Los que aún vivimos quisiéramos que nosotros mismos dirigiésemos nuestra vida, que fuéramos los pilotos de un barco que se pierde en la niebla con la promesa imposible de una incierta supervivencia. Lo cierto es que el yo de la conciencia no es sino un piloto que frecuentemente cae en la embriaguez, y entonces el barco tienta entre las olas la posibilidad del fracaso, y de nuevo en la resaca el capitán ebrio ha de retomar las riendas de algo que olvidó.
Por eso la esperanza de la continuidad y de la unidad de la vida se revela como algo en extremo difícil. Para el necio, no es importante ni atractiva; para el sabio, la promesa de la continuidad se pospone indefinidamente entre las nieblas o luces de su investigación. El sabio como tal no es aquel que halla la unidad de la vida, sino el que hace de la inconsistencia misma de la pregunta un hilo débil de continuidad. En la pregunta la vida se fractura y corre el riesgo de perderse. Lo que para el hombre cotidiano resultaría un abismo necesitado de una solución rápida, el sabio lo convierte en un asunto eterno, en el asunto que se va a trazar a lo largo y ancho de toda su existencia.
Como sabemos, las grandes decisiones de la humanidad no se han caracterizado por su promesa de verdad. La promesa de verdad es el patrón del científico y del filósofo, lo que en definitiva significa el eterno aplazamiento de la decisión. La decisión como tal no es propia sino de los hombres de acción, de los políticos y combatientes activos de la vida que forjan la historia. Es verdad que una historia que sólo será recogida por los eruditos, pero historia al fin y al cabo. La fuerza de la decisión reside, pues, en ella misma, y el gran fracaso de un filósofo no consiste en errar su doctrina sino en no saber erigirla con la fuerza suficiente frente a quien reclama una respuesta.
Pues todo hombre en cuanto tal reclama una respuesta. Este es el primer movimiento. La tarea del sabio consistiría en proporcionar un movimiento firme frente a la exigencia de resolución. Es verdad que esta actuación convierte al sabio en un líder religioso. Pero la fortaleza del criterio, si bien exige interiormente la convicción del que lo sustenta, exteriormente resulta ridícula e incluso imposible. Cuando el sabio no puede ejercer como sumo sacerdote de las decisiones del hombre que pregunta, o bien se recluye en su castillo de marfil o renuncia a esta misión, lo cual no deja de ser un fracaso disimulado: y con ello entramos en la esencia de los movimientos filosóficos del Helenismo.
Platón sabía bien que el sabio perecería como educador de la humanidad si se desligaba de su función política. Porque en el momento en que la decisión política no va de la mano de la verdad del criterio, todo sentido profundo de la misma se ve devaluado. Platón mismo es el primer filósofo en este sentido y el último; el primero pues en él se eleva la metafísica a ciencia, y su doctrina se separa conscientemente de la acción religiosa; el último porque su testimonio es el testimonio del fracaso del proyecto político del filósofo, que no es un aparte o un extra en su actividad, sino en definitiva la auténtica misión del sabio.
En la era de la ciencia y de la técnica, el sabio se ha convertido, como todos sabemos, en una especie de reliquia interesante. “Interesante” de hecho es la palabra más utilizada para designar un camino que está fuera de los hechos del mundo y que se revela por ello como exótico o digno de atender, a la manera como se atiende un hecho curioso o una excentricidad que llama cierta atención. Lo cierto sin embargo es que el filósofo nunca ha llegado a devenir un educador.
La misión quizás sea imposible, y quizás La República de Platón sea el mejor ejemplo de esta imposibilidad. El plan de estudios del dirigente político en Platón es un poco menos que el que se podría establecer para un superhombre fuera del espacio y del tiempo. En ese sentido, el filósofo nunca ha existido sino en la figura de la marginalidad. Y es que el camino de la verdad exige esta paradójica renuncia, a saber: la moratoria indeterminada de la toma de la decisión actual, en virtud de la exigencia de un saber total. El mundo de los hechos se juega en otra parte.
