, como el peligro del arcaísmo que trae a la memoria malas experiencias. En el ejercicio de la democracia, se afloja cada vez más la exigencia, que se asimila al dogmatismo. La igualdad en la opinión acumula paulatinamente anomalías que degeneran rápidamente en un carácter autoritario de la propia democracia.
La excelencia ha de ser, por necesidad, vista como un factor de alteración en el buen funcionamiento del sistema democrático. Los mejores, como en otros tiempos, serán condenados al ostracismo. El concurso del pueblo no puede colocar un nivel muy estricto en la valoración general de las opiniones, pues se ahoga con ello lo que es rasgo común del propio pueblo.
De esta manera es como de la democracia se va deduciendo poco a poco una demagogia cuyo peligro es doble: por un lado, la innecesidad de la exigencia personal, que se revela como un ataque contra el temple aceptado de las masas; por otro, la imposibilidad de someter a opinión el propio régimen. Así, los regímenes democráticos quedan entre dos aguas entre su exigencia de tolerancia y la necesidad de conservar la propia democracia. De entre estos dos postulados, es prioritario el primero, sin duda. Pues sin él se traiciona la esencia de la democracia. Y de este modo la democracia se pone en jaque por sí misma.
El peligro de la democracia, en cuanto régimen que instaura la absoluta igualdad de todas las opiniones, que no insta a sus miembros a la excelencia o, cuando menos, a la superación, reside precisamente en aflojar la conciencia y en desentenderse de los problemas. Su tendencia a conservar el principio que la rige a toda costa, camufla y tiende a devorar todo residuo de crítica. El dogmatismo aparece por todos lados, y se comprende como el enemigo más feroz, cuando quizás ni siquiera haya hecho presencia.
Democracias, sin duda, hay muchas y dispares. Pero aquella que puede ser, bajo una mirada razonable, digna de respeto, ha de permitir la crítica en ciertas situaciones, dejando examinarse de manera profunda.
De otro modo, la adoración del principio rector puede poner en peligro sus propios beneficios. Y hay muchas fieras sedientas ahí fuera, esperando cualquier fallo. Demasiadas.
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