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martes, abril 03, 2007

Ficciones

¿De dónde procede esa ilusión filosófica que consiste en plantearse la diferencia entre la realidad y la irrealidad, o más bien, el estatuto de realidad que concedemos habitualmente a lo que lleva el mismo nombre? ¿Es realmente un sinsentido esta pregunta?

Nunca, creo yo, ha tenido tanto sentido esta pregunta como en la era de Matrix. Lo que en un tiempo sería la vía racional que transitaban con frecuencia los dementes, hoy es una primera exigencia que nos sitúa frente a múltiples respuestas y sentidos. Por esta pregunta en el pasado se colaban los escépticos más radicales, cuya máxima expresión se encuentra en los gimnosofistas hindúes.

La realidad es sin embargo no aquello que queda por descubrir sino lo que de inmediato está presente y supuesto, eso bajo lo cual toda reflexión, acción o pensamiento es simplemente un reflejo superpuesto. De manera que la dificultad de considerar con seriedad la pregunta sobre la supuesta ficción de la realidad se fundamenta en este hecho, a saber, en nuestro previo conocimiento de ella que es supuesto de todo lo demás.

La pregunta es recurrente a o largo de todos los siglos, primero en el pensamiento filosófico, desde los pirrónicos hasta Berkeley, pero más aún en las épocas donde el fundamento filosófico, ontológico y moral no fue capaz de constituir una vida espiritual con unidad en los pueblos en que sucedió. Si en la era Matrix esta pregunta ya no es ni filosófica ni demente, ello está sin duda relacionado con lo que hemos llamado nihilismo o postmodernidad, bien entendido que ambos términos no son ni mucho menos sinónimos pero que por otra parte hacen referencia a un hecho común: la huida de los dioses, la quiebra de la filosofía del fundamento.

Ruego que se haga un pequeño experimento que no deja de tener ciertas consecuencias desagradables, sobretodo a aquellos que se hayan enamorado de algún personaje de la gran pantalla, del cine o del teatro, o bien que sean habituales de este tipo de espectáculos. Lo que verdaderamente fastidia la visión de una película no es que nos cuenten el final; lo verdaderamente terrible es ser consciente a lo largo de la proyección de que el personaje o protagonista no existe, sino que en todo momento no deja de ser aquel actor que lo interpreta. El placer del cine consiste en ese sentido en dejarse atrapar por la ficción en cuanto realidad, que es el único presupuesto que hace posible que el filme en cuestión sea agradable.

Lo curioso es que esa molesta conciencia que nos recuerda la irrealidad del protagonista se halla inscrita de forma intensa en la vida real en el propio pensamiento de aquellos que llamamos dementes. Los locos son aquellos que tienen el extraño honor de poseer la conciencia de la continua ficción de una vida en la que los actores son más reales que los personajes que representan.
Bajo esta ficción construye el hombre no sólo su vida cotidiana, sino un relato posible ahogado en el horizonte de los tiempos que le permite articular una historia con sentido. En esa historia juega un papel importante el arte, la ciencia, las actividades del hombre. Ellas nos hablan de una referencia última y existente, un “protagonista” o “sujeto” de la historia cuyo escenario es la tierra y el tiempo que transcurre es la Historia.

Hoy vivimos con esta conciencia, con el conocimiento o la impresión de haber vivido durante mucho tiempo una gran metafísica, un gran relato (Lyotard), una gran ficción. Pero la ficción sólo es ficción si hay algo detrás de ello que sea más real. Y este es el obstáculo que a mi juicio no consiguen resolver las filosofías de la crítica de la metafísica, a saber, cómo es posible la ficción sin el fundamento sancionador. En la lucha entre las ficciones alguien correrá hacia la casilla no ocupada. Y quizás no podamos, en este tiempo al menos, en nuestra época, liberarnos del todo de ese fantasma pseudofundamentador que amenaza la casilla desde la que aviesamente controla, un espectador sin existencia, el flujo continuo y deslizante de la vida.

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