Hegel es el primer filósofo que salva al devenir de su condición pagana. Pero él, como buen conocedor de las doctrinas griegas, no podía permitirse el lujo de prescindir de las categorías más importantes de los filósofos antiguos. De este modo el devenir se convierte en el desarrollo del Espíritu, de manera que tanto el propio devenir como el Absoluto quedan justificados.
Pero la esencia del movimiento nos aguarda cosas paradójicas. La renuncia de lo Absoluto, encarnizada sobretodo en la figura del Final de los Tiempos y en la idea de lo fuera-del-tiempo como tal, permite sobrevalorar, o valorar con una nueva óptica, el mero devenir, lo que el filósofo arrogante por otro lado rebaja hasta la ingratitud con ese nombre de "contingencia", pero que por otro lado resulta ser la realidad en su crudeza más asfixiante.
Podríamos decir, contra los vitalistas en general, que el devenir no resulta plácido y no sólo es trágico, sino que fundamentalmente conserva los caracteres mortuorios de todo pensamiento platónico. El que afirma con voluntad de héroe el devenir, no sabe muy bien qué dice. El devenir, podríamos afirmar, no es sino el desarrollo de una enfermedad que termina con la muerte. Y en verdad es más beneficioso pensar una finitud del movimiento que prolongarlo hasta el abismo de lo indefinido.
El mismo movimiento niega en su esencia el inmovilismo, la quietud, en otras palabras: la verdad. Por eso no existen verdades desde el telescopio de la Historia, y una explicación que enlace sus acontecimientos de forma lógica aparece siempre como un desarrollo metafísico. Pero la anotación más empírica que podemos realizar en torno a este tema es la del movimiento infinito de las cosas mismas; como si el mundo se apresurara a negarse, no sabemos bien cuando ni de qué forma, la única constatación que nos deja es la de que nada permanece en su seno y que por esa misma razón sólo el caos puede ser el resultado final de ese movimiento. Pues, o bien se admite la involucración absurda del movimiento en el sentido de la Historia como llave lógica de su existencia justificada por la razón, o bien el movimiento está destinado a su consumación en el túnel del tiempo. Ahora bien, podría suceder algo más terrible: la infinitud del movimiento, el aplazamiento indefinido del caos, la incertidumbre convertida en ciencia. Es preferible pensar un caos próximo que no un infinito desarrollo hacia el desastre.
La Historia es el desarrollo de una enfermedad que termina en la extinción. Todo devenir es, entonces, la preparación para la muerte que lo sella; por eso no podríamos, en nuestro sano juicio, admitir la vitalidad y al mismo tiempo el devenir, como quiere Nietzsche. Porque el devenir es ya una enfermedad, como la inmovilidad misma es la muerte.
La única esencia pensable que evadiría esta dialéctica sería el propio Dios, entendiéndolo como un infinito en acto, si cabe pensar tal cosa. Si el final de todo movimiento es el perecer del objeto que se mueve, y ese mismo perecer es la enfermedad que lleva a lo primero, sólo podríamos pensar a Dios como una mezcla de ambos; un movimiento dentro ya de la eternidad, un movimiento de la eternidad. Pero en este caso no sería un desarrollo, pues Dios no tiene nada que desarrollar, dado que es perfecto. Se trataría sólo de la constatación eterna de su idéntica perfección en el transcurso de los tiempos.
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