El principio más básico de la filosofía, el tertio excluso, es al mismo tiempo el más inservible de todos los principios. La idea de que un término no puede ser al mismo tiempo él y su opuesto es sólo una distinción abstracta que nada tiene que ver con la existencia. Pues a fin de cuentas la lógica puede prescindir de la existencia, de la mera contingencia. Así como Dios es invariable en sus formas, esencia única y mano productora de la creación, de la misma manera la lógica se alza como la reguladora de la existencia aún cuando en esa regulación ella queda por encima de la vida, al margen de ella e incluso independiente de su esencia. En otras palabras, la lógica es independiente de lo que existe.
Pero no hay forma ontológica que sea independiente de lo que existe. Todo existir depende de la existencia, toda realización conceptual se forma en ella y sólo en ella subsiste. Lo que niega la actualidad, si acaso llega a ser, en todo caso es gracias a este substrato vital. Lo abstracto no es necesariamente inexistente, pero en absoluto es completamente independiente de la existencia de la que bebe su esencia. Hace tiempo que por fortuna estamos curados de esta ingenuidad del logicismo, porque al prestar atención a los fenómenos de la vida nos damos cuenta de la raíz fundamental del todo, que es el instante decisivo, la actualidad en desarrollo.
El principio ontológico fundamental de lo que existe puede llamarse ambigüedad viva, en cuanto que en su realización los caracteres vitales más genuinos llevan en sí no una contradicción, sino una fuerza ambigua de caracteres que sin embargo aspiran a una unidad, o conservan un lugar común de efectos. La conciencia se reconoce, por ejemplo, como el lugar en el que una misma esencia despliega accidentes distintos, una misma unidad halla cierta otredad o reflejo de otredad en sí misma. Lo que existe de este modo no es una paradoja, sino una realización vital en la que conviven ambas discusiones, ambos principios, ambas distribuciones de fuerzas. La ambigüedad no es lógica o contradictoria, sino existente, viva.
Lo que la filosofía vitalista llama así existencia, no es en cualquier caso una forma de resaltar que lo real entendido en sentido platónico no existe. Al contrario, lo real es en todo caso la vida, en todo momento la vida, y ésta es por excelencia lo contingente; toda la vida y en concreto el espíritu del hombre parten desde la nada, desde el instante decisorio en el que el fundamento siempre es el proyecto, y a este vértigo de la conciencia de actualidad eterna de las cosas lo llamamos libertad. Lo que existe, la creación, es la referencia eterna, el resquicio de realidad último, que nace desde la nada y hacia la nada. Dios crea la criatura y se retira, haciéndola desde la nada, en el instante supremo decisor. No podríamos imaginar que Dios hubiera pensado en mundos anteriormente diseñados, modelos desde los que trabajar. Antes de Dios no existe propiamente nada, y ni siquiera Dios se puede decir que exista en ese sentido, ya que la existencia en cuanto tal comienza con el instante creador, y no antes ni después. Pero la existencia del todo en cuanto realidad viva demuestra en su corteza, en su propia superficie, la coexistencia de lo mismo antitético en formas de unidad bien distribuidas. Es, por decirlo así, la geografía de la existencia, el modo en el que ésta quiere mostrarse.
Alejados de ese todo-real-vivo que forma la contingencia en su actualidad o presente eterno, se nos ha vedado por principio su acceso directo. Sólo mediante categorías y sistemas cerrados de significado podríamos construir un mundo comprensible. Saber, o intuir, que ese todo es una ambigüedad viva, de la que emergen más tarde sus padres y sus fundamentos, no significa sin embargo abandonar el pensamiento por pura desesperación. En todo caso, eso debe ser una decisión posterior, que habría que sopesar. Pues lo más coherente quizás fuera la desesperación, pero no quizás lo más sabio. En todo caso, lo que se trata de resaltar es que es falso e ingenuo cerrar los ojos a este obstáculo del que aún no sabemos nada, sino tan sólo una cosa, quizás aún más fundamental, a saber: su existencia.
Pero no hay forma ontológica que sea independiente de lo que existe. Todo existir depende de la existencia, toda realización conceptual se forma en ella y sólo en ella subsiste. Lo que niega la actualidad, si acaso llega a ser, en todo caso es gracias a este substrato vital. Lo abstracto no es necesariamente inexistente, pero en absoluto es completamente independiente de la existencia de la que bebe su esencia. Hace tiempo que por fortuna estamos curados de esta ingenuidad del logicismo, porque al prestar atención a los fenómenos de la vida nos damos cuenta de la raíz fundamental del todo, que es el instante decisivo, la actualidad en desarrollo.
El principio ontológico fundamental de lo que existe puede llamarse ambigüedad viva, en cuanto que en su realización los caracteres vitales más genuinos llevan en sí no una contradicción, sino una fuerza ambigua de caracteres que sin embargo aspiran a una unidad, o conservan un lugar común de efectos. La conciencia se reconoce, por ejemplo, como el lugar en el que una misma esencia despliega accidentes distintos, una misma unidad halla cierta otredad o reflejo de otredad en sí misma. Lo que existe de este modo no es una paradoja, sino una realización vital en la que conviven ambas discusiones, ambos principios, ambas distribuciones de fuerzas. La ambigüedad no es lógica o contradictoria, sino existente, viva.
Lo que la filosofía vitalista llama así existencia, no es en cualquier caso una forma de resaltar que lo real entendido en sentido platónico no existe. Al contrario, lo real es en todo caso la vida, en todo momento la vida, y ésta es por excelencia lo contingente; toda la vida y en concreto el espíritu del hombre parten desde la nada, desde el instante decisorio en el que el fundamento siempre es el proyecto, y a este vértigo de la conciencia de actualidad eterna de las cosas lo llamamos libertad. Lo que existe, la creación, es la referencia eterna, el resquicio de realidad último, que nace desde la nada y hacia la nada. Dios crea la criatura y se retira, haciéndola desde la nada, en el instante supremo decisor. No podríamos imaginar que Dios hubiera pensado en mundos anteriormente diseñados, modelos desde los que trabajar. Antes de Dios no existe propiamente nada, y ni siquiera Dios se puede decir que exista en ese sentido, ya que la existencia en cuanto tal comienza con el instante creador, y no antes ni después. Pero la existencia del todo en cuanto realidad viva demuestra en su corteza, en su propia superficie, la coexistencia de lo mismo antitético en formas de unidad bien distribuidas. Es, por decirlo así, la geografía de la existencia, el modo en el que ésta quiere mostrarse.
Alejados de ese todo-real-vivo que forma la contingencia en su actualidad o presente eterno, se nos ha vedado por principio su acceso directo. Sólo mediante categorías y sistemas cerrados de significado podríamos construir un mundo comprensible. Saber, o intuir, que ese todo es una ambigüedad viva, de la que emergen más tarde sus padres y sus fundamentos, no significa sin embargo abandonar el pensamiento por pura desesperación. En todo caso, eso debe ser una decisión posterior, que habría que sopesar. Pues lo más coherente quizás fuera la desesperación, pero no quizás lo más sabio. En todo caso, lo que se trata de resaltar es que es falso e ingenuo cerrar los ojos a este obstáculo del que aún no sabemos nada, sino tan sólo una cosa, quizás aún más fundamental, a saber: su existencia.
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