Por eso la esperanza de la continuidad y de la unidad de la vida se revela como algo en extremo difícil. Para el necio, no es importante ni atractiva; para el sabio, la promesa de la continuidad se pospone indefinidamente entre las nieblas o luces de su investigación. El sabio como tal no es aquel que halla la unidad de la vida, sino el que hace de la inconsistencia misma de la pregunta un hilo débil de continuidad. En la pregunta la vida se fractura y corre el riesgo de perderse. Lo que para el hombre cotidiano resultaría un abismo necesitado de una solución rápida, el sabio lo convierte en un asunto eterno, en el asunto que se va a trazar a lo largo y ancho de toda su existencia.
Como sabemos, las grandes decisiones de la humanidad no se han caracterizado por su promesa de verdad. La promesa de verdad es el patrón del científico y del filósofo, lo que en definitiva significa el eterno aplazamiento de la decisión. La decisión como tal no es propia sino de los hombres de acción, de los políticos y combatientes activos de la vida que forjan la historia. Es verdad que una historia que sólo será recogida por los eruditos, pero historia al fin y al cabo. La fuerza de la decisión reside, pues, en ella misma, y el gran fracaso de un filósofo no consiste en errar su doctrina sino en no saber erigirla con la fuerza suficiente frente a quien reclama una respuesta.
Pues todo hombre en cuanto tal reclama una respuesta. Este es el primer movimiento. La tarea del sabio consistiría en proporcionar un movimiento firme frente a la exigencia de resolución. Es verdad que esta actuación convierte al sabio en un líder religioso. Pero la fortaleza del criterio, si bien exige interiormente la convicción del que lo sustenta, exteriormente resulta ridícula e incluso imposible. Cuando el sabio no puede ejercer como sumo sacerdote de las decisiones del hombre que pregunta, o bien se recluye en su castillo de marfil o renuncia a esta misión, lo cual no deja de ser un fracaso disimulado: y con ello entramos en la esencia de los movimientos filosóficos del Helenismo.
Platón sabía bien que el sabio perecería como educador de la humanidad si se desligaba de su función política. Porque en el momento en que la decisión política no va de la mano de la verdad del criterio, todo sentido profundo de la misma se ve devaluado. Platón mismo es el primer filósofo en este sentido y el último; el primero pues en él se eleva la metafísica a ciencia, y su doctrina se separa conscientemente de la acción religiosa; el último porque su testimonio es el testimonio del fracaso del proyecto político del filósofo, que no es un aparte o un extra en su actividad, sino en definitiva la auténtica misión del sabio.
En la era de la ciencia y de la técnica, el sabio se ha convertido, como todos sabemos, en una especie de reliquia interesante. “Interesante” de hecho es la palabra más utilizada para designar un camino que está fuera de los hechos del mundo y que se revela por ello como exótico o digno de atender, a la manera como se atiende un hecho curioso o una excentricidad que llama cierta atención. Lo cierto sin embargo es que el filósofo nunca ha llegado a devenir un educador.
La misión quizás sea imposible, y quizás La República de Platón sea el mejor ejemplo de esta imposibilidad. El plan de estudios del dirigente político en Platón es un poco menos que el que se podría establecer para un superhombre fuera del espacio y del tiempo. En ese sentido, el filósofo nunca ha existido sino en la figura de la marginalidad. Y es que el camino de la verdad exige esta paradójica renuncia, a saber: la moratoria indeterminada de la toma de la decisión actual, en virtud de la exigencia de un saber total. El mundo de los hechos se juega en otra parte.
2 comentarios:
Suelo compartir tus reflexiones, pero no puedo asentir en tu abusivo uso del término "verdad". Creo que no existe nada más vacío que eso que pretende referirse cuando se habla de verdad. La "verdad" es y ha sido, como la "libertad", un simple pretexto para tropelías y dogmatismos. Cada vez creo más que la "verdad" no tiene ningún interés y que sólo sirve para engalanar los discursos de sus presuntos buscadores.
Hola, Hemicéfalo.
Bueno, en realidad no considero que haga un uso abusivo del término verdad. No entraré en la discusión que planteas acerca del concepto de verdad, sino que me centraré en el uso que le he dado en el texto, y que es éste: la verdad como camino de inquietud constante que se hace ideal regulador de la actividad del filósofo. Como ves, nada que ver con el dogmatismo ni con la violencia, sino que requiere de una tibieza de espíritu que sólo quien sea un verdadero desesperado puede mantener con rigor.
saludos.
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