Que el concepto tradicional de verdad tenga un origen teológico no debería extrañarnos. La verdad, como aquello que señala lo que es, no podía hallarse sujeta al ámbito de las decisiones humanas ni a la forma en cómo los hombres organizaban su existencia, pues la verdad como lo que es necesariamente tiene que trascender a las contingencias que forman el flujo de vida humano. Ahora bien, si entre las cosas de los hombres no se hallaba la verdad, entonces ésta no podía estar sino más allá de las cuestiones humanas, de los hombres mismos, en definitiva: en el espacio inteligible, en aquello que no es captable por los sentidos, quizás en la forma de la memoria ancestral que contiene la potencia del mito como aquello sagrado por ser lo primero, por constituirse como inicio.
El primer golpe para destronar esta verdad es, lo sabemos, la descripción de las estructuras o condiciones que posibilitan cualquier aparecer de la verdad. Esto es, en cuanto que ponemos nombres y apellidos a la verdad, en cuanto que la situamos en un lugar concreto, ya no puede ser trascendente a sus condiciones de posibilidad, ya requiere un sujeto concreto que en el fondo no es otro sujeto que el que anteriormente constituía el lugar del discurso común y de los hombres, lejano y arrojado del imperio de la verdad.
La incisiva tendencia a fijarse en tales condiciones no sólo pertenece a un supuesto despertar del sueño teológico o metafísico de la expresión occidental, sino también a una ingenuidad característica del comportamiento científico que en su fijación por un cierto modo de aparecer del ente cree poder reducir la totalidad de su sentido a esa aparición. Esta conducta es la que lleva al científico a suponer la verdad en otro lugar, con otras condiciones de aparición de las metafísicas y las teológicas, pero en todo caso conservando el concepto primario de verdad como aquel lugar no tocado por el hombre, como el paraíso que sustenta todas las fantasías poéticas del ser humano.
La ingenuidad que ahora asignamos a esta manera de ver el mundo por la ciencia la aceptamos con facilidad porque desde el primer momento pensamos que el error de la ciencia ha sido olvidar el carácter metafórico de la expresión humana; desde este punto de vista, el mundo del científico es una sublimación fantasmagórica del entramado de las experiencias humanas, un tipo de expresión particular que en su artificialidad no hace justicia a la verdadera experiencia humana y a la riqueza de sus impresiones.
Pero no es otra actitud la de aquel filósofo, que, como Wittgenstein o Rorty, y, en general, aquellos que se consideran de buena gana postmodernos, han sesgado la experiencia en la forma del “juego” o del discurso eliminando todo posible sentido que esté más allá de la inmanencia de su expresión. Si bien toda forma de expresión humana es originariamente metafórica y la metáfora es la forma primordial de habitar el mundo, ello no significa por tanto que el sentido haya que lanzarlo por la ventana, sino todo lo contrario, que la condición de tal sentido se encuentra en la experiencia peculiar que hace del hombre un ser con capacidades expresivas infinitas, con la ventaja de la movilidad por los distintos discursos, pero sin perder de vista la cuestión de que cada descripción de esa experiencia reduce o favorece un tipo de comprensión específica.
Es mas, el concepto de “juego lingüístico” destruye de hecho incluso la posibilidad de habitar un sentido. El argumento que apoya esta consideración debería ser ya famoso; si yo considero mi propio juego un juego más en el que es imposible sentar un principio fundacional, yo mismo me veto el acceso a la comprensión de tal sentido puesto que soy incapaz de convencerme de su potencia de verdad. Al contrario, es justo teniendo en demasiada consideración el concepto tradicional de verdad cuando por renunciar a él o en función de su ausencia redefinimos el valor que entonces queda por asignar a los discursos. Tal levedad es sólo la consecuencia de abandonar un criterio que por otro lado permanece en la forma de la ausencia, pues esta consecuencia es sólo su correlato necesario.
Y es que hablar de “juegos” como formas de vida irreducibles no deja de manifestar la carga valorativa impresa ya en esa definición. El “juego” reduce el posible valor de todo discurso, y ello solo es una mala comprensión de la verdad y el poder de cada discurso, pues en realidad tal levedad en la comprensión de las expresiones humanas solo puede venir, como es lógico, de una alta valoración del concepto tradicional de verdad.
7 comentarios:
Bravo David, una vez más bravo...
Renton
Gracias, Renton. Saludos!!
Nada más que la verdad en sentido griego no tiene nada que ver con nada teológico. Aletheia es a-letheia, la negación de lethe, lo manifiesto. Por tanto, la verdad tiene que ver con el encuentro y desencuentro con lo mundano entitativo.
Saludos
Alguien con más luces que esta vela que teclea indolentemente podría explicar eso...?
Renton
Hmm... alguien por ahí...?
Renton
La verdad es, en sentido griego, des-ocultamiento, Renton. No es aceptación de una fórmula matemática, ni la comprobación de la adecuación de la mente con las cosas, ni nada de eso. Pero en los manuales de historia del pensamiento antiguo, por ejemplo, se dice que Aristóteles inventó esa teoría de la verdad como adecuación. Es decir, una imposición moderna de criterios y profanación del pasado.
Así también, el 'logos' no es la razón. Es el recoger (leguein) de lo que ya se ha visto (to ti en einai), y es, así, solamente mostrativo, ostensivo y declarativo de lo ya patente, aunque obvio.
¿Así o más claro?
¿Así o más des-oculto?
Ya está claro, ya está claro, no des-ocultes tanto y tápate que te vas a constipar... :D
Merci!
Renton
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