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Franco Volpi, por ejemplo, ha señalado los paralelismos de nuestra época con la época de la disolución del mundo griego antiguo. El giro hacia una posible salvación de aquello que acompañaba a otras épocas de la gran política, y que en efecto no era sino uno más de sus elementos, no es el resultado de un romanticismo que trate de perseverar en la intimidad, sino más bien un intento por guardar la memoria en una época de disolución, como preservación de esa esfera que se encuentra vilmente asediada y constantemente atacada.
Tal responsabilidad hace que la mayoría de los discursos en los que participamos sean tan sólo “juegos”(eso sí, necesarios e importantes), frente al verdadero discurso, del que no se puede extirpar el sentido que de alguna forma lo hace irrepetible, que es la esencia de nuestra existencia inalienable.
El primer golpe para destronar esta verdad es, lo sabemos, la descripción de las estructuras o condiciones que posibilitan cualquier aparecer de la verdad. Esto es, en cuanto que ponemos nombres y apellidos a la verdad, en cuanto que la situamos en un lugar concreto, ya no puede ser trascendente a sus condiciones de posibilidad, ya requiere un sujeto concreto que en el fondo no es otro sujeto que el que anteriormente constituía el lugar del discurso común y de los hombres, lejano y arrojado del imperio de la verdad.
Y es que hablar de “juegos” como formas de vida irreducibles no deja de manifestar la carga valorativa impresa ya en esa definición. El “juego” reduce el posible valor de todo discurso, y ello solo es una mala comprensión de la verdad y el poder de cada discurso, pues en realidad tal levedad en la comprensión de las expresiones humanas solo puede venir, como es lógico, de una alta valoración del concepto tradicional de verdad.
Esos clérigos de la razón que creen en el progreso ingenuo de algo así como “Europa” y de la constatación histórica de su verdadera unidad, que retoman los postulados ilustrados para mezclarlos ineptamente con sus dogmas cristianos irracionales no se dan cuenta de que ya en los mismos ilustrados se estaba preparando el cadáver de Dios para el entierro nietzscheano del día siguiente. En Kant no deja de ser un elemento sin el cual se hace imposible la libertad, y se ha señalado que en el sistema de Schelling se estaba disponiendo el nacimiento del nihilismo. El elemento cristiano parece ir poco a poco desvaneciéndose en el idealismo alemán. Y no es casualidad que así sea, cuando las voces que se levantaron contra él provendrían más tarde de Nietzsche y de Marx.
Sólo a partir de la aceptación general de que el mundo no es algo que esté más allá de su texto, que no existe ningún supramundo platónico, ha podido la filosofía ir reduciendo su objeto hasta invertir la búsqueda del texto del mundo originario en el mundo en el texto. Primero mediante la conciencia histórica, y después mediante la interiorización del mundo en las obras de la expresión humana, se ha podido destruir completamente las sacudidas de lo infinito, cuya máxima expresión era el concepto de Dios.
Lo que con ello quiero resaltar es a su vez la dificultad de suponer una fragmentación absoluta en el ser y en el pensar, desde el lugar del pensar. Es decir, que desde el mundo del nóumeno quizás se pueda desde luego suponer una “metafísica del puro devenir”, dicho sea esto con toda la mala intención que se pueda suponer, pero que inscritos en el esquematismo kantiano, en las condiciones del espacio y del tiempo, y en la dicción del pensar que aún en su negación lógica sigue constituyendo un algoritmo lógico, tal condición es imposible.
Bajo esta ficción construye el hombre no sólo su vida cotidiana, sino un relato posible ahogado en el horizonte de los tiempos que le permite articular una historia con sentido. En esa historia juega un papel importante el arte, la ciencia, las actividades del hombre. Ellas nos hablan de una referencia última y existente, un “protagonista” o “sujeto” de la historia cuyo escenario es la tierra y el tiempo que transcurre es la Historia.