Allí donde se niega la actualidad, ese mundo que privilegian los lógicos y al que gustarían denominar “mundo de los hechos”, que en su pura realidad es capaz de anularse a sí mismo por insípido e insignificante, se elevan los intereses del místico, del que busca lo pensado como esencia no en cuanto abstracción en pensamiento de la realidad, sino en cuanto núcleo fundamental que expresa la existencia.
Esta esencia tiene en común con la abstracción del pensamiento el hecho de saltar por encima de la pura actualidad y de los hechos del mundo, para elevarse a una expresión más sublime, en el sentido de que condensa mayor significación que la que nos puede ofrecer una descripción atómica de los hechos del mundo. Pero al mismo tiempo se bifurca del pensamiento abstracto porque no trata de ser la expresión de la vida en el pensamiento, sino también fuera de él: ello nos lleva a la cuestión de la ética y del compromiso en oposición a la mera idea del conocimiento o del pensamiento, que por sí mismo no conduce a la decisión, y por tanto, no alcanza lo propiamente ético.
La actualidad como realidad, es por tanto el mundo que niega el místico en su elevación hacia lo Uno. La superación de la contingencia, y no su administración, es lo que distingue al místico del filósofo. La actualidad no opera como aquella realidad que abarcaría legítimamente el mundo de lo ideal o de lo posible; más bien cobra su sentido como determinación, o como acontecimiento cada vez más determinado, como si fuera una idea que al caer del cielo se hiciese más y más concreta. Por tanto, la actualidad toma la forma de lo concreto y lo concreto se hace también más necesidad, más actualidad a medida que la determinación es mayor.
Familia, ideales, Estado, relaciones humanas forman la esfera de aquellos elementos que actualizan de continuo nuestra existencia, que luchan y perpetúan la singularidad. Pero en la singularidad yace, al mismo tiempo, la autenticidad y la anulación de lo auténtico. En cuanto singular soy yo y sólo yo, pero precisamente por esta razón soy más vulnerable al olvido y a mi propia anulación. El extremo más ejemplar de esto lo analiza Jankélévitch en el espectro de la muerte. En la muerte el mundo muere con cada persona, la muerte es el acontecimiento más singular y más propio del individuo, pero al mismo tiempo es lo más habitual de la comunidad humana. Todos morimos en nuestra individualidad a la vez que en la colectividad donde esa singularidad se barre por completo. Lo singular es por eso este arma de doble filo, en la que, si bien la idea se realiza de forma total, pende sin embargo la espada de Damocles sobre su cabeza, se adivina la anulación del singular, bajo el simple devenir del ser que es por principio superior y que de hecho sobrevive al mero individuo.
Por eso el místico huye de la singularidad: primero en cuanto que ésta amenaza la integridad del alma. El individuo tiene un alma universal que su propia muerte y circunstancia única hacen peligrar. La idea de la unión con Dios en el neoplatonismo no podría significar otra cosa sino la preservación del individuo en cuanto que alma universal; la universalidad se convierte aquí precisamente en la verdadera singularidad. Sólo salvando ese alma no muere y se pierde en el flujo intemporal la vida del sujeto singular; sólo en la trascendencia la memoria escapa a la muerte y la inteligencia sobrevive.
La conexión que Martin Heidegger ha establecido entre la cotidianidad y la finitud no es una casualidad: igual que lo infinito nos abstrae y nos eleva de lo finito, lo temporal es producido por esas dimensiones que actualizan nuestra existencia finita y concreta. Ideales, relaciones humanas, etc, son las cosas de las que huye el místico porque tales cosas nos hacen más y más concretos, más pegados al espacio y al tiempo, más actuales y más reales.
La abstracción de la trascendencia, no es, por tanto, la abstracción del científico o del filósofo. La primera es la elevación y la salvación del alma de su finitud, al tiempo que la agudización de la esencialidad de la existencia. La segunda es la elevación de la existencia a la esfera del pensamiento. El místico coincide en esto pero además lo subsume en su propia decisión vital, en la que se ponen en juego todos los significados en la misma línea en la que se jugaban sus decisiones. Y ello es lo que propiamente debe entenderse como ética.
