La morbosidad del pensamiento no reside exclusivamente en su supuesta naturaleza enfermiza; no hay como tal una naturaleza enfermiza en la que no se manifieste, como la Idea de Hegel en el monumento artístico, el verdadero espíritu del hombre. Que se trate de la esencia misma del comportamiento humano elimina de hecho la consideración a priori de lo que entendemos por enfermedad.
Pero existe una doble vertiente en la consideración de la morbosidad en el pensamiento. El comportamiento del filósofo, y por ende, de aquel que ha decidido bajar hasta el fondo mismo de las cosas, experimenta una especie de placer ambiguo en el rastreo de ese fondo, en la conciencia de su nulidad. Pues en todo fondo esencial lo que como tal es esencial, lo que se autodefine de inmediato y se presenta con rotundidad indubitable es la propia nulidad, tanto del pensador como de la cosa pensada por ese individuo; lo que en el fondo de todo continuamente se realiza es la muerte misma del mundo, la destrucción sistemática de todo ser.
Lo que positivamente anima al filósofo en ese rastreo de la completa nulidad es la esperanza, la luz que necesariamente brilla en todo camino, en cuanto que camino, en cuanto que dirección hacia un objeto posible, pues todo camino remite por esencia a un término, aunque sea un término en todo caso fantasmal, una casa vacía donde no espera ningún padre benevolente. El camino en este caso ni siquiera posee como tal una vivienda de ese tipo, no por culpa expresa de la filosofía, sino más bien porque precisamente lo que hace el filósofo es “conocer”, y el conocer tiene siempre un objeto. En este caso el objeto del conocer es la muerte. Lo último que en nuestro camino pensamos, ya sea relativo a nuestra vida particular, a la vida del mundo en general, o a la esencia del conocimiento, está circunscrito por un último saber, por una última constatación: la liquidación absoluta de lo que existe.
El gran conocimiento de la muerte no consiste, como bien anota Jankelévitch, en conocer algo por primera vez, sino más bien, en constatar algo que ya se sabía de un modo nuevo y diferente. Pero esta muerte no es la muerte solitaria del individuo; no se trata esencialmente de nuestra muerte, sino de la muerte como principio y final de todas las cosas; la muerte del pensamiento y la muerte de la vida. Es la sombra del ángel de Benjamin, el surco infinito de la escoria que se levanta acongojando al sujeto espectador de ella. Pero en ese último levantamiento reside la, quizás, última finalidad del arte: la belleza en la destrucción, la destrucción realizada de forma bella.
Quizás el último regocijo del hombre, la única forma de rebelarse contra la muerte principio de todo ser, consista no en realizar una muerte bella, como pensaban los románticos, sino en constatar la facticidad de la muerte en toda la realización humana, a diferencia de las realizaciones cíclicas de la naturaleza. No se trata sólo de una actitud ante la muerte inevitable, raíz en realidad de la morbosidad misma del pensamiento. Es también la mejor forma de considerar positivamente lo que está destinado a perecer o que de hecho ya ha perecido. La sombra del ángel aún puede ser valorada por su eterno resplandor.
Pero existe una doble vertiente en la consideración de la morbosidad en el pensamiento. El comportamiento del filósofo, y por ende, de aquel que ha decidido bajar hasta el fondo mismo de las cosas, experimenta una especie de placer ambiguo en el rastreo de ese fondo, en la conciencia de su nulidad. Pues en todo fondo esencial lo que como tal es esencial, lo que se autodefine de inmediato y se presenta con rotundidad indubitable es la propia nulidad, tanto del pensador como de la cosa pensada por ese individuo; lo que en el fondo de todo continuamente se realiza es la muerte misma del mundo, la destrucción sistemática de todo ser.
Lo que positivamente anima al filósofo en ese rastreo de la completa nulidad es la esperanza, la luz que necesariamente brilla en todo camino, en cuanto que camino, en cuanto que dirección hacia un objeto posible, pues todo camino remite por esencia a un término, aunque sea un término en todo caso fantasmal, una casa vacía donde no espera ningún padre benevolente. El camino en este caso ni siquiera posee como tal una vivienda de ese tipo, no por culpa expresa de la filosofía, sino más bien porque precisamente lo que hace el filósofo es “conocer”, y el conocer tiene siempre un objeto. En este caso el objeto del conocer es la muerte. Lo último que en nuestro camino pensamos, ya sea relativo a nuestra vida particular, a la vida del mundo en general, o a la esencia del conocimiento, está circunscrito por un último saber, por una última constatación: la liquidación absoluta de lo que existe.
El gran conocimiento de la muerte no consiste, como bien anota Jankelévitch, en conocer algo por primera vez, sino más bien, en constatar algo que ya se sabía de un modo nuevo y diferente. Pero esta muerte no es la muerte solitaria del individuo; no se trata esencialmente de nuestra muerte, sino de la muerte como principio y final de todas las cosas; la muerte del pensamiento y la muerte de la vida. Es la sombra del ángel de Benjamin, el surco infinito de la escoria que se levanta acongojando al sujeto espectador de ella. Pero en ese último levantamiento reside la, quizás, última finalidad del arte: la belleza en la destrucción, la destrucción realizada de forma bella.
Quizás el último regocijo del hombre, la única forma de rebelarse contra la muerte principio de todo ser, consista no en realizar una muerte bella, como pensaban los románticos, sino en constatar la facticidad de la muerte en toda la realización humana, a diferencia de las realizaciones cíclicas de la naturaleza. No se trata sólo de una actitud ante la muerte inevitable, raíz en realidad de la morbosidad misma del pensamiento. Es también la mejor forma de considerar positivamente lo que está destinado a perecer o que de hecho ya ha perecido. La sombra del ángel aún puede ser valorada por su eterno resplandor.
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