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domingo, marzo 04, 2007

La pregunta

Sobre la pregunta se ciernen siempre enormes nubarrones. La pregunta quiere ser pregunta por sí y no por referencia a una respuesta que le diera legitimidad. Por eso el que niega a la pregunta la característica del sentido exhibe o manifiesta a su vez un origen distinto en el que la pregunta volvería a recogerse en una forma nueva, permaneciendo al fondo, como horizonte indestructible.

La pregunta sobre la esencia, por ejemplo, ha sido tachada numerosas veces como una falsa pregunta. También la pregunta por lo importante es entonces tachada, en el sentido de que no cabría interrogarse por aquella cosa que tuviera como esencia fundamental el ser la más importante de todas las cosas. Con ello no queda destruido el sentido, sino emplazado en otro lugar. El que niega el sentido de la pregunta por la esencia considera que tal esencia haya acaso de encontrarse en otro lugar. A pesar de todo, cada pregunta tiene su propia esencia, y acaso por esto una respuesta necesaria. Así, todo el movimiento del interrogar puede ser sin duda errante o fragmentario, como el del peregrino o el del solitario, pero en sí lleva ya su particularidad, es decir, la necesidad de una respuesta exterior a su esencia.

El preguntar se nutre de todas las carencias y debilidades humanas para manifestarse, es sólo el polo o correlato de lo auténticamente exterior, y en ese sentido una condición más de nuestra unión con el mundo. Por la pregunta penetro el mundo y lo hago manifiesto ante mis ojos. Toda la pluralidad de la pregunta al manifestarse nos revela la diversidad de caminos que existen en lo humano, caminos pavimentados por las señales y cruces de la contingencia. No hay nada más efectivo que la consideración de la composición de estos caminos para inadvertidamente rechazar la idea de una intervención de tipo divino como poder efectivo y consciente sobre el hombre. Ello no elimina la importancia de lo divino, sino sólo en cuanto espíritu consciente y antropomórficamente concebido. Lo divino permanece, pues es aquello que obtiene nuestra máxima consideración.

Pero más allá de esta importante distinción, se ensombrece la figura de un Artífice como creador, y no bajo argumentos sistemáticos, todos tan racionales como espurios en su inconclusión, sino por la simple y dramática rotundez con la que se presenta el mundo. El mundo muestra la composición de su camino, la arquitectura múltiple que condena desde su aparición la idea de un redentor y Artífice. Una vez recorrido cualesquiera camino, comprendemos su ser íntimo como una encrucijada de caminos y combinaciones, que por sí mismas permanecen en silencio. Es el hombre el que, a través de la palabra, del lenguaje o del poema, rescata del ser a su mutismo y lo aloja en el mundo. Es también entonces cuando la simple evidencia de las cosas nos convence de su peculiar autonomía, una especie de logos caótico y probabilístico.

Cuando el mundo habla y nosotros escuchamos, sentimos la presencia de lo divino, que no es producto elaborado de un creador, ni valor implícito en el mundo, sino comunión entre el hombre que hace hablar la cosa y la cosa que permite la pregunta.
Y obtenemos un silencio como respuesta que apunta a la posibilidad como la más elevada de las categorías. Nuestro mundo se revela como libertad sólo en cuanto que posibilidad. Por eso ha permitido acoger en su seno al creador, y no al contrario. Por eso ha permitido el deambular indiscriminado del interrogante, que se pierde en los caminos al tiempo que forja su destino.
Pues el silencio del mundo es un silencio enorme, cargado de palabras y sentidos.

viernes, marzo 02, 2007

Mundo y conciencia (II)

La característica fundamental de la conciencia es su absoluto desplazamiento, la capacidad de moverse indefinidamente desde su posición pero al tiempo enajenándose; de aquí proviene su estructura paradójica, pues la conciencia es capaz de doblarse a sí misma sin dejar de ser conciencia; ahora bien, ese “dejar de ser” después del movimiento de desplazamiento compromete en realidad la concepción del ser anterior a ese desplazamiento.

Por ejemplo, en el caso del tiempo, el sentido es producido por la conciencia como movimiento sobre el instante. El presente queda, por otro lado, reducido a la negación continua de su propio movimiento. Mediante el movimiento existe el presente, y quizás esta sea la propia y paradójica ubicuidad de la conciencia. El horizonte temporal es semiesférico: el pasado y el futuro constituyen una esfera partida en la que los momentos del futuro absoluto y el pasado absoluto son inalcanzables, pero no por ello inexistentes: el futuro es continuamente reemplazado por el futuro, pues, aunque viaje hacia el pasado, su posición en cuanto futuro sigue permaneciendo. Siempre hay un último momento inalcanzable del futuro y del pasado, un tiempo de carácter regulativo que cierra los puntos siempre sustituibles del horizonte temporal.

Sabemos además que sin espectador no hay tiempo. La conciencia es en su esencia tiempo, y, por tanto, capacidad de movimiento hacia delante y hacia atrás. Quizás lo propio de la conciencia sea su auténtica no-coincidencia. Su igualación con el presente y el hecho de que éste consista en una continua autorrefutación lo testifican. Y sin embargo, precisamente por no tener un espacio propio, puede la conciencia otorgar sentido.
Por lo tanto, lo propio de la conciencia es la movilidad en cuanto que alienación, enajenación. La conciencia propende o se extiende hacia el ser sin dejar de ser ella misma conciencia; con todo, desde aquí podemos preguntarnos el lugar desde el que hablamos y la posibilidad de una constitución del sentido.

Porque podría suceder que bajo las apariencias exteriores del lenguaje, bajo el discurso que se coloca en un plano que supera el movimiento de la conciencia o que incluso hace abstracción de él, en realidad esté hablando un puro sujeto, sin más, o, como mínimo, se mostraría la dificultad de saber quién o qué está hablando en ese discurso. Lo difícil en el discurso filosófico es precisamente averiguar si la cosa está hablándonos en efecto o se trata sólo de un efecto de la conciencia en su movimiento falsificador.
Ya que hay que decir que también pertenece a la conciencia esta capacidad de falsificarse, de eliminarse a sí misma, de ignorarse. De aquí puede proceder, por ejemplo, la alienación de un sujeto que se crea dueño de sus actos a través de una estructura anónima de Poder, o la creencia de un cristiano en que su pura oración es una mediación auténtica con el Creador. De ello no se libra el discurso filosófico, y es que en efecto es imposible. Tanto da hablar en nombre de la metafísica como en nombre de Dios, en cualquier caso se desconoce si ése es precisamente el estado de cosas supuesto.

Se puede argumentar, sin duda, que la conciencia no tiene tal alcance e incluso poner en duda sus capacidades. No obstante, en el discurso filosófico se origina ya la problemática del hablante, de quién es aquel que habla. Quiénes somos nosotros, una vez hemos difuminado el sujeto en el hilo lingüístico de la comunicación, una vez hemos desmontado la Historia a causa del miedo a contaminarnos de una ingenuidad pseudocientífica, esta pregunta sigue quedando en el aire y nos convulsiona como un problema que no se puede seguir obviando.

En oposición a la tradición filosófica norteamericana, parece que la trayectoria europea se ve asediada de una autorreflexión en ocasiones tan intransigente que lleva a la parodia y a su incapacidad de consecución. La conciencia de la situacionalidad histórica, de la finitud, de la dependencia de estructuras como el lenguaje al que estamos subordinados, etc, lleva a liquidar también el discurso y a dejar en realidad meros fragmentos, que son también un eco de la propia vitalidad de la conciencia.
Esta conciencia, lejos de hallarse en un mundo ordenado para sí, vive con violencia la continua deconstrucción de sus postulados y la pérdida de una unidad fundamental.

Bajo esta paradoja se podría afirmar, quizás, que nuestra filosofía europea actual se ha arrimado tanto a los procesos vitales y contingentes que ha quedado amarrada a ellos de forma tal que cualquier intento por el logos lleva a una paradoja insuperable. En un intento de condicionar reflexivamente todos los efectos exteriores a la conciencia, se ha liquidado la propia conciencia. Ahora hay que buscar desde dónde hablamos y para quién hablamos, y además teniendo en cuenta los presupuestos que han posibilitado este estilo de hacer filosofía.

La intención de absolutizar la exterioridad llevará siempre a un conflicto con la conciencia. No se puede destruir lo que hay efectivamente de irreducible en la conciencia, aunque menospreciemos su capacidad de significación o de valor epistemológico. La estancia que proclama y obliga a la conciencia a tomar las riendas no es la filosofía; ojalá lo fuera. En realidad se trata de la ética, porque, a fin de cuentas, lo que de verdad establece la existencia de una irreductibilidad de la conciencia no es un análisis de los hechos o de la ontología, sino la obligación y la responsabilidad. Obligación porque siempre hemos de responder por nosotros, y para ello hemos de ser algo. Y responsabilidad porque estamos unidos a ese algo de modo tal que no podemos cargar sobre sus elementos lo que es propio de aquello. Ese algo, además, es precisamente lo que debemos averiguar, y no es otra cosa que aquello que habla o lo que habla.

martes, febrero 27, 2007

Yo y el Otro

La crítica que Lévinas hace de Hegel se basa, a grandes rasgos, en la asimilación que haría Hegel de lo Otro a lo Mismo, en este caso la Idea Absoluta, que para Lévinas, en Hegel puede también asimilarse al sujeto. Pues, para Lévinas, Hegel entiende por esencia en definitiva el mismo sujeto. Por otro lado, critica a Husserl por su idea de que el sentido parte siempre de un sujeto constitutivo, y en la medida en que la conciencia es el dato de mayor claridad, también la noción de intencionalidad estaría haciendo un flaco favor al Otro.

En definitiva, la crítica a Husserl proviene de que tampoco en su caso, como en el caso de Hegel, se estaría respetando la trascendencia del Otro. No es posible colocar como origen de las significaciones al sujeto, en cuanto que éste debe hallarse siempre constituido por el Otro. De alguna manera, se diría que si partimos de un sujeto constituyente del Otro, no estamos respetando la significación que parte de ese Otro.

Ahora bien, ¿no resulta paradójica esta decisión? En el momento en que respetamos que el sentido parta no de la conciencia, sino del Otro como trascendencia absoluta, lo único que estamos haciendo es desplazar el sentido de una conciencia a otra conciencia. Respetar la trascendencia equivale aquí, pardójicamente, a respetar una conciencia autofundante. Pues no puede olvidarse que la trascendencia del Otro en cuanto Otro es solo imaginada: ese Otro nunca existe como Otro, sino como sí mismo, como Identidad, Sujeto autoconstituyente. De este modo buscar la trascendencia del otro se convierte en una empresa infinita, puesto que jamás llegamos a ese Otro como Otro.

Ahora bien, Lévinas puede contestar a esto con la afirmación de que precisamente no hay que llegar a ese Otro. Todo llegar se convierte siempre en una asimilación por el sujeto. Por eso Lévinas critica de Hegel que la constatación de la negación o de la diferencia queda finalmente socavada por una incorporación en la identificación absoluta de lo Mismo. Desde un punto de vista psicológico, sin embargo, el Otro como Otro no puede existir, pues ese Otro partiría de una intencionalidad adherida a una conciencia anterior. Lo Otro, si acaso no se puede concebir, no por ello deja de existir sino por el hecho de que no existe un lugar donde se pueda proyectar. Todo Otro es lo Mismo desde sí, y el Otro no es sino la proyección que la conciencia hace en su particular intencionalidad, es decir, en su relación con el ser.

Por otro lado, esta empresa tiene la dificultad de querer instalar un Otro en su absoluta trascendencia al tiempo que lucha por hacerse un eco de él. Quizás el simple llamamiento a lo Otro ya parte de una conciencia enajenada. Todo esto daría para una larga discusión acerca del fenómeno de la conciencia. La conciencia puede crear múltiples engaños, y si bien es cierto que Hegel quizás estaba engañado, no menos lo está el que, desde un mismo horizonte, cree poder acceder a otros horizontes que quedan negados en la medida en que se dicen con la palabra.

