El siguiente texto es una apelación al diálogo con los distintos bloggers a quienes pueda interesarle el problema del nihilismo, según la petición de Phiblógsopho, y que por tanto sólo constituye el inicio, necesariamente parcial e intencionadamente incompleto, para una conversación entre los distintos blogs que quieran participar de ella, a la manera de una gran diálogo on line.
Una vez hecho este inciso, partiré del problema, como digo, brevemente, a fin de que más tarde pueda ser completado. Hay dos formas básicas de enfrentarse, a mi modo de ver, al hecho del nihilismo. En primer lugar, es necesario decir que el fenómeno del nihilismo no es ni mucho menos una arbitrariedad filosófica. Es un hecho que de algún modo es un lugar tan común que ya nadie, ajeno o no a la filosofía, puede desterrarlo de su mirada, sin dejar de ser franco. Por tanto, el nihilismo, hay que decirlo, sobrepasa el marco del discurso de la filosofía, que de hecho es un discurso como otros tantos logoi en donde podríamos enmarcar una serie de estados de cosas dados.
En segundo lugar, y como dije arriba, hay dos formas a mi entender básicas y contrapuestas de narrar el nihilismo, de establecer ese estado de cosas que parece penetrar, aún en sus diferencias, en un centro común, en un espacio que todos podemos compartir por sus similitudes. La primera forma, dicho esto, es la forma de la desesperación y la renuncia; renuncia que habitualmente se presenta como no aceptación de ese estado de cosas, como pérdida definitiva del origen, como extravío y nostalgia romántica que tiene un nombre muy concreto, el de desarraigo o exilio.
La otra forma es la de levantarse frente a este hecho con miras a repararlo. Pero si en esto hay una mayoría que está de acuerdo, no es tan claro el hecho de qué haya que reparar y por qué. Las distintas directrices de los pensadores del fin de la metafísica han coincidido en que los orígenes de la circunstancia actual son muy remotos, y tanto Nietzsche como Heidegger lo sitúan concretamente en los comienzos del pensar occidental. De manera que según esta versión toda la metafísica no es más que la manifestación de una voluntad de negación (Nietzsche), que es lo que propiamente constituye el nihilismo, voluntad de autodestrucción, en fin, evidencia de una salud corrupta y enfermiza.
Aquí podríamos sin embargo adoptar una postura distinta que no ve tanto en las estructuras del pensar una impureza natural, por así decir, una manifestación de una decadencia excesivamente astuta, y, con otro tipo de espíritus, fecharíamos el inicio del nihilismo mucho más tarde, ya sea en las consecuencias políticas de una revolución francesa frustrada, ya sea en el advenimiento del industrialismo como advenimiento de la era técnica, o ya sea en el mundo del desencantamiento sobre el que ya se expresó con rotundidad Max Weber.
A su vez, el fenómeno del nihilismo no se puede separar de lo que la postmodernidad se ha apropiado para beneficio de su propia actitud, es decir, aquellas condiciones que permiten que un pensamiento de la diferencia, etc pueda surgir, son precisamente las características propias del nihilismo. En este sentido, hay que decir que si bien esta época puede contener aquella condición de empuje de un nuevo pensamiento, también es preciso darse cuenta de que se trata de la misma naturaleza de aquello que, según Heidegger, sería propio de la consumación de la metafísica, de la realización global de la metafísica.
Y es que con el advenimiento de la muerte de Dios, de la ruptura definitiva de los grandes relatos o de el fin de la filosofía de la historia, también se ha instalado sobre la faz de la tierra aquella época de los dioses huidos, de la técnica como fantasma que amenaza la existencia del hombre, y todo esto no como un aspecto distinto de la llegada del nihilismo, sino como otra forma del problema, que en ese sentido tiene más que ver con el diagnóstico de Max Weber, por ejemplo, que no con el de Heidegger, que sitúa en la aurora del pensamiento su propia decadencia.
Lo que no queda tan claro es que de esas estructuras del pensar inauguradas por Platón se derive lógicamente, como una consecuencia necesaria, un plan de dominación terrestre cuya máxima expresión sería la globalización técnica y los totalitarismos. La estructura del pensar de Platón, no hay que olvidarlo, es dialógica; el discurso está quebrado por el diálogo, aún cuando su propósito sea el alcance puro de la verdad. Sólo con el neoplatonismo, con la apropiación del platonismo por el mensaje de Cristo, que identifica definitivamente las Ideas platónicas con las Ideas divinas, allí justo donde se falsifica el concepto de lo divino, es donde el mensaje de Platón cobra una forma ajena a sí mismo, donde comienza a adquirir, ahora sí, rasgos absolutos y dogmáticos.
Fechar por tanto el inicio de la metafísica como voluntad de dominio en la época de los griegos es quizás otra metafísica interpretativa que no es capaz de conservar cada acontecimiento en su identidad única, que, a la manera de Hegel, unifica y supera todo fenómeno único en un momento del devenir de la Idea. Por tanto, lo que aquí se sostiene es que es más sensato ver tal inicio de una forma histórica, no entendida como el devenir de una idea de consecuencias prácticas, sino la consecuencia de un fenómeno histórico concreto cuya realización no es intelectual sino puramente económica o social, como por ejemplo, fue el inicio de la revolución industrial en Inglaterra.De manera que lo que se pretende es que obtendríamos un diagnóstico más acertado partiendo de las estructuras sociales y económicas cambiantes que no de una especulación metafísica que situara la causa en la aurora de una civilización ya perdida.
Más difícil si acaso que este punto es el de la actitud que debemos tener para con el nihilismo, aunque aquí la palabra menos acertada es la del “deber”. Y sin embargo, el pensamiento de la postmodernidad no deja, a mi manera de ver, de guardar paradójicas respuestas a esta cuestión, toda vez que aceptemos, claro está, en no deslindar el fenómeno del nihilismo de sus múltiples pero en definitiva únicas vertientes, toda vez que lo entendamos como el espíritu de una época con sus múltiples manifestaciones. Pareciera que, una vez librados de Dios y del gran trauma de la infancia del pensar, estuviéramos en aquel lugar que el hombre siempre soñó para sí: el lugar de la libertad, de la posibilidad de actuar con juicio propio y con autonomía, quizás el lugar que siempre soñó Kant. Esta es otra forma de enfrentar este páramo vacío de la época en que vivimos, quizás la otra alternativa a un romanticismo que en su propia esencia se manifiesta negador de la vida, eso sí, con todo derecho y legitimidad.