Esta esencia tiene en común con la abstracción del pensamiento el hecho de saltar por encima de la pura actualidad y de los hechos del mundo, para elevarse a una expresión más sublime, en el sentido de que condensa mayor significación que la que nos puede ofrecer una descripción atómica de los hechos del mundo. Pero al mismo tiempo se bifurca del pensamiento abstracto porque no trata de ser la expresión de la vida en el pensamiento, sino también fuera de él: ello nos lleva a la cuestión de la ética y del compromiso en oposición a la mera idea del conocimiento o del pensamiento, que por sí mismo no conduce a la decisión, y por tanto, no alcanza lo propiamente ético.
La actualidad como realidad, es por tanto el mundo que niega el místico en su elevación hacia lo Uno. La superación de la contingencia, y no su administración, es lo que distingue al místico del filósofo. La actualidad no opera como aquella realidad que abarcaría legítimamente el mundo de lo ideal o de lo posible; más bien cobra su sentido como determinación, o como acontecimiento cada vez más determinado, como si fuera una idea que al caer del cielo se hiciese más y más concreta. Por tanto, la actualidad toma la forma de lo concreto y lo concreto se hace también más necesidad, más actualidad a medida que la determinación es mayor.
Familia, ideales, Estado, relaciones humanas forman la esfera de aquellos elementos que actualizan de continuo nuestra existencia, que luchan y perpetúan la singularidad. Pero en la singularidad yace, al mismo tiempo, la autenticidad y la anulación de lo auténtico. En cuanto singular soy yo y sólo yo, pero precisamente por esta razón soy más vulnerable al olvido y a mi propia anulación. El extremo más ejemplar de esto lo analiza Jankélévitch en el espectro de la muerte. En la muerte el mundo muere con cada persona, la muerte es el acontecimiento más singular y más propio del individuo, pero al mismo tiempo es lo más habitual de la comunidad humana. Todos morimos en nuestra individualidad a la vez que en la colectividad donde esa singularidad se barre por completo. Lo singular es por eso este arma de doble filo, en la que, si bien la idea se realiza de forma total, pende sin embargo la espada de Damocles sobre su cabeza, se adivina la anulación del singular, bajo el simple devenir del ser que es por principio superior y que de hecho sobrevive al mero individuo.
Por eso el místico huye de la singularidad: primero en cuanto que ésta amenaza la integridad del alma. El individuo tiene un alma universal que su propia muerte y circunstancia única hacen peligrar. La idea de la unión con Dios en el neoplatonismo no podría significar otra cosa sino la preservación del individuo en cuanto que alma universal; la universalidad se convierte aquí precisamente en la verdadera singularidad. Sólo salvando ese alma no muere y se pierde en el flujo intemporal la vida del sujeto singular; sólo en la trascendencia la memoria escapa a la muerte y la inteligencia sobrevive.
La conexión que Martin Heidegger ha establecido entre la cotidianidad y la finitud no es una casualidad: igual que lo infinito nos abstrae y nos eleva de lo finito, lo temporal es producido por esas dimensiones que actualizan nuestra existencia finita y concreta. Ideales, relaciones humanas, etc, son las cosas de las que huye el místico porque tales cosas nos hacen más y más concretos, más pegados al espacio y al tiempo, más actuales y más reales.
La abstracción de la trascendencia, no es, por tanto, la abstracción del científico o del filósofo. La primera es la elevación y la salvación del alma de su finitud, al tiempo que la agudización de la esencialidad de la existencia. La segunda es la elevación de la existencia a la esfera del pensamiento. El místico coincide en esto pero además lo subsume en su propia decisión vital, en la que se ponen en juego todos los significados en la misma línea en la que se jugaban sus decisiones. Y ello es lo que propiamente debe entenderse como ética.
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