Absorbidos en un horizonte temporal, los otros son para la conciencia alimento que la constituye, pero nunca conocedor de lo Otro. En ese sentido, lo Otro es ciertamente una pura trascendencia, pero siempre y cuando constatemos que al mismo tiempo nuestra conciencia sigue siendo una auténtica trascendencia para el Otro. El problema es dónde situar, donde emplazar el sentido. Si renunciamos al sujeto como lugar de emplazamiento del sentido, quizás no quede lugar propio para el sentido. Ello, desde luego, no habría de ser una desgracia, ni mucho menos. Pero las consecuencias de esa posibilidad constituirían un tema que tratar en otro lado.

domingo, febrero 25, 2007

La vacuidad del fenómeno

En la soledad más silenciosa es donde surge, como una tormenta en un cielo de preocupación, el interrogante. "El que se aísla busca su propia perdición" dice la Biblia. Y, sin embargo, es en esa intimidad con el mundo que los entes se nos revelan en su profundo silencio como cosas que nos constituyen, como nuestro mundo, y no sólo como un mundo general, que estaría desnudo delante de cualquier observador.

La apropiación del mundo por nuestra acción es al tiempo cercanía con las cosas, crecanía siempre dada por supuesta, pero que sólo con la experiencia de la reflexión como reflexión perceptiva capta su intimidad particular. En ese residuo al que hemos sido arrojados con violencia (¿desde dónde?), nos vemos obligados a fabricar una vivienda donde morar, en la que la tensión entre los distintos factores que nos componen sea lo suficientemente sólida como para no desmoronar el mundo que habitamos.
El interrogante tiene siempre la forma del sentido. El sentido no deja capturarse, y cuando ingenuamente lo alcanzamos, sentimos su desmoronamiento radical. Como un obsesivo tintineo que acaso fuera el recuerdo de lo que quedó tras una catástrofe natural, el sentido roza etéreo el mundo para a continuación abandonarlo, siempre regresando a nosotros, siempre nosotros dirigiéndonos hacia su seno.

Una vez caídos y arrojados en el mundo, podemos engañarnos con la futilidad de hallar un estrato primordial en su corteza originaria, que no sería sino la huella de una intencionalidad de trascendencia, o bien constituirnos mediante el amor con estas cosas que conforman nuestro mundo. El ser para sí convierte al ser en sí en su propio mundo constituyéndose con él mediante esa relación afectiva. Regresar a un mundo preobjetivo es también regresar a aquel contacto primario que tuvimos con el mundo. Todo contacto convierte sin duda el mundo en un mundo cada vez nuestro, y mediante la familiaridad con el mundo conseguimos nuestro propio emplazamiento en él en conformidad con la conciencia.

Ese mundo que nos rodea y que nos inunda con sus significaciones, y en el que nosotros nos extendemos a través de nuestro cuerpo ha de ser apropiado aún por la conciencia. Esta apropiación depende del carácter "intencional" de las cosas en el mundo cuya forma de presentación es la del silencio y la pasividad. Las cosas no significan excepto cuando la labor activa del hombre las transforma o las toma como entes posibles de una utilización. La idea de Marx de producción de un mundo mediante la naturaleza indica la dificultad de considerar el mundo en un enlace continuo y claro de comunicación con la conciencia. La labor de apropiación humana hace de las cosas vacías elementos fragmentarios del mundo en que la conciencia se enquista. Y así, los instrumentos del hombre poseen una capacidad infinita de utilización, modificación, y por tanto, de significación.


Por sí mismas, las cosas se hallan en un trasfondo sin forma. Merleau Ponty ha demostrado esto mediante la diferencia entre la temporalidad humana y un tiempo absoluto que, lejos de cualquier observador, no puede distinguir sus instantes. El enlace entre el mundo y la conciencia viene a ser el enlace entre el silencio de la eternidad y el lenguaje de la temporalidad.
Por eso la relación de apropiación de las cosas está constituida por una afectividad irrebasable. Si yo de pronto suspendiera mi confianza en los objetos que me rodean, no metódicamente, como Descartes, sino realmente, pondría en peligro la configuración de mi mundo, y con ello, mi propia conciencia. Tener una relación de implicación con el mundo significa, por lo tanto, estar en simbiosis con él. Lo que implica una afectividad intencional hacia ese mundo.

Y sin embargo, en esta soledad indefinida, miro de forma despojada y fría esos objetos y de pronto comprendo su nulidad, su vacío. En estos instrumentos puede estar realizado perfectamente ese mundo que me invade y cuyo centro yo penetro de continuo. Pero, ¿es ello acaso desvelamiento de una significación que verdaderamente sea para mí algo más que "la cosa misma" y que satisfaga el anhelo de totalidad de mi espíritu? ¿Es de veras una bendición el arrojamiento a nuestro mundo fenoménico? ¿Nos dará un sentido que no sea puramente tautológico una mayor comprensión de la temporalidad humana? ¿O no será que, aún en su pretendida falsedad, todos los símbolos de la trascendencia son mucho más vivos y profundos que las estériles llanuras, cargadas de verdad, de la inmanencia?

Una ruptura que no vemos siega, como una sangrienta diagonal, la unidad del mundo, del espacio, del tiempo. Cuelgan del pasado signos destruidos. Y la calidez del mundo se hunde en un espacio opaco y monótono, una llaga anónima donde se presiente el hundimiento de todo lo que existe.


viernes, febrero 23, 2007

Ética y Poesía

La premisa básica de Rilke fue la de construir su vida en función de su poesía. Nada hay, probablemente, que exija más esfuerzo, pero tampoco nada más noble. La necesidad de crear un edificio poético lo suficientemente fuerte es el trasluz o la consecuencia de la incapacidad para alcanzar la totalidad por sí mismo, y, por otro lado, la exigencia propia de una ética que inunde la existencia entera.

Este mismo interés ético es el que recorre la obra de Kierkegaard. La justificación del individuo en una época en crisis se convierte también en el medio de la supervivencia. El hombre percibe su total arrojamiento, y, al tiempo, su absoluta responsabilidad. La poesía es un medio para proyectar toda la fuerza potencial del sujeto y el anhelo de sobrevivir a su propia crítica.

Ahí donde la poesía se convierte en la llave correcta para abrir el lenguaje es donde deja de ser una mera expresión para alcanzar verdades intactas mediante la palabra. El lenguaje es, por otra parte, lo único que hace del mundo algo verdaderamente objetivo, independiente de nuestra constitución. Pues en cuanto enlace de las múltiples conciencias, el lenguaje es capaz no sólo de describir, sino de construir un mundo que pertenezca a todos, y haga posible la intersubjetividad.

La poesía es a un tiempo posibilidad de rescatar ese mundo y también salvación para el hombre, que, articulado y arrinconado en el espacio de su conciencia, no puede alcanzar la unidad con lo que lo rodea. Por eso la conciencia es apertura y cierre a un tiempo; en realidad es una cuestión de nivel. La conciencia abierta al mundo es capaz de fundir al sujeto en el mundo. La conciencia cerrada al mundo funde al mundo en el sujeto. El espacio que cierra la conciencia origina el fenómeno de la angustia.
Sin el instrumento que es el lenguaje, la conciencia moriría en su habitáculo inconexo. El lenguaje es a un tiempo la condición de posibilidad de que el sujeto emigre hacia el mundo, de que su espíritu pueda tomar forma en el mundo. Un sujeto sin lenguaje es un sujeto sin forma. Su potencia y percepción están intactas, cierto; pero aún no tiene mundo, o, al menos, tiene un mundo terminado, acabado, cerrado sobre sí mismo.

Ello no quiere decir, no obstante, que el lenguaje sea toda la realidad, así como tampoco es un mero instrumento. Más bien es aquello en lo que se produce el mundo, entendido no como el mundo individual, sino como la configuración de cosas que genera la colectividad humana. Si el lenguaje es entonces el lugar donde se concibe un mundo, no hay duda de que la poesía será el lugar donde se conciba un mundo más alto, superior. Ese mundo superior no tiene por qué ser separado de la ética, si entendemos la ética como virtud o excelencia.

El sufrimiento de los poetas no es un mito; quizás es lo poco que quede de real en la literatura romántica. El esfuerzo para cultivar un mundo en un lenguaje que lo haga posible, es doble; por un lado, el poeta debe buscar el lenguaje correcto, que es tanto como el sitio donde se realizará su mundo; por otro, debe crear las condiciones de ese mundo. Tal tarea es titánica si la entendemos como el fondo sobre el que debe derramarse nuestra vida.

Esta concepción, cuasi religiosa, no puede deslindarse del ámbito poético. Se trata de una realización coherente en la que están involucradas todas las expectativas y fuerzas del sujeto. La muerte del poeta significa la superación de su ego por el mundo que ha creado. Su significación es primordial: en este caso, el poeta quedó como la pura energía vertida sobre aquello a lo que dio vida. Y la finalidad ética del poeta queda aún más elevada, al apuntar un mundo que lejos de ser expresión de su vida, es un fondo real autónomo, un universo equilibrado por sus propias leyes y reglas auténticas.

miércoles, febrero 21, 2007

Confesiones de un cínico imposible

El buen cínico sabe aceptar su decisión ética de buen grado. Nada hay que reprocharle al cínico excepto cuando pretende de pronto ser moral contra su inmoralidad, e incluso en éste caso habría que concederle que en cierta manera sigue siendo coherente con lo que ha aceptado. Por lo mismo, la paradoja cínica es la única que a causa de ella misma puede ser fiel a sus postulados sin caer en conflictos irresolubles.

Si las ciencias sociales del siglo XIX, el auge del historicismo y de la “sociedad” abren ya el caldo de cultivo del cinismo burgués individual, si de algún modo la industrialización conlleva el germen de una sociedad cada vez menos preocupada por lo político y más centrada en su ego hipostasiado, el vitalismo irracionalista que inaugura Nietzsche, con su cultura epicúrea del cuerpo, vendrá a coincidir también con la volatilización del mundo exterior en un conjunto de sensaciones subjetivas en la filosofía de Ernst Mach, en palabras de Fischer. En definitiva, la crítica a la metafísica tradicional converge milagrosamente con el producto del final de la modernidad, es decir, con aquello que Heidegger denunciaba y satanizaba como la realización de la voluntad de poder mediante el instrumento (Gestell) de la técnica científica.

Siguiendo a Heidegger, Nietzsche aún pertenece a ese residuo de la metafísica tradicional que la postmodernidad tratará de destruir. En otras palabras, la obsesión de la filosofía postmoderna, derrocar a Platón, derrotar al cristianismo implícito en Platón, liquidar la conciencia, eliminar las preocupaciones morales, etc, conlleva no sólo esto: significa liquidar también a Nietzsche, a Freud y a Marx.

El ataque a lo metafísico en cuanto que trascendente significa no sólo la vuelta a las cosas mismas (Husserl) en un sentido terapéutico (Wittgenstein). También implica la destrucción de todo tipo posible de emancipación, al modo, por ejemplo, de la post-ilustración. En concreto, implica la satanización de todo tipo de trascendencia, ya sea la voluntad de poder en Nietzsche, el anhelo de la superación por la ciencia de los males del hombre (Freud), o la profecía económicamente calculada de la desaparición del capitalismo (Marx). En todos los casos, se da una trascendencia, que el postmodernismo, extendiendo a Nietzsche, condena no como algo inmoral en un sentido ético, ¿cómo podría hacerlo, fundamentarlo filosóficamente?, sino como algo precisamente insano, algo contrario a la salud. Ésta es la diferencia que establece Deleuze entre lo ético y lo moral en la filosofía de Spinoza.

Con el desplazamiento de lo moral en lo ético hemos también liquidizado la conciencia moral kantiana, y podemos seguir seguros sobre nuestros pasos. La justificación postmoderna contra el humanismo proviene de la idea de que el humanismo es sólo una acentuación del ego, que cree ahora encontrarse en medio del mundo, olvidando la naturaleza, (physis); también con esta justificación podemos ahora callar sobre el hombre, podemos evitar ese discurso tan pesado y complejo sobre la posición de las cosas relativas a lo humano.
Es verdad que es bueno reconocer la pesadez de los humanistas, con su deseo de encumbrar a un hombre que ha mostrado su total incapacidad para administrar sabiamente la naturaleza. Pero es que ha sido la carencia de sentido del hombre el que ha llevado también a su destrucción: ya sea físicamente, como en el exterminio nazi, o metafísicamente, como en la sociedad de masas de Debord o Marcuse. El hombre ha muerto, dice Foucault: al final, hay cosas más interesantes que el hombre.

De manera que el postmoderno dice algo así en su discurso: “Desnudemos al hombre de su derecho a soñar y confinémosle a la tierra en la que cayó, adánicamente, y que a causa de sus vanidades no supo valorar; obliguémosle a asumir su propia muerte, y a azotarle cuando suspire como un niño por el regalo deseado. Ah, que criatura tan aborrecible, el hombre, que sólo desea más de lo que la naturaleza puede darle.
Lo único que ha logrado el hombre con esto ha sido hacerse daño. Una nueva cultura del cuerpo ha de resurgir, frente a la cultura moderna de la conciencia. Una nueva percepción del cuerpo, que actualice el mundo en que vivimos de forma constante para evitar descollar por los caminos monstruosos de la metafísica.
¿Para qué vamos a luchar contra el Estado? ¿En qué tipo de trascendencia platónica estábamos pensando? No; ya estábamos pensando “platónicamente”; hay que invertir nuestra forma tradicional de pensar. Hay que dejar de pensar en los ideales de libertad y emancipación, propios de la Revolución Francesa, pues, al fin y al cabo, fueron el producto de la molicie de unos burgueses decadentes. Se hace preciso centrarse en el cuerpo, en los males del cuerpo, ya que el alma y la conciencia son teatros cartesianos inexistentes.”

Este discurso está bien, sin lugar a dudas, en la medida en que se admita el propio cinismo del que lo suscriba. Y este cinismo no es otro que el de admitir que las consecuencias del positivismo descabellado y de la técnica científica han creado un modelo de hombre enormemente similar al propugnado por el postmodernismo: un hombre amoral, centrado en su cuerpo, desprovisto de toda finalidad metafísica, lanzado hacia la tierra engañándose acerca de su falso valor. Pues sólo los dioses, los poetas y los genios pueden soportar una vida trágica en el sentido griego que nos proponía Nietzsche. En el fondo, Nietzsche hablaba para superhombres, y no para “humanos, demasiado humanos.” Y, en fin, ¿cuál es la posición del cínico frente a todo esto?

Yo no suscribiré con total determinación el discurso del postmoderno. Algo me dice que la problemática que Platón en su día formuló es algo más que la mera expresión de un político fracasado, que la conciencia es irreducible a actos de habla y que existe una disonancia natural en el seno del propio hombre que apunta a una trascendencia que con toda probabilidad no exista. Si fuera postmoderno, aceptaría también las barbaridades del capitalismo, incluso la orgía nazi de la que más de un autor alemán aún no se ha arrepentido. Y la diferencia, amigo postmoderno, es que si yo procediera así, no estaría siendo cínico. No aún. Estaría actuando, muy por el contrario, en total y absoluta consecuencia.

La postmodernidad ha sido la primera que ha dificultado el acceso a las cosas mismas en el trabajo de la filosofía, la necesidad de arrancar los prejuicios.( de los que Gadamer, por cierto, se sentía tan orgulloso).
¿Acaso no se odia el humanismo no tanto por su pesadez sino porque aceptarlo implica una concesión ilícita a la doctrina genésica del hombre como centro de las cosas? Y, ¿cuántas doctrinas se critican del platonismo o de tantos y tantos sistemas simplemente porque coinciden de algún modo con el cristianismo, o porque son utilizadas por éste en su divina metafísica?

Pero yo soy cínico: reniego del humanismo por pasión, no por una deducción abstrusamente concebida. Soy irracional y no me gusta deducir sistemáticamente todas las implicaciones de los sistemas. Me gusta Platón pero odio su metafísica; me gusta porque valoro su genio. Y soy sumamente egoísta; claro que lo soy. Y quiero ser yo el centro total del universo. Si fuera postmoderno, también aceptaría cínicamente mi complicidad en un feroz antihumanismo de raíz científica. Pero es que a mi no me acaba de convencer la tecnología, y, por otra parte, no tengo talento para ella.

Esperemos que los hombres del futuro sean más duchos que los románticos decadentes que somos nosotros en esa labor nietzscheana de alcanzar la virtú renacentista; la fuerza, el vigor y el poder del genio, del conquistador. Todo indica que nuestra generación educada en la cultura del cuerpo y enamorada de una inmanencia digitalizada va por un camino inmejorable hacia ese magnánimo y dionisíaco propósito, sólo digno de los héroes y los dioses.

lunes, febrero 19, 2007

Mundo y conciencia

Lo relevante en el asunto de la constitución del mundo para un sujeto cualesquiera no es si la conciencia constituyente está formada por elementos heterogéneos o distintos de los que conforman tal conciencia, sino el hecho de que es precisamente la conciencia la que constituye la percepción del mundo en su sentido más amplio.
Esta conciencia no es desde luego una mónada solitaria y sin ventanas, exterior a la corporalidad; participa, como sugiere Merleau- Ponty, de lo objetivo, como lo objetivo de lo subjetivo; pero nuevamente lo que importa es que el mundo depende en última instancia de esta conciencia para organizar aquello que llamamos mundo.

La percepción es en sí misma, por tanto, un fenómeno de sentido. La percepción tal y como la entienden los positivistas es en realidad una pura abstracción, como lo es la idea de una conciencia separada de la percepción. El caso es que las cosas se nos presentan en una unidad indisoluble, en una unidad cuya disección interesada resulta problemática en la medida en que se pierden elementos correspondientes a aquello de lo que se había abstraído. La conciencia percibe todo de una forma unitaria, de una vez; por tanto, una de las características del mundo es que éste se da a la vez.

Con todo, la otra problemática que enfrenta un mundo tal, un mundo que existe antes que posea un ser pleno, es que éste se halla afectado por una eterna indeterminación. El mundo es antes posible que otra cosa; su existencia constante y dada a un mismo tiempo rehuye toda determinación. Por eso la determinación del objeto mundo en sentido científico no ha sido necesariamente un fracaso, sino más bien una muestra de la supuesta movilidad del mundo, cuando no una afirmación de la inexistencia de ese mundo.
En cuanto que el mundo es mío en cada caso, así como mi muerte, el mundo no tiene las propiedades de la verdad y de la falsedad. No existe, por así decir, un criterio o valor ontológico del mundo que lo haga verídico o fiable porque no existe un mundo objetivo con el que se pudiera comparar. Cada proyección del mundo es verdadera en el sentido de responder a las necesidades únicas de nuestra constitución personal al tiempo que es falsa porque se trata de una proyección en el vacío.

La problemática que enfrenta una comprensión adecuada del mundo es el hecho mismo de que en la percepción vengan indicadas ya sus cualidades significativas. Para la conciencia, una percepción involucra un sentido, no necesariamente expresable de forma inmediata mediante el lenguaje. Sólo mediante la reflexión filosófica nos desprendemos de esta inmediatez que caracteriza al mundo. Pero al desprendernos de ella también perdemos la cualidad más representativa de ese mundo.
Y sin embargo el mundo existe. Existe en el sentido más puro de la palabra, como un fenómeno de movimiento que, de cara al observador, deja una huella estable, que es precisamente el elemento que confunde a la conciencia. El mundo lleva en sí su propio engaño, al aparecer como una estabilidad metafísica cuando en realidad no es mucho más que el eterno reflejo que crea su propio movimiento.

A menudo la conciencia no se da cuenta siquiera de todo ese entramado que le hace percibir, de la forma determinada que sea en cada caso, algo así como un “mundo”. Solamente aquellas situaciones “límite” de las que hablaba Karl Jaspers nos sitúan ante las raíces de ese mundo; la lucha entre el pensamiento y su objeto hace imposible la detención en cualquiera de sus términos; de algún modo, el mundo, así como el ser, es aquello que aparece y desaparece en su mismo movimiento, creando la ficción de su auténtica existencia.

Cuando alcanzamos las raíces profundas que enhebran nuestra arquitectura del mundo, como previa concepción de algo existente que llamamos “mundo”, entonces sucede que adquirimos conciencia del absurdo de conceptos como verdad y falsedad para referirnos a nuestro mundo. No podemos llegar a acariciar al mundo en sí sin su relación con nosotros; ello nos hace humanos y débiles, y nos sentencia a una parcialidad indefinida, que se aviene muy mal con el ideal científico de dominio y contemplación. Los lazos que nos unen al mundo son como los de la madre al hijo aún no nacido.
Debemos, por tanto, regresar a esa matriz para alcanzar un sentido de la relación originaria de pertenencia. Y todo ello es impensable sin la labor de la conciencia, en la que está sellada con fuego la insistencia necesaria de nuestra propia responsabilidad.