Lo imposible brilla en la apariencia, en lo inmediato y en lo próximo. Nuestra propia imposibilidad no está impresa en ningún páramo lejano, sino que en este aire donde todo aparentemente reposa sin ninguna relación con lo complejo, habita el enigma y respira la potencia que promete romper la cuerda tensada de nuestra existencia.
Así es como en lo más cercano perdemos la infinitud del sentido, la emancipación del sentido que se aleja progresivamente de nuestra comprensión, y en esto cercano la tangente infinita del sentido vuelve sobre sí, terminando su círculo sin límites justo en el punto casi opaco que nosotros mismos somos. La idea pascaliana del intelecto apresado en un mundo que contiene a su vez figura la imagen imposible de ese mundo: en contra del isomorfismo lingüístico que adjudicaba Wittgenstein a la relación entre mundo y lenguaje, el mundo es más bien completamente amorfo, irrepresentable en los términos estrictos de la conciencia, probablemente imposible de figurar con sólo el pensamiento.
Con Jankélévitch y Nishida, diremos que es preciso recurrir, para acercarnos al mundo, a una lógica muy peculiar; de Hegel tomaríamos la mediación como mecanismo estable de la estructura de ese mundo. Pero nada de ello nos conduce a un control del mismo: la esencia del pensamiento acerca de la verdad aleja cada vez el objeto que piensa para sustituirlo por un tipo peculiar de accidentes que afirman y niegan la esencia, pero que en todo caso jamás la definen.
La existencia desnuda del mundo es el mayor argumento para afirmar la validez ontológica de la contradicción como realización plena y como desarrollo real. La paradoja no es un laberinto erróneo debido a la mala utilización de una lógica abstracta, sino el comportamiento en máximo rendimiento del mundo, diríamos la manifestación más obvia de ese mundo indefinible. La paradoja no se entiende por tanto como una ausencia de ser o como una consecuencia secundaria: la paradoja es la forma ontológica estricta del mundo, es la única manifestación visible del mismo y su única representación posible.
Tampoco es la paradoja una elaboración metafísica acerca de la tragedia del mundo o de su negatividad. Es más bien lo que resulta de analizar los elementos neutros, es decir, objetivos, de ese mundo: contrariamente a una especie de mundo de hechos objetivo, el análisis real de esos objetos que definen el mundo no nos lleva a una neutralidad del juicio con respecto del mismo: esos mismos análisis tienen en sí la semilla de una valoración concreta sobre ese mundo. La tragedia de la vida no es por tanto una especie de reflexión pesimista sobre el mundo, de carácter subjetivo, sino el resultado sencillo y neutral del análisis de sus componentes, que forman algo así como un aparato cuyo destino enraizado genéticamente contiene una negación que lo deshabilita en su realización, un obstáculo que lo niega como aparato independiente, como acontecimiento objetivo.
Así es como en lo más cercano perdemos la infinitud del sentido, la emancipación del sentido que se aleja progresivamente de nuestra comprensión, y en esto cercano la tangente infinita del sentido vuelve sobre sí, terminando su círculo sin límites justo en el punto casi opaco que nosotros mismos somos. La idea pascaliana del intelecto apresado en un mundo que contiene a su vez figura la imagen imposible de ese mundo: en contra del isomorfismo lingüístico que adjudicaba Wittgenstein a la relación entre mundo y lenguaje, el mundo es más bien completamente amorfo, irrepresentable en los términos estrictos de la conciencia, probablemente imposible de figurar con sólo el pensamiento.
Con Jankélévitch y Nishida, diremos que es preciso recurrir, para acercarnos al mundo, a una lógica muy peculiar; de Hegel tomaríamos la mediación como mecanismo estable de la estructura de ese mundo. Pero nada de ello nos conduce a un control del mismo: la esencia del pensamiento acerca de la verdad aleja cada vez el objeto que piensa para sustituirlo por un tipo peculiar de accidentes que afirman y niegan la esencia, pero que en todo caso jamás la definen.
La existencia desnuda del mundo es el mayor argumento para afirmar la validez ontológica de la contradicción como realización plena y como desarrollo real. La paradoja no es un laberinto erróneo debido a la mala utilización de una lógica abstracta, sino el comportamiento en máximo rendimiento del mundo, diríamos la manifestación más obvia de ese mundo indefinible. La paradoja no se entiende por tanto como una ausencia de ser o como una consecuencia secundaria: la paradoja es la forma ontológica estricta del mundo, es la única manifestación visible del mismo y su única representación posible.
Tampoco es la paradoja una elaboración metafísica acerca de la tragedia del mundo o de su negatividad. Es más bien lo que resulta de analizar los elementos neutros, es decir, objetivos, de ese mundo: contrariamente a una especie de mundo de hechos objetivo, el análisis real de esos objetos que definen el mundo no nos lleva a una neutralidad del juicio con respecto del mismo: esos mismos análisis tienen en sí la semilla de una valoración concreta sobre ese mundo. La tragedia de la vida no es por tanto una especie de reflexión pesimista sobre el mundo, de carácter subjetivo, sino el resultado sencillo y neutral del análisis de sus componentes, que forman algo así como un aparato cuyo destino enraizado genéticamente contiene una negación que lo deshabilita en su realización, un obstáculo que lo niega como aparato independiente, como acontecimiento objetivo.
No hay salto del análisis de los hechos del mundo a la asumpción de la tragedia del mundo. El análisis mismo contiene ya nuestro próximo juicio, nos obliga a colocarnos en el escenario que él nos ha preparado, nos sitúa ya previamente a cualquier decisión en un mundo concreto que posee un valor determinado.
Ello no significa que esta determinación de nuestro espíritu por el mundo sea la definitiva, sino, todo lo contrario, la inicial. La asumpción de la tragedia, por así decir, “mecánica” del mundo, en cuanto que se debe a su propia estructura y no a una especie de maldición exterior, es sólo la determinación desde la que nosotros ya siempre debemos partir. No el final, sino el inicio, la condición de posibilidad de nuestro pensamiento y nuestra existencia.
Ello no significa que esta determinación de nuestro espíritu por el mundo sea la definitiva, sino, todo lo contrario, la inicial. La asumpción de la tragedia, por así decir, “mecánica” del mundo, en cuanto que se debe a su propia estructura y no a una especie de maldición exterior, es sólo la determinación desde la que nosotros ya siempre debemos partir. No el final, sino el inicio, la condición de posibilidad de nuestro pensamiento y nuestra existencia.
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