En el origen de la filosofía también se encuentra la vanidad; y la vanidad misma es la causa de todos los fracasos filosóficos. Lo que en primer lugar aparece como asombro se transforma rápidamente en ambición. El filósofo que nada sabía al principio ahora pretende dar cuenta de toda la realidad; se trata del paso de Sócrates a Platón. El primero parte del reconocimiento de su ignorancia, y, como en la teología negativa, su dialéctica le lleva al horizonte donde se desvela lo absoluto. Y así, sutilmente, se ha dado el paso del maestro al discípulo, de la ignorancia a la pretensión del conocimiento.
La vieja sabiduría religiosa comienza allí donde acaba toda filosofía. La filosofía más coherente, y por ello precisamente la menos productiva, es decir, el escepticismo, sólo sobrevuela una antigua tesis religiosa, a saber: la necesidad de la existencia de un Sumo Creador como método infalible para detener las vanas ansias de la razón por aprehender la realidad. No es extraño por eso que Pirrón acabara su camino allí donde lo empezó: el círculo de la filosofía termina en el silencio y la palabra se delega en la autoridad de lo Inexplicable: o Dios o la Razón, no hay alternativa.
En la inteligencia de los hombres existe por tanto ese principio que convierte automáticamente lo inteligente en estúpido; los procesos de la razón generan monstruos con una facilidad cuasi demoníaca. De la humildad del escéptico a la vanidad del filósofo sistemático hay un fino velo. Pero uno no puede dejar de reír al escuchar las pretensiones de los filósofos cuando erigen sistemas de pensamiento como si se tratase de transcripciones fidedignas de los hechos al papel. Los títulos de los sistemas de filosofía de Berkeley, Hume, o Hegel, por poner unos cuantos ejemplos, revelan con suficiente claridad el resultado de una vanidad extralimitada, que en el fondo no es otra cosa que ingenuidad infantil.
La cosa sería sumamente sencilla si todo acabara aquí. Pero también existe una exigencia legítima. Esa vanidad injustificada del hombre y su soberbia se dan a la par con la necesidad justificada por la búsqueda del sentido de las cosas. La vanidad es sólo una cara de la tragedia anticipada que supone ser hombre. El hecho de existir ya es suficientemente trágico; con ello estarían ya justificados todos los errores y vanidades humanas. Y sin embargo, no deja de ser ridícula, y hasta molesta, esa pretensión humana de someter la realidad a la razón. Cuando es suficientemente claro que se trata justamente de todo lo contrario.
La vieja sabiduría religiosa comienza allí donde acaba toda filosofía. La filosofía más coherente, y por ello precisamente la menos productiva, es decir, el escepticismo, sólo sobrevuela una antigua tesis religiosa, a saber: la necesidad de la existencia de un Sumo Creador como método infalible para detener las vanas ansias de la razón por aprehender la realidad. No es extraño por eso que Pirrón acabara su camino allí donde lo empezó: el círculo de la filosofía termina en el silencio y la palabra se delega en la autoridad de lo Inexplicable: o Dios o la Razón, no hay alternativa.
En la inteligencia de los hombres existe por tanto ese principio que convierte automáticamente lo inteligente en estúpido; los procesos de la razón generan monstruos con una facilidad cuasi demoníaca. De la humildad del escéptico a la vanidad del filósofo sistemático hay un fino velo. Pero uno no puede dejar de reír al escuchar las pretensiones de los filósofos cuando erigen sistemas de pensamiento como si se tratase de transcripciones fidedignas de los hechos al papel. Los títulos de los sistemas de filosofía de Berkeley, Hume, o Hegel, por poner unos cuantos ejemplos, revelan con suficiente claridad el resultado de una vanidad extralimitada, que en el fondo no es otra cosa que ingenuidad infantil.
La cosa sería sumamente sencilla si todo acabara aquí. Pero también existe una exigencia legítima. Esa vanidad injustificada del hombre y su soberbia se dan a la par con la necesidad justificada por la búsqueda del sentido de las cosas. La vanidad es sólo una cara de la tragedia anticipada que supone ser hombre. El hecho de existir ya es suficientemente trágico; con ello estarían ya justificados todos los errores y vanidades humanas. Y sin embargo, no deja de ser ridícula, y hasta molesta, esa pretensión humana de someter la realidad a la razón. Cuando es suficientemente claro que se trata justamente de todo lo contrario.
No hay comentarios:
Publicar un